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Doblo en la esquina y ya estoy en la cortada. El asfalto surcado por las líneas negras de brea, los cordones estableciendo los límites de la calle. Sobre ese asfalto soñé, soñamos, con ser Maradona, Redondo, Valdano, el Tata Martino. Patear la pelota de goma, respirar profundo, aguantar las ganas cuando un auto pasaba e interrumpía el partido. En los pasillos de esa cuadra, sobre esos árboles nos escondíamos a diario para escapar de la pica que nos obligaba a contar. En esos pasillos también nos dimos tímidos besos con las amiguitas del barrio. En los cordones de aquella cortada fumamos los primeros cigarrillos que nos arrancaban náuseas.
Ahora estoy en la cortada, camino, me acerco a la casa del jardín marchito, detrás de las rejas verdes, en donde un duende de bonete rojo permanece indemne al paso del tiempo. Hay dos sillones blancos de metal, oxidados. Esa es la casa de la abuela de Marcos. Puedo recordarlo salir con el pantaloncito corto por encima del ombligo, tan alto que parecía que lo iba a ahorcar. Usaba esos lentes gruesos y venía con la bici cross, esa del manubrio largo, que no era una bici como la que tenían todos, era una bici que rayaba lo ridículo. Después Marcos crecería, y abandonaría los lentes gruesos para usar lentes de contacto y la cara se le volvería sagaz y adolescente. De ser el pibito de la bici cross “distinta” pasaría a ser un muchacho que haría suspirar a las pibas. Entonces recuerdo a Marcos aparecer con el pucho en la boca, hay unas plantas de rosas frescas en el jardín, y viene con la camisa abierta dejando el pecho al descubierto, y fuma y dice pelotudeces y te hace reir y planea la joda de la noche. Siempre fue un gran mentiroso. Cuando los lentes gruesos contaba historias de sus miles de tíos. Porque según él era así, tenía toneladas de tíos. Un tío que había ido a Malvinas, otro que había jugado en la primera de Central, otro que había sido desaparecido en la dictadura, e inclusive decía que tenía un tío que era astronauta. Cuando fue más grande su habilidad para mentir se transformó en un chamullo infalible para conquistar corazones y arrancar besos y polleras.
Ahora toco timbre en esa casa del jardín despojado. Se escucha el chirrido metálico que suena. Espero. Sé que tengo que esperar porque a la abuela de Marcos el reuma le ha endurecido las articulaciones, y entonces la pienso haciendo el esfuerzo de levantarse de la silla, bajar el volumen de la tele, caminar hasta la puerta, y por fin se asoma al ventiluz y me ve y sonríe y me hace seña con la mano de que va, ya va.
Camina por el sendero que separa la puerta de la casa hasta las rejas verdes y pronuncia palabras que aluden a la alegría de verme. Abre la reja. Su sonrisa es todavía más inmensa. Me da un beso, me palpa la cara como si fuera ciega pero no lo es, y vuelve agradecerme de que la haya ido a visitar. Le digo que pasaba por la cortada, que no podía dejar de pasar a verla.
Me parece ayer que se fue, me dice.
Le digo que a mí me parece lo mismo. Recuerda mi llanto el día que Marcos se subió a la trafic que lo llevaría a Ezeiza. Me da un poco de vergüenza, pero es verdad, aquella noche no pude aguantarme el llanto y se me salieron todas las lágrimas en el abrazo de despedida.
La casa de la abuela de Marcos huele a mate, a virgencita, a repasador, a almohadón, a azulejo, a camino tejido sobre la mesa; huele a palmerita. Esas mismas palmeritas que ella trae y pone en un platito sobre la mesa y me dice comé, comé, mientras camina, lenta por el reuma, para poner la pava al fuego. Tiene unas arrugas en la frente y alrededor de los ojos que me pareciera que tuvo toda la vida, desde que conocí a Marcos, desde que ella apareció en mis días como la abuela de mi amigo. Me doy cuenta que esas arrugas están más profundas y arraigadas. Me dice estás hecho un hombre, a lo que contesto, los años no pasan solos. Ella me da la razón, como si repitiera lo que dije, como si lo obvio fuera la verdad más absoluta y trascendente.
