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Entra en el bar, viste un sobretodo negro, lleva bajo el brazo una cartera, usa el pelo corto, algo despeinado. Cierra la puerta con sumo cuidado, haciendo un esfuerzo para sostenerla y que no se golpee. En la cara se le nota la tristeza, los párpados caídos, la mirada vaga y vidriosa, la comisura de los labios hacia abajo. Camina con la cabeza gacha entre las mesas como si fueran lápidas o cruces. Llega adonde yo estoy sentado. Le tiemblan los labios, algo va a decir pero no lo dice. Se sienta frente a mí.
Mami, le digo.
Ella hace un ademán con las manos como queriendo decir no pasa nada. Saca un pañuelo hecho un bollo. Se seca los ojos y se suena la nariz. Todos tenemos monstruos en nuestras vidas. A todos en algún momento algo ominoso y oscuro nos acecha. Ella no me lo va a contar. Lo sé, pero puedo imaginar todo lo que pasó aquella noche. Llamo al mozo. Le pido un café y ella hace una seña de que quiere lo mismo. Sostiene el pañuelo delante de ella como si aferrarse a eso la protegiera. Le digo que llegué hace unos días. Que lamento no haber podido estar en el velorio de papá. Ella mira hacia abajo. Le caen algunas lágrimas por las mejillas. Viene el mozo y apoya con sutileza los dos pocillos. Yo agarro un sobrecito de azúcar, muerdo la punta del sobrecito y endulzo el café. Mientras remuevo con la cucharita sé que ella no me lo va a contar, pero yo puedo saber con lujo de detalles hasta el ínfimo acontecimiento de aquella noche. Conozco a mi madre. Sé lo que ocurrió. La padecí toda la vida. Los monstruos son terribles, son como sombras, como acertijos que nos agobian, que nos empujan a hacer cosas, cosas que a veces lamentamos. Mi madre no me va a contar el miedo que le tenía al monstruo aquella noche. Estaban mi papá y ella acostados. Habían estado viendo una película en la cama, pero se habían aburrido. Apagaron el televisor. Mi padre le acarició los pechos y la panza, la buscó como quien busca a tientas una cerradura, pero ella no quiso. Mi padre se dio vuelta, chequeó los últimos mensajes de whatsapp en el celular y lo apoyó sobre la mesa de luz. Mi madre no me va a contar que ella sentía la presencia del monstruo cuando escuchó varios golpes metálicos. Era estampidos. Mi madre sintió el monstruo inmenso y amenazador. Los estampidos volvieron a sonar. La pieza se iluminó con un relámpago, después el trueno. El sonido del viento. Ella podía verle la boca al monstruo, la profundidad de sus fauces como una caverna, la corona de dientes verdosos y puntiagudos, la lengua calamitosa chorreando baba. Nuevamente los sonidos metálicos.
Tomo un sorbo del café. Mi madre continúa secándose las lágrimas con el pañuelo. Le tiemblan los labios. Vuelvo a tomar otro sorbo de café. Ella mira hacia abajo, apenas si levanta la vista para volver a posarla en el pocillo, en el plato, en la mesa, quién sabe dónde. Siento el impulso de preguntarle ¿qué pasó? La puta madre ¿qué pasó? Pero no voy a hacerlo, y ella tampoco va a contarme que mi papá dijo:
Es la puerta de la terraza que quedó abierta.
Ella tembló, pudo ver al monstruo, con sus tentáculos siniestros abarcándolo todo, entonces dijo:
Tengo miedo.
Yo también, dijo mi papá.
Andá a cerrar la puerta.
Hubo un silencio. El silbido del viento. Alguna luz tenue reflejada en el espejo de la habitación.
Dejémosla abierta, dijo mi papá.
Tengo miedo.
Mi mamá se tapó hasta la nariz.
