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No, no era feliz. No lo era ni en sus atormentados días ni en sus sombrías noches en que atroces pesadillas interrumpían su sueño. Su tormento era esa situación invalidante que por sus devastadores efectos lo obligaba a cojear en todos sus asuntos y lo relegaba a una infecunda región.
En términos prácticos, la invalidez aquella no le permitía avanzar como él lo hubiese querido. Y mascullaba e intentaba en sus cuadernos resolver simples ecuaciones que se le descalabraban en cada intento.
En sus atormentadas noches, la pesadilla era la misma, pero ataviada de diversas maneras. Una de ellas, la más reiterada, consistía en avistar una empinada escala formada por miles de peldaños que se elevaba sinuosa, sin barandas que apoyaran el ascenso y aseguraran el descenso. Abordarlas era un desafío mayor que suponía vencer el vértigo y el agotamiento. Lo culminante era aún peor: ingresar a un aula repleta de estudiantes empeñados en sus tareas, afrontar la indiferencia del profesor e instalarse angustiado en su pupitre. Sentir también la derrota en sus labios y en sus manos agarrotadas. No podía con ellas y de todos modos insistía en su empeño. Despertaba empapado, sombrío, con su frustración resbalando como un lastre por los innumerables y desdibujados peldaños de su pesadilla.
Las Matemáticas poseían el imperio de desnudarlo como un hombre incompleto. Hubiese preferido sufrir cualquier tipo de merma física, alguna cojera, una oreja inexistente, una severa miopía, pero a cambio de ello, poseer un talento envidiable para dominar todas las disciplinas de las Matemáticas. Pese a que frisaba los treinta y cinco años, tal carencia le creó un forado en su angustia que al final desembocó en un trauma.
Visitó médicos, imaginando alguna anomalía de índole genética que le impidiese comprender la esencia, el sabor y el juego fascinante de las Matemáticas. Los facultativos fruncían el ceño, entendiendo que en asunto de habilidades o falencias primaba más bien un tema de natural predisposición, heredada o subsistente, sin que la materia gris del paciente hubiese sufrido algún tipo de avería que le enroscara las ecuaciones o le provocara desvaríos insalvables para ejecutar cualquier operación. Eso, por supuesto, sólo lo pensaban y más de alguno acalló a duras penas una carcajada. Al hombre le indicaban perseverancia, perseverancia y más perseverancia, porque el camino era empinado, pero los logros aguardaban en la cima.
Por supuesto que no se trataba de practicar escalamiento, o trotar hasta la cima de los cerros. Comprendió que esto era simple retórica y se esforzó aún más en perseverar en sus intentos.
Escalones, aulas amenazantes, sombras de seres que lo despreciaban, rechazo y caídas aterradoras hacia el despeñadero se alternaban en sus pesadillas. Despertó sobresaltado, sediento, hastiado de esa carencia que había adquirido tal imperio que ya le impedía un reposo digno. Y sentándose en su cama contempló sus manos en la penumbra azulina de la madrugada y se examinó los dedos. Comprendió que la base de su empeño comenzaba allí. Después solicitaría la ayuda de algún profesor que lo guiara en este proceso.
Comenzaba por fin el sacrificado ascenso. Y poco a poco, ese ramo que consideraba insalvable, le brindó tímidas sonrisas en esto que parecía un coqueteo y que podría culminar en una gran pasión.













Texto agregado el 10-08-2021, y leído por 38 visitantes. (0 votos)


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