Demoro menos de un segundo en atravesar de un tajo el tallo, sin embargo forzó su delgada muñeca; en ese instante la savia verduzca fue extendiéndose sobre la tabla blanca de vinil.

Llegaba el turno de los tomates y zanahorias pero prefirió aumentar el filo de la hoja; busco en los cajones, en la alacena hasta ubicar la piedra de afilar que se escondía entre los tenedores de plástico. Al fin danzaban uno con el otro, la hoja estuvo lista en casi diez minutos.

Espero unos segundos para tomar al tomate y cercenar su sobresaliente tallo. En ese intento rozo su piel y un fino hilo de sangre rodo por el dedo pulgar; sin cautela propino otro tajo al vientre y sintió un ardor intenso en el índice.
De inmediato por instinto soltó la hoja, corría su sangre por entre el tomate. En aquel momento la punta de la hoja le apuntaba al corazón, como un resorte retrocedió mientras la hoja del cuchillo se blandía y brillaba con los rayos del sol que asomaban por las ventanas.

Aterrorizada llamo a Guido, quien desprevenido se acercó a la mesa; la hoja serpenteaba sobre la tabla de vinil, los tomates y zanahorias. En una reacción felina tomo el paño que Virginia llevaba sobre su hombro derecho para lanzarlo a la mesa y cubrir la hoja de acero. Por un momento la escaramuza era interminable hasta que sin dudar asesto tres golpes con el cucharon de palo, sus movimientos fueron reducidos hasta aquietarse.

Acto seguido fue envuelto y atado dentro del baúl de la abuela, el lugar perfecto para no dañar a nadie.