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Ojos amarillos


Los pianos desafinados son el reflejo de la miseria humana.
No tolero ese sonido. Es como un cuchillo resbalando en un plato de loza antigua con bordes cascados, pintado con rosas desgastadas sobre el blanco craquelado.
Cuando una casa se vuelve miserable suspenden al jardinero y al afinador. El sol dilata la madera del piano, las cuerdas se destemplan con el calor, el invierno y otra vez el calor.

A veces escucho un piano detrás de una ventana. Pido permiso. Entro a la casa y afino las cuerdas que están tocando, sólo esas, otras no, para volver la semana que viene si cambian de partitura.
Siempre viajo con la herramienta de afinar. Tiene mango de madera oscuro, tiene un hexágono metálico en la punta, tiene desgaste por los años de uso.

No es difícil afinarlos, lo difícil es lograr que la gente los afine. No lo notan ni lo perciben. No entienden el tono correcto ni las distancias ni el chillido insoportable de las cuerdas o la ausencia de los unísonos. No siempre me dejan entrar en sus casas. La nena está estudiando, o tenemos una fiesta, o vuelva otro día. Se afina con paciencia, perseverancia, destreza para mover la herramienta sin romper las cuerdas. Dos veces rompí cuerdas. No me importó, eran notas de cuerdas triples, nadie se da cuenta, quedan dos cuerdas de tres para reproducir el sonido. No me avergüeza decir que fui como ellos, los que no lo notan, los que no lo perciben.

Todo iba bien hasta ese día. Ella tocaba descalza en un piano de miseria humana. Era una casona de barrio antiguo. Nunca había pasado por ese lugar, y ya no volveré más.
A tres casas de distancia reconocí una octava de si bemol totalmente desafinada en la nota aguda. La grave estaba tolerable, pero la octava era casi una novena levemente aumentada. Ella era joven, no más de quince años, pelo castaño, mirada fija en la partitura. Siempre ponen los pianos cerca de las ventanas, no sé si es cábala, casualidad o el único lugar donde el piano no está en la mitad del camino, molestando en las rondas de rummy que también son parte de una casa que se vuelve miserable.

Golpee la ventana y pedí para entrar. La niña paró de tocar. Me miró. Giró la cabeza y siguió tocando. Las cuerdas centrales del piano sonaban como una lluvia de pastillas de granito rebotando contra botellas de vidrio. Las cuerdas graves, como suele suceder, estaban más parejas, pero con un dejo de inmortalidad destruida a martillazos, como el preludio de una vida que no será eterna.
No reconocí la pieza hasta una secuencia de terceras, dificultosa, sobre las teclas agudas. Chopin, Nocturno para piano desafinado y aullidos de lobos. Me senté en la vereda cerca de la ventana para escuchar esa cortina insensata de golpeteos asintóticos. Noté que incluso el silencio estaba desafinado.

Cuando terminó la pieza me dejaron entrar. La niña me miraba con ojos grandes, redondos, amarillos, mientras yo le daba al piano su habitual vulgaridad. Transformé las terceras quintas y octavas, que sonaban como disparos de perdigones matando patos en vuelo, en el sonido regular y previsible de la escala musical. Hice lo que sé hacer, mover clavijas como si fuera la mano de Dios recuperando el control de su miserable creación.

La niña tocó tres compaces. Interrumpió la ejecución y dijo que así no era la pieza, no es así como suena. Yo ya no toco el piano, olvidé el ejercicio de tendones hace más de dos décadas. Igual toqué con entusiasmo el comienzo de la marcha turca de Mozart, pero no me hizo caso. Lloraba porque arruiné su Nocturno de Chopin. Le expliqué la teoría del sonido de las terceras, las quintas, las octavas, el maldito si bemol correctamente templado. Lloraba. Siguió llorando. Toqué Jingle Bells y la canté, Jingle bells jingle bells, jingle all the way. Lloraba un llanto amarillo. Me miró suplicante con sus ojos de oro.

Desafiné el piano para volverlo a la miseria anterior. No recordaba todas las distancias porque no había prestado atención. Probó su Nocturno y siguió llorando. Cerca de las seis de la mañana logré resolver casi todo el desafinado. Se quejó de un fa y un do que no sonaban como antes. Prometí volver al otro día para ajustarlos, o desajustarlos a su gusto.
Mientras me alejaba con los primeros rayos del sol asomando entre los árboles, escuché que la niña interpretaba algo similar a una sonata de Beethoven, difícil de reconocer por el obsceno desafinado del piano.
No volví más. No sé si se acostumbró al fa y al do correctamente afinados. Son dos notas muy importantes para interpretar Jingle Bells al piano. No quise que se quedara con una mala opinión de mi persona.

Texto agregado el 26-11-2021, y leído por 635 visitantes. (17 votos)


Lectores Opinan
09-03-2023 No conozco nada de pianos, los veo como una reliquia guardada en un museo, intocable y brillante, su forma es esbelta e impresionante. No obstante me fascinan los sonidos tristes, son los que me activan el tímpano, no sé cuáles son, solo sé que son tristes. La narración comprende detallar y aquí se ve lee exquisito. Podría hacer una lista de frases que me inquietan, pero me las guardo. Krysa
03-02-2023 Me entristece. ***** heraldo_negro
04-07-2022 Me ha gustado tanto, tanto…no sé si será por años de música y canto, o porque está tan bien construído el relato que se lo disfruta casi casi como comer un helado en pleno verano. Lo digo en serio, para mí comer un helado es algo muy serio. Te felicito!!! MujerDiosa
29-06-2022 Tengo diez y siete años esperándote, ahora sé que nunca vendrás. Pero lo difícil es saber, sí eres pianista ó afinador de piano. Te felicito. peco
22-05-2022 Tu relato me ha resultado encantador, por varias razones: logras convertir los sonidos en palabras, la ironía está presente a lo largo de tu texto, la forma y el fondo de la historia son distintas, poseen un sello muy particular, lo cual le da un valor agregado. Claramente, disfruté leerte. Gracias. gsap
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