Trae la pava a la mesa, la tiene agarrada con un repasador porque está hervida. La abuela de Marcos siempre siempre hierve el agua de los mates. Y ella lo sabe, por eso la apoya sobre una tablita de madera y le saca la tapa y la deja enfriar antes de pasarme uno.
Decime una cosa ¿Hace frío allá ahora?, me pregunta.
Le digo que claro, que es al revés de acá. Que cuando acá hace calor allá hace frío. Ella me festeja diciendo que soy un sabelotodo, cuanto que sabés vos, que inteligente que sos. Y recuerda cuando Marcos y yo nos juntábamos a estudiar y yo le explicaba matemáticas. Porque era verdad, yo tenía facilidad para eso, así como él era un ganador con las minitas. La abuela vuelve a decirme que le parece ayer que se fue, y de paso se queja de De La Rua, y también un poco del país en que vivimos. Me pasa el mate. Le doy un sorbo. Ella insiste en que coma otra palmerita entonces me mando una a la boca, son ricas. Siempre fueron ricas desde aquellas tardes en que ella misma nos hacía la chocolatada o el café con leche.
Miro hacia la mesada y ahí está la vela, ahora apagada, que seguramente estuvo con la llama hasta el mediodía, junto a la estampita de algún santo que desde donde estoy sentado no alcanzo a distinguir. Entonces lo veo a Marcos, que aparece y le dice a la abuela, la convence de que si llama la novia no le diga que salió de joda con nosotros, con los pibes. Que le diga que ya está durmiendo, y ella se queja, le dice que es malo que la obliga a mentir. Marcos ríe, la endulza, la salamerea, y ella termina aceptando aunque el infierno se le venga encima. La miro, le digo que lo extraño a Marcos, que con los pibes siempre hablamos de él y a ella le brillan los ojos y sabe que le estoy diciendo la verdad porque éramos carne y uña.
Ustedes eran carne y uña, dice.
Entonces es invierno allá, afirma, y recuerda que Marcos tenía la piel de un lagarto. Hacía un frío de locos y él siempre en remerita. Me pregunta qué estoy haciendo de mi vida y le cuento que estoy terminando la facultad, que pronto voy a ser médico y ella vuelve a festejarme. A decirme que soy un bocho, que siempre lo fui. A ese vagoneta de tu amigo nunca le gustó estudiar, dice. Y también cuenta que siempre había hablado de Norteamérica, que siempre decía que se iba a ir para allá, que si lo dejaban un día en los casinos de Las Vegas se hacía millonario. Es verdad Marcos siempre estuvo fascinado con Norteamérica, hasta alguna vez supo tener una banderita en la mesa de luz, y decía que se moría por conocer Disneylandia y las torres gemelas.
A veces me parece verlo, me dice. Me parece escucharlo en la pieza preparándose para salir de joda con ustedes, o escuchando esa cumbia que tanto le gustaba.
Como en un acuerdo tácito nos paramos. Ella se me adelanta y abre la puerta de la habitación de Marcos. Tengo la idea de encontrar una habitación abandonada, con polvo sobre la mesa de luz, en el respaldar de la cama, en las repisas, pero no, nada de eso, las cosas están intactas; impecables, limpias e intactas como si estuvieran esperando a Marcos para que las pusiera en movimiento. La abuela mira el espejo.
Ahí, me dice, a veces me parece verlo en el reflejo y cuando me doy vuelta ya no está.
Pienso y me asombro de la mística, de los inescrutables prodigios de la nostalgia y la imaginación. A mí también me parece verlo. A la noche, en algún bar, me parece verlo entrar y sentarse a alguna mesa. A veces me pongo de pie, y a pesar de lo imposible, de lo absurdo de la situación, observo y me cercioro de que no es, no es Marcos. Lo mismo me pasa en los boliches, entre tanta gente a veces lo veo bailando, chamullando a alguna chica, o tomando alguna cerveza.
En el respaldar de la cama hay una gorrita colgada. Tiene una boca de los Rolling Stones. La abuela la agarra, la desprende con un movimiento torpe y lento, sonríe, se me acerca y me la pone en la cabeza.
Algunos gestos tuyos son iguales a los de él, me dice.
Y claro, si nos criamos juntos, alrededor de la misma gente, soñando las mismas cosas, aventurándonos en las mismas y cotidianas odiseas.
Un ruido.