Ahora está frente a mí. Para romper el hielo le cuento de Europa, de mi trabajo como médico, de los especialistas de fama mundial que conocí, de un gato que apareció en mi departamento, de la plaza donde iba a leer. Ella tiembla frente a mí, a veces se anima a mirarme a los ojos, un instante. Ella sabe que el monstruo no existe, es perverso, y es espeluznante, pero no existe. Me limpio la boca con una servilletita. Ella saca una libreta de la cartera. Anota algo y la vuelve a guardar. Va, otra vez, a decirme algo, pero no lo hace. No me va a contar que mi papá dijo:
No importa, un poco de viento, dejemos la puerta abierta.
Ella tenía espasmos en la cama, cada vez que la estampida metálica resonaba ella se sacudía. Podía ver al monstruo, una gran baba viscosa, la boca enorme, sangre. El monstruo gritaba y ella tenía escalofríos. Terror.
Andá a cerrarla, le dijo a mi padre.
Mi papá se acurrucó.
Dejala, dijo.
Ella ahora mira hacia afuera. Llovizna. Esta nublado. Pasa un camión de bomberos con la sirena a todo lo que da. En un momento tengo ganas de putearla. Tomo otro sorbo de café. Mi padre también era médico. Se recibió a los 44 años. Tuvo que poner el lomo desde chico y eso le impidió dedicarse de lleno al estudio. También le gustaba la parranda, hay que decirlo. A los 44, ni el cuerpo ni el alma le daban para bancarse las urgencias de una guardia o una ambulancia. Se dedicó a la medicina laboral, pero siempre quiso ser un gran neurocirujano. Acá estoy yo ahora, estudiando neurocirugía en Francia. También sé de monstruos. Quiero putear a mi madre, obligarla a que me cuente, con lujos de detalles, que me cuente que la puerta seguía golpeando, que el ruido metálico retumbaba en toda la casa, que el silbido del viento, que el monstruo omnipresente y amenazador se le metía por cara agujero del cuerpo. Ella insistió. Mi papá dijo que no tenía ganas de ir a cerrar la puerta. Vos siempre igual, dijo ella. Sos un vago de mierda. Y a papá le podías decir cualquier cosa menos vago, y menos de mierda.
-La puta madre – dijo.
- Hacé como quieras. Después vemos qué pasa. Ya veremos.
- ¡Voy! ¡La puta madre!
Mi padre pegó un salto desde la cama. A tientas caminó en la oscuridad. Encendió la luz de la cocina. Sobre la mesa pudo ver una cuenta de gas debajo de un tapper con frutas. La televisión estaba apagada. Los platos sucios en la pileta de la cocina.
Mi madre, ahora, frente a mí, no hace otra cosa que temblar. Yo termino mi café. Una familia entra al bar, la mujer lleva un paraguas que está cerrando. El paraguas chorrea agua. Afuera llueve. Hay viento. El viento arrastra porquerías en la calle. No sé qué estamos haciendo con mi madre. Yo espero que hable, pero ella no lo va a hacer. El monstruo la sigue visitando, negro y feroz, ella sabe que esta noche vendrá, encima hay tormenta. Cerrará la puerta de la terraza. Jamás olvidará cerrar la puerta de la terraza. El monstruo está al acecho, insaciable, hambriento. Mi madre no me va a contar que escuchó los pasos de mi padre subiendo la escalera. Que la puerta estaba abierta y un golpe de viento lo hizo tambalear, fue ahí, cuando sintió el ardor en el pecho, como si le hubieran prendido una bengala en el corazón, se llevó la mano al pecho, quiso sostenerse, y el monstruo se desparramó por toda la casa, y mi padre cayó de rodillas al suelo, la puerta aún abierta de la terraza, el viento, un grito, y el monstruo entrando para ocupar hasta el último rincón.
Me levanto. Dejo un billete debajo del pocillo de café. Me doy un beso en la mano y la apoyo en la cabeza de mamá. Camino esquivando las mesas como si fueran pozos, afuera llueve, y yo no traje paraguas.





Texto agregado el 19-07-2021, y leído por 58 visitantes. (0 votos)


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