Con aquella mujer era fácil; bastaba con hacerse el bueno. Que alma cándida: amaba la bondad- o su apariencia- por encima de todo. Bastaba con parecer un buen chico para abrirte el corazón. Luego; una vez dentro, ya te podrías manifestar, ser tú mismo. Y tenías las puertas del cielo abiertas, pues lo daba todo. Estatus, belleza, sabiduría, tranquilidad, envidia del prójimo; vamos, todo. Por decirlo brevemente, era una susceptible de la bondad.
Sólo había que hacerse el bueno. Mi especialidad. Un poco de teatrillo acondicionado a las circunstancias de tiempo y lugar, y a triunfar.
Pero hete aquí, que también era un hueso duro de roer, y en cuanto me abalancé repentinamente ante aquel rico manjar, puse de manifiesto mi auténtico yo libidinoso, y se desmoronó toda la estructura que tenía montada. Un poco exageradamente, quizá, durante siglos amasada venía, y en cuestión de segundos cayó. Todo aquel montaje por el que uno no era uno sino otro se desmoronó en cinco segundos. Fue caérsele la llave del piso y agacharse por ella, mostrando todo aquel escaparate, para hacerme perder el control sobre la película que le venía mostrando. Aquel brote de lascivia no venía en el papel. Y así fue cómo, mostrándome mi verdadera faz concupiscente, perdió interés sobre aquella fachada almibarada y sentimental. A ver cómo encajaba toda aquella preocupación por el prójimo que sabiamente había ido dosificando durante toda la tarde, con el instinto primario que había brotado espontáneo ante aquella rozagante visión. Y no era que la chica fuera provocativa: sólo que al agacharse, la perspectiva que ofrecía me traicionó.
Vade retro- me dijo-, y con la puerta en las narices me soltó. Desde entonces soy otro. Hay quien dice que mejor.