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- ¿Por qué estás internado? – me preguntó la enfermera, se llamaba Jorgelina.
- Me escapé de mi casa para ir a vivir a una comunidad hippie en la quebrada de
Humahuaca.
Jorgelina era inquieta, se movía con cierta convicción, como si tuviera la certeza de que hacía las cosas bien, con el pelo negro enrulado que le caía sobre los hombros, dos ojos oscuros almendrados y una sonrisa capaz de encantar cien víboras cobras. Era gordita, le pasaba lo peor, encima de ser gordita no tenía tetas ni culo. Se parecía más bien a una heladera. Me traía la medicación por la mañana. Creo que eran unos calmantes porque después de tomarlos me sentía muy relajado y con ganas de volver a la cama y dormir hasta el mediodía que era el momento cuando daban de almorzar.
- ¿Y qué tiene que ver irse a vivir a una comunidad hippie con estar internado acá?
- No sé – dije.-Pero mis viejos y un psiquiatra decidieron que era lo mejor para mí.
- Estos psiquiatrones – dijo Jorgelina.
- ¡Está bien! ¡soy poeta! Y todos los poetas, los buenos, alguna vez estuvimos
internados por locos – dije.
- ¿Sos poeta? – me preguntó ella ladeando la cabeza.
- Sí ¡como Artaud!
- ¿Me escribirías un poema?
Después me acarició la cabeza como si yo fuera un perro desvalido.


Yo sentía algún rencor hacia mis padres por haberme internado, pero tal vez los comprendía. Yo tenía el nombre de un hermano muerto. Mi hermano había muerto unos años antes de que yo naciera de una rara infección viral. El psiquiatra había hablado de suicidio en relación a mí y creo que mis viejos no querían eso para mí ni para ellos. Además de que mi abuelo se había pegado un escopetazo en el paladar. Yo no puedo negar que pensaba en el suicidio cada tanto. La vida esperaba más de mí. El mundo esperaba que yo fuera médico o abogado, que tuviera una familia hermosa, un auto cero kilómetro, que vacacionara en Brasil pero no, yo quería fumar marihuana y escribir poemas. Era lo único que me importaba. Mi vida iba a cambiar mucho cuando saliera de la internación. Mis padres no sabían que probablemente y de cualquier modo yo no hubiera continuado viviendo en la comunidad hippie de la quebrada de Humahuaca. Mi novia había quedado embarazada, al menos eso parecía, porque tenía un atraso de cuatro semanas. No pensaba ponerme a trabajar de mozo o como administrativo en una sofocante oficina sino más bien iba a continuar con algo que solía hacer, subirme a los colectivos a ofrecer mis poemas a cambio de dinero.

Norberto era otro de los enfermeros. Tenía una sonrisa bonachona, los ojos siempre vidriosos y la nariz colorada lo que me daba la impresión de que empinaba el codo. Había estado casado y tenía dos hijos adolescentes. Ahora estaba solo. En realidad estaba coqueteando con una mujer que había conocido en un chat de solteros. Habíamos hecho amistad porque él era el enfermero de la noche y se ponía a ver televisión cuando todos se iban a dormir. Él me dejaba salir de la cama y clandestinamente quedarme a mirar tele con él. Le mostré mis poemas de amor. Me dijo que yo lo iba a salvar, que necesitaba que le escribiera un poema. Me dijo que se lo daría a la mujer que estaba cortejando. Él usó la palabra cortejando lo que me pareció antigua pero Norberto tenía algo de eso, algo de sobreviviente de otras épocas.

Un médico va a la universidad, hace los seis años, aprueba los exámenes y se recibe. Un ingeniero, un contador, lo mismo ¿pero un poeta? ¿Cuándo se recibe un poeta? Uno puede pasarse la vida escribiendo poemas ¿y? Empecé a escribir poemas porque soy feo. Alguien feo tiene que arreglárselas para robar besos a chicas lindas. Así que empecé copiando a Montaner, después a Sabina, y finalmente a Neruda. Me di cuenta que a las chicas les gustan los poemas cursis, no hay que venir con construcciones abstractas o con metáforas complicadas, no, no, las chicas quieren cosas como “voy a bajarte una estrella”, “te quiero desde lo más profundo de mi alma”, “todo el día pienso en ti”. Esas cosas. Yo me recibí de poeta cuando empecé subirme a los colectivos a ofrecer mis escritos a cambio de monedas. Ahí fui poeta. Los choferes al verme en la parada de la esquina decían: acá está el poeta. Los otros vendedores ambulantes también me decían el poeta. Fue un orgullo para mí. Y Ahora estaba en ese lugar, una enfermera y un enfermero me habían pedido poemas, y yo estaba dispuesto a escribirlos para que fueran directo al corazón.

