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Abrió los ojos y descubrió que su vida no estaba expuesta a cambios: la misma ventana sucia en el mismo departamento minúsculo en el último piso de un edificio gris en un barrio de mierda. A veces la muerte ofrece mejores opciones, pero nadie se quiere morir. Salió del colchón tirado en el suelo al que llama cama y fue al baño. Se miró en el espejo. La misma cara de idiota. Cagó y mientras lo hacía pensó que tomar un café no sería mala idea, el problema es que no tenía café. En ese departamento lo único que había eran libros, muchos libros, una mesa, una silla, un colchón, un foco y un idiota que sobrellevaba su existencia entre la ficción de las historias que leía y una realidad que le ha dado muchas patadas en el culo.

“Debería salir a la calle”, pensó mientras se limpiaba el culo.

Era miércoles, un día de trabajo en una ciudad gris con geometría lineal y gente caminando como hormigas. Hacía mucho sol y calor. Jovas odia los días soleados porque el calor se queda pegado en la piel y en el asfalto, una combinación que le hace sentir que la ciudad se lo come. Caminó entre la gente como lo hace alguien que se deja llevar por el paso de los otros. El ruido, ese ruido que nunca se calla, una combinación de motores bramando, de personas hablando, de pájaros que cantan, de sonidos que no le importan a nadie. Después de caminar y mirar en el vacío Jovas recordó que había salido por un café, o mejor dicho, en busca de alguien que le invite un café. No es fácil vivir sin dinero, o con muy poco.

¡Jovas!

Era su amigo Lagrimita, el payaso callejero que hace chistes y a veces actúa de mimo por unas monedas de los transeuntes.

¿Qué haces por acá mi buen y estimado amigo ?

Jovas comenzó a sospechar que algo le hacía falta al payaso, pero, fuera lo que fuera, si salía un café, ¿por qué no?

- Hola Lagrimita, ¿todo bien?, voy de paseo, ya sabes, para ver cómo pinta el día.

- Pues pinta medio mal para mí. La gente no le pone atención a mis chistes, típico de un miércoles, así que solo me queda actuar de mimo, pero para eso hacen falta dos, uno de mimo y el otro pasa el sombrero para recolectar las monedas.

Jovas sospechaba lo que quería pedirle Lagrimita, pero un favor no se paga cuando se ofrece gratis, así que guardó silencio.

- Y pues supongo que no tienes nada que hacer - continuó Lagrimita -, así que, si quieres puedes ayudarme y nos repartimos la ganancia, ¿qué opinas?

Jovas aceptó sin escatimos.

- Mira Jovas, te pones con el sombrero en la mano aquí, sonríes, pero no sonrías como si te agradara hacerlo, más bien como se sonríe en lugar de llorar para que la gente sienta la necesidad de darte dinero. Pura sicología de trabajo, mi Jovas, experiencia que se necesita para saber que al respetable público no le gustan los payasos felices.

- Pero yo no soy un payaso - respondió Jovas.

- No lo eres, pero lo serás para esta función. Toma este color rojo para tus cachetes y tus labios. Date prisa que así es el choubisnes.

Jovas se pintó la cara de rojo y mientras lo hacía pensaba en que podían existir soluciones más sencillas para obtener una taza de café, pero ya estaba metido en el asunto. Cuando Lagrimita lo vio a su mismo nivel se le acercó.

- Ya sabes, mientras yo les aplico las técnicas mímicas que aprendí del maestro Marcel Marceau tú les aplicas la técnica de la lástima de las que eres un maestro.

Sabias palabras de un payaso callejero, pensó Jovas. Quizás la vida no le ofreció la oportunidad que se merecía, la de trabajar en un buen circo o de dar funciones en fiestas infantiles. Hay personas con talento que tienen mala suerte y personas inteligentes que actúan como tontos. El talento y la inteligencia no garantizan el éxito en la vida porq…

¡Jovas, ponte las pilas que ya comenzamos!

Lagrimita comenzó a hacer movimientos extraños con su obeso cuerpo, como una víbora marina. Los transeuntes pasaban a su lado sumergidos en sus pensamientos. Entonces Lagrimita aspiró profundamente e imitó los pasos de una persona que pasó justo en ese momento frente a él. Caminó detrás suyo esforzándose por imitar sus movimientos ofrenciendo un triste cuadro plástico. Las pocas personas que pusieron atención a la función de Lagrimita lo hacían con desconcierto. Jovas observaba a su amigo persiguiendo a un incauto y lo que la realidad le mostraba era a un gordo idiota pintado de colores payasísticos acosando a un inocente con sus movimientos ridículos antes de perderlo de vista porque Lagrimita lo perseguía hasta la próxima esquina, luego lo veía regresar detrás de otra persona ocupado en el inútil intento de imitar a su nueva víctima.

- ¡Pide dinero! - le gritó Lagrimita, con acento exasperado. Luego siguió caminando detrás de su sujeto de inspiración imitando su manera de caminar, o por lo menos eso intentaba, hasta perderse entre la gente que transitaba en la acera.

Jovas decidió que una taza de café no exigía tanto esfuerzo. Además su vida ya le ofrecía suficientes motivos para sentirse ridículo, así que no necesitaba buscar situaciones extras. Dejó el sombrero en el suelo y se marchó.

Caminó hasta su edificio con paso ligero. Ya no necesitaba una taza de café, lo que necesitaba era su colchón y alguno de sus libros. Por el camino observó el contraste de las sombras reflejadas en el gris de las calles. Se puso a pensar sobre las posibilidades que tenía cuando salió a buscar una taza de café y sobre las posibilidades que tenía Lagrimita para ganarse unas monedas con el talento que creía tener y que nunca ha tenido. En ambos casos se trataba de una cuestión de suerte, porque al final es la suerte la que decide. Lo que cuenta es ser feliz, pensó sintiéndose una mierda.

Una vez en su departamento suspiró fuerte, no porque se sintiera aliviado sino por la cantidad infinita de escalones que había tenido que subir. Antes de echarse en su colchón para leer fue al baño a orinar. Se miró en el espejo y descubrió que había olvidado quitarse el color rojo payaso que tenía embarrado en el rostro.

Texto agregado el 01-01-2021, y leído por 137 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
02-01-2021 Me pregunto por qué necesitamos la ilusión del logro. Cuántos otros tienen que devolvernos una imagen digna de nosotros mismos para que podamos vivir en paz. O tal vez la pregunta no es cuántos, sino quién. La obra maestra en el cajón se vuelve inexistente, el conocimiento no traspasado volátil. Será otra vez la ilusión de persistir, trascender la muerte? O es más precario y fútil? eride
 
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