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Cuando conocí a Doris supe que era mi alma gemela. Estábamos destinados a estar juntos. Todo apuntaba a que estábamos hechos el uno para el otro: Nos conocimos ya habiendo cumplido los treinta años, nuestros gustos se parecían en unas cosas y eran distintos en otras por lo que nos complementábamos bien. Nos perdonábamos, nos soportábamos, y sobre todo, éramos causantes de la felicidad del otro. Forjamos un compromiso inquebrantable. Nadie se sorprendió cuando nos casamos y prometimos frente a nuestros invitados amor incondicional eterno. Prometimos estar unidos para siempre.

Después de hacer el amor la noche de nuestra boda, en nuestra cama y casi a punto dormir, Doris me dijo que tenía “qué confesarme algo”. No había en mí ese nervio o ansiedad que se vive con cualquier pareja después de escuchar esas palabras. Solo me dispuse a escuchar lo que sea que tuviera qué decirme, seguro de que fuera lo que fuera, aun si malo, podría sobrellevarlo.

“Primero que todo: no nos separaremos nunca”; lo prometimos. Me besó. Tomó mi nuca mientras recorría mi boca y mi cuello y bajó sus manos por mi espalda. Respondí su beso con otro beso poderoso. Enseguida le pregunté que qué era eso que tenía qué confesarme. Y me confesó: “Vida mía. Ay, vida mía, tienes que ser muy fuerte y amarme mucho más de lo que lo haces, para permanecer unidos”.

Me dijo que por las noches padecía de ataque epilépticos fuertes, pero que no era cosa de médicos, que era más bien cosa de los espíritus. No dije nada, solo escuché atento sus palabras. Tampoco tuve que esperar mucho para averiguar de lo que hablaba. Esa misma noche tuvo un ataque terrible. Con sus ojos en blanco balbuceó cosas ininteligibles. Perdió la fuerza de sus piernas y brazos por lo que yo tuve qué sostenerla para que no se lastimara. Eso fue lo común durante unos cuatro meses. Después las cosas empeoraron. Despertaba agitada y daba gritos. Se aventaba contra la pared y ahora, sus palabras se hicieron palabras que se podían entender. Su voz era gruesa y se identificaba con el nombre de Dor, un ser que la atacaba desde el terreno espiritual. Me dijo que cuando tuviera los ataques, yo le tenía qué susurrar palabras dulces y la abrazara. Que solo así Dor se calmaría. Aquellos ataques se hicieron cada vez más fuertes y violentos, se golpeaba contra el suelo y chillaba, se arañaba y aullaba. Dormía cada vez menos.

Estuve todo el tiempo con ella, abrazándola cada noche que lo necesitó. Nadie la pudo ayudar. Ni yo. Doris murió el pasado invierno.

Poco antes de morir, con la cara pálida y el cuerpo destrozado, me hizo su última confesión: “German, mi vida. Nos volveremos a encontrar. Siempre estaremos unidos, por toda la eternidad, en cualquier tiempo y de cualquier manera. German, cuando me muera voy a poseer el cuerpo de la mujer de la que te enamores. Entonces, tú tendrás los ataques violetos. No me confieses nada hasta la noche de bodas. Y cuando estés a punto de morir, confiésame lo que te confieso ahora mismo yo. Después el ciclo se repetirá por siempre, tú poseerás el nuevo cuerpo del que yo me enamore y así por siempre”.

Durante el verano me enamoré de Julia. Mañana nos casaremos y tendré qué confesarle parte de mi secreto.

Texto agregado el 11-01-2021, y leído por 168 visitantes. (8 votos)


Lectores Opinan
15-01-2021 Creo que no debías casarte,ya que la persona que va a estar contigo,sufrirá lo mismo que sufriste Mejor seria,que esa cadena de sufrimiento la cortaras y no te convirtieras en un eslabón mas. Me gusto mucho.Es atrapante;pero siento así***** Un fuerte abrazo Victoria 6236013
12-01-2021 Sí. Solo una parte. godiva
11-01-2021 Valor con los vampiros de vida! Buen cuento Héctor, muy entretenido e ingenioso. Saludos, sheisan
11-01-2021 Escalofriante texto amigo. Es una manera muy dura de obtener eternidad. Yo paso.. . Je cinco aullidos mortales Steve
11-01-2021 El sacrificio no lo hacía él cuidándola, lo hacía ella aguantando los ataques. Tendrías que pensar un libro con tus textos infinitos. Qué bueno es encontrarse estas cosas en una mañana de lluvia y café. Abrazo. MCavalieri
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