Internados en el lugar debía haber veinticinco personas o treinta personas. El lugar no era oscuro o siniestro, no, para nada, era más bien como un hotel. Las camas eran de madera lustrada, las puertas. Había un pasillo ancho que daba a las habitaciones. Después había un living amplio con sillones y un televisor inmenso. El comedor tenía seis mesas con las sillas. A un costado estaba la pecera, es decir la sala vidriada donde deambulaban y trabajaban médicos y enfermeros. Yo hablaba con muchos de los otros internos. Miguel Palillo era un tipo divertido. Un delirante pero a mí me gustaba escucharlo. Decía que era un elegido por los extraterrestres para venir a la tierra a difundir la verdad. El amor era la esencia de la vida. En otras galaxias existían extraterrestres que utilizaban la energía del amor para hacer funcionar computadoras, aviones, trenes, autos, naves espaciales. Él se comunicaba con los extraterrestres por telepatía. Podía escuchar las voces de ellos dentro de la cabeza. Lo habían internado no tanto por lo que decía sino porque había intentado prender fuego el auto del hermano. Estaba también Hugo Pergamino, era ingeniero químico. Se pasaba horas del día cerrando y abriendo ventanas. En el lugar lo hacía con las ventanas que daban al patio. Manuel Centeno, tenía fobia a salir a la calle, era pálido y enjuto. Diego Arribo, no sé por qué estaba ahí, pero fumaba un cigarrillo detrás del otro como un condenado. Las locuras muchas veces son sutiles. Yo estaba ahí adentro y no me sentía loco ni era loco, había hecho cosas que no se encontraban dentro del orden familiar ni social al cual yo pertenecía; eso había pasado.

Las personas somos todas diferentes, es verdad, y cada uno de los internos era diferente al otro, pero teníamos en común que a todos nos gustaba la coca cola. ¡El triunfo del capitalismo! Todos nos desesperábamos por tomar coca cola, y cuando alguno conseguía una botella la compartía. Así que eso le pedí a Norberto. Le dije que yo le iba a escribir un poema para la mujer que a él le gustaba y que si ese poema lograba conquistarle el corazón, él debía comprarme 30 latitas de coca cola para repartir en el lugar. Norberto aceptó. Después empezó a contarme cosas de su vida. Que su ex esposa le había sido infiel, que él había llegado a la casa cuando ella estaba revolcándose con el pata de lana. Y que como ella no le abría la puerta, él había roto un vidrio de un puñetazo, cortándose la mano y dejándose una cicatriz que cada día le recuerda ese momento. Gran error el mío, me dijo. Después me contó que había tirado su anillo de casamiento al inodoro. Que le parecía un destino por demás de miserable para ese amor que pudo ser. Las mujeres siempre te cagan la vida, me dijo Norberto. Entonces le pregunté por qué quería ahora conquistar a otra mujer. Porque soy masoquista, me contestó.

Primero le escribí el poema a Jorgelina. Se lo di una tarde en que ella pasó por mi cuarto y yo estaba acostado leyendo a un Borges que nunca podría alcanzar. Me dio un beso en la frente y me dijo: sos un tierno. El poema decía cinco o seis frases cursis que le encantarían a cualquier mujer. Me hubiera gustado que me besara en la boca, pero no, no lo hizo. Después de eso se cortó. A pesar de que le había gustado el poema no me dio más bola. Yo interpreté que en realidad le había gustado tanto el poema que ahora no quería enamorarse de mí. Pero eso era mi vanidad, vaya uno a saber qué le pasó.

