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El artista de lo inmóvil está fascinado con la ilusión de lo inmutable. En un mundo donde todas las cosas cambian espontáneamente, él ha descubierto que los únicos valores imperecederos están en las estatuas de los parques y las alamedas, donde los grandes hombres del pasado conservan para siempre alguna virtud olvidada, y son, de esta forma, las únicas personas en las que se puede confiar.

El artista de lo inmóvil sueña con ser, algún día, un monumento; no importa si de cuerpo completo, o sólo un busto. Con la mirada perdida en la nada, proscrita la violencia del movimiento, y el lenguaje corporal imposible de ser malinterpretado, el artista de lo inmóvil sueña con la perfección de la inmortalidad.

Por lo pronto, cada día se levanta muy temprano y se viste con un traje digno y probo; luego, llega a la plaza principal de la ciudad, y en medio de ella se para, acallando cada latido de vida de su cuerpo. Ni los calores del día, ni la gente que pasa a su lado ni la que se detiene a observarlo, ni los pájaros que se posan sobre sus hombros o su cabeza, ni el frío de la noche, ni siquiera las lluvias que a veces caen sobre la plaza (posiblemente, sobre toda la ciudad; tal vez sobre toda la región; quizás sobre todo el país; improbablemente sobre todo el mundo) logran arrancarle el más pequeño temblor, desviar su mirada, cambiar su postura. Lo único que a veces lo hace vacilar —oh, sólo interiormente— es ver a algún prosaico espectador buscar a su alrededor un sombrero o vasija donde depositar algunas monedas.

La última mañana de su existencia, el artista de lo inmóvil llega a la plaza como de costumbre; como de costumbre se para en el centro de ella; como de costumbre pasan ante él la gente, los pájaros y los calores (esa mañana no llueve, y es muy temprano para que haga frío). Pero lo que no es usual, es que alguien que no vive en esta ciudad (tal vez tampoco en esta región, quizás tampoco en este país, pero definitivamente en este mundo) está sacando una cámara fotográfica. Completamente indefenso, el artista de lo inmóvil lo ve parado frente a él, apuntándole con la lente de la cámara como si se tratara de la mira de un rifle de alto calibre. Lo más terrible es que el rostro del espectador —cubierto parcialmente por la cámara— no le hace suponer al artista de lo inmóvil que este hombre sepa el mal que está a punto de causarle. Porque la razón de ser de una fotografía es inmovilizar el movimiento, eternizar un instante imposible e inédito. Una imagen inmóvil del artista de lo inmóvil no debería existir, porque esa imagen sería la perfección que el artista de lo inmóvil aspira, la perfección que jamás podría alcanzar (por más que la gente que lo ha visto diga lo contrario), y la perfección es única: sólo podría estar en la imagen, o en el artista. La imagen inmóvil del artista de lo inmóvil es el mismo artista: si esa imagen existe ahora en una fotografía, el artista de lo inmóvil ya no tendrá razón de existir, ya no podrá existir.

El espectador se ha quedado inmóvil, dilatando indefinidamente el momento del disparo; tanto tiempo, que el artista de lo inmóvil piensa si no estará compitiendo con él, demostrándole que la perfección de la inmortalidad es una tarea al alcance de cualquier ser humano. Poco a poco, el artista de lo inmóvil siente que la inmortalidad se le escapa de las manos: comprende que ya no está inmóvil a causa de la suprema elección de su voluntad, sino por el temor de los simples animales, a la vista del cazador; poco a poco, el artista de lo inmóvil vuelve a ser un hombre intrascendente, condenado a la mortalidad.

El leve crujido de la cámara, la lágrima que brilla en el ojo del artista de lo inmóvil, y su primer paso, son simultáneos. Atónitos, los espectadores (incluido el hombre de la cámara) ven cómo el que fuera el artista de lo inmóvil se aleja por la calle que lleva fuera de la plaza (y que, con toda seguridad, lleva fuera de la ciudad; con alguna desviación, a causa de los accidentes del terreno, lleva fuera de la región; muy probablemente —porque nadie jamás en el pueblo la ha recorrido tan lejos— lleva fuera del país; pero que sólo para el que fuera el artista de lo inmóvil, lleva fuera del mundo). Lentamente, los espectadores (menos el hombre de la cámara, que ha abandonado la plaza para seguir su recorrido por la ciudad, tal vez luego por la región; quizás luego por el país; improbablemente luego por todo el mundo) lo ven desaparecer, y luego regresan a sus ocupaciones cotidianas.

Pero el que fuera el artista de lo inmóvil sigue caminando (fuera de la vista de la plaza, la ciudad, la región, el país y el mundo). Sabe que la muerte lo alcanzará mientras sigue caminando, porque su orgullo le impide detenerse: se moriría de vergüenza si, después de lo que le ha pasado, tuviera que quedarse inmóvil.

Texto agregado el 03-01-2021, y leído por 66 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
04-01-2021 Muy original. Creativo. Marcelo_Arrizabalaga
 
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