Escuchamos un ruido.
Viene desde la cocina.
Ella y yo, nos miramos.
Y así, sin entender nada, sin atrevernos a preguntarnos demasiadas cosas, sin pensar en nada, sentimos la presencia, una presencia, como un campo de fuerza, como esa cálida sensación que nos transmite la cercanía de alguien amado. Ahí en la cocina. Como si alguien hubiera corrido una silla. Nos miramos. Nos sostenemos. Nos mantienen erguidos nuestras miradas que se anclan a lo que intenta ser real. La abuela estira el brazo, lentamente, y me apoya la mano en el hombro, y me pregunta, pero con los ojos me pregunta. Me pregunta si yo escuché eso, eso mismo que ella escuchó. Y me atrevo a decirle que sí con un gesto del mentón. Y nos quedamos así, ella con su mano en mi hombro, y son diez, quince, veinte segundos en que sentimos y no podemos negar esa presencia que nos envuelve casi hasta el mareo. Y así de repente, cesa. El sofoco se distiende.
Volvemos a la cocina. Los dos sabemos que no encontraremos nada al atravesar la puerta de la habitación y entrar en la cocina y es así, la mesa, las sillas, la pava, el mate, el almohadón, la vela apagada junto al santo, todo sigue igual, inmutable. Nos sentamos a la mesa. Ella dice algo acerca de que el agua del mate esta fría. Le digo que no importa, que ya me voy. Me ofrece otra palmerita, acepto para no ser descortés, y mastico sintiendo el hojaldre quebrarse entre mis dientes. Hay un silencio. Sé que ese silencio precede a una pregunta. Lo sé por la forma en que la abuela se mira las rodillas y mueve los dedos rígidos y tumefactos por el reuma. Levanta esos ojos que brillan y pregunta.
¿Vos crees que va a volver?
Es la misma pregunta que me hago todos los días, que nos hacemos con los pibes los fines de semana mientras le damos a una cerveza, es la misma pregunta que me hicieron algunas pibas que también lo extrañan. ¿Vos crees que va a volver? Y muchas veces lo dudo, muchas veces me da miedo la pregunta, muchas veces creo que no va a volver, pero después me convenzo y pienso y busco motivos, razones, certezas para creer.
Estoy seguro de que va a volver, le digo. ¿Vio la gente que vive en el norte en medio de los cerros? Tienen que caminar kilómetros para conseguir agua, pasan frío en invierno, y se mueren de calor en verano, si se viene un alud les pasa por encima. A pesar de todo ese siguen viviendo en el cerro. Por eso creo que va a volver. No sé si tiene mucho sentido lo que acabo de decir pero no importa, vuelvo a repetirle que estoy seguro de que va a volver, y me descubro convenciéndome a mí mismo más que a ella. Insiste en decir que el agua del mate está fría, amaga a ponerse de pie para calentarla, le digo que no, que ya me voy. Me paro, miro el platito con palmeritas, apenas quedan dos o tres. Siento ese olor de la casa de la abuela de Marcos, que era, que es el olor de Marcos. Me acompaña hasta la puerta, atravesamos el jardín, se me cruza decirle algo acerca de lo abandonado que está, pero no. Me trago la lengua, después de todo los años no vienen solos, y la frase vuelve a sonar a certeza. Me parece que el enano del gorro colorado me guiña un ojo y entonces sonrío, y ella me pregunta por qué sonrío, y le digo que me encanta verla. La abrazo, le susurro al oído, quédese tranquila que va a volver. Ella vuelve a palparme la cara, como si quisiera quedarse con el recuerdo de mi rostro en la yema de los dedos, por lo menos hasta que yo volviera a pasar por la cortada, hasta que yo inevitablemente volviera a visitarla.







Texto agregado el 02-08-2021, y leído por 85 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
05-08-2021 ¡Me conmovió! Martilu
03-08-2021 Una historia de amor, ausencias, nostalgias... La casa de la abuela de Marcos me recuerda a muchas otras donde el memoria de los nietos es al pilar diario, la espera prolongada... Mucha nostalgia, sí señor Shou
02-08-2021 Un relato que conmueve el corazón. Muy bien. Saludos. ValentinoHND
02-08-2021 Mucha nostalgia en este encuentro. Mialmaserena
 
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