Dentro del lugar me vino a ver a un psicólogo. El tipo me preguntó varias cosas. Me dijo que seguramente yo tenía muchos sueños para mi vida, que era muy joven. Me preguntó si fumaba marihuana, le dije que no. Me dijo que la marihuana podía volverme loco. Le dijo que sí, que eso lo sabía, lo que no le dije es que no me molestaba volverme loco. Los poetas genios son locos. Después me hizo un test de símbolos. Eran unas planillas con seis símbolos y yo tenía que decir cuál era el que no hacía serie. Adiviné todos correctamente. Me dijo que yo era muy inteligente. Demasiado tal vez, pensé. Demasiado para este mundo, darse cuenta de ciertas cosas solo puede ponerte muy triste. Más tarde otro test. Unas manchas negras en unas láminas. El psicólogo me preguntó que veía. Yo veía mariposas, flores y corazones. Me dijo que yo tenía un gran lado femenino. Sin tapujos me preguntó si yo era homosexual. Le dije que no. Le dije que algunos hombres me atraían. Pero no era una atracción sexual, era admiración. Todos somos bisexuales decía Freud, eso sentencié.
Después hablé con un psiquiatra. Era un hombre grande, canoso, de lentes nacarados, con la boca pequeña y un bigotito hitleriano. Me preguntó qué pensaba hacer de mi vida. Ser poeta, le dije. Me dijo que él mismo había querido ser poeta. Me recitó unos versos de Lorca. Me dijo que si hubiera sido poeta se hubiera muerto de hambre. Yo no tengo problemas con eso, le dije. Haga algo de su vida, me dijo. Le pregunté qué pastillas me estaban dando. Me dijo que no me podía decir eso, que en su debido momento me iba a enterar. No insistí, a pesar de que supuse debía ser un derecho mío saberlo. Le recité un poema mío. Impresionante, me dijo. Haga algo de su vida, repitió. Resultó ser más amable de lo que yo esperaba. Traté de imaginarme lo que debía ser su vida, rodeado de locos, gente delirante, panicosa, deprimida, suicidas, obsesivos. Lo compadecí. Después pensé que tal vez no fuera tan aburrida. Tal vez era divertido. Yo atendí a Aldo Oliva, me dijo. Un gran poeta, agregó. Pero estaba muy enfermo. Yo había leído a Aldo Oliva, era un genio. ¿Y algún poema suyo?, le pregunté. A veces garabateo un par de líneas, me dijo. Pero nada que valga la pena. Después nos despedimos. Dijo que tenía ordenar mi vida, porque como estaba no iba a llegar a ningún lado.

No pensaba ordenar mi vida. Quería vivir, que todos los días me pasaran cosas distintas, todos los días conocer gente nueva, experimentar, enamorarme, frustrarme también, chocar mi cabeza contra muros despiadados, porque de la alegría y del dolor se aprende, de eso se trataba la vida, no la iba a ordenar, no iba a detenerme.

Escribí el poema que necesitaba Norberto para su enamorada. Lo leyó, me dijo que le parecía sensacional. A los pocos días me mostró una foto en el celular de su chica llorando de emoción al leer el poema. Me abrazó. Me consiguió las latas de coca cola y además pagó un asado para todos los internos. Un asado que debió hacerse al horno porque no había parrillero en el lugar. Aquel mediodía la luz del sol entraba radiante por las ventanas. Había un olor a carne al horno espectacular. Coca cola para todos. Por un momento nos sentimos orgullosos de estar locos, de no encajar en la sociedad, de estar encerrados ahí dentro. Finalmente mi novia no estaba embarazada, tuvo un atraso porque había hecho no sé qué mezcolanza con las pastillas anticonceptivas. Mis padres se pusieron contentos porque les dije que me iba a anotar en medicina. La vida se presentaba ante mí como un gran océano de experiencias, y eso hice, viví la vida a pleno, hasta unos años más tarde en que por esas cosas de la vida volví a estar internado en el mismo lugar. Cosas que pasan.



























Texto agregado el 15-07-2021, y leído por 82 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
16-07-2021 Excelente relato. Muy bueno, lleno de pequeñas anécdotas que le dan vida al relato. Saludos. maparo55
15-07-2021 Fue agradable leerte. Marcelo_Arrizabalaga
15-07-2021 Seguís escribiendo cosas buenísimas. Abrazo. MCavalieri
15-07-2021 Me encantó. Mialmaserena
 
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