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Nunca habíamos visto el mar, y a la edad de nueve y ocho años respectivamente, nuestros padres decidieron que había llegado el momento para pasar nuestras primeras vacaciones en la playa. Alquilamos una casa en el centro de Villafermosa, a pocos kilómetros de la costa, muy cerca de la playa de San Miguel, donde se decía que el arcángel había salvado a varios turistas de morir ahogados, si bien nuestra primera visita a la playa fue a la de San Rafael, donde otro arcángel hacía la competencia al anterior, y se disputaban cada verano el título de playa más segura. Fue allí donde Inés y yo vimos, tocamos y disfrutamos por vez primera del mar, reímos en cada ola intentando saltarlas cuando venían a romper a la orilla. Creo que nuestros padres escogieron aquella playa por los santos; después de todo de las leyendas siempre se dice que esconden algo de verdad,… y nosotras éramos jóvenes e inexpertas, niñas de ciudad sin mar.


Para Inés y para mí, el verano se había vuelto de tonos naranjas y amarillos, y de verdes de la esperanza de futuras vacaciones en la playa, de planes para los próximos años. Abandonábamos así una existencia monótona y repetitiva de vacaciones transcurridas irremediablemente en el pueblo de mis abuelos, calor y familia en una misma casa, pueblo recio castellano, de piedra ocre y marrón durante el día, fresco y gris por las noches, …en el interior ya se sabe.


Una mañana de olas y risas en la playa de San Miguel, nuestros padres nos anunciaron que vendría un hermanito para la primavera siguiente. Nuestra alegría se mezcló con la sospecha de que no volveríamos a la playa, un niño pequeño requiere muchos cuidados, y es incompatible con la arena, con las olas, y con un costoso alquiler de casa estival a escasos metros de la playa.


La primavera siguiente nos llegó en tonos azules con el nacimiento de Raúl, y una más allá se volvió rosa, y así llamamos también a nuestra hermana más pequeña. Después de ella mis padres ya no tuvieron más hijos. Nuestra casa de Madrid volvía a oler a polvos de talco, a pomadas y a cabeza de niño recién mamado, olores que yo no recordaba sino en el subconsciente, a Inés nada más le llevo un año, pero esas cosas permanecen, aunque uno no se dé cuenta.


Raúl y Rosa crecieron muy deprisa, y nuestros padres pensaron que era buen momento para una nueva excursión a la playa, y con cinco y cuatro años los dos pequeños se embarcaron en una aventura parecida a la nuestra varios años atrás. Eligieron la ribera de Viña de Mar, y allá se fueron los dos, con su diminuta maleta cargada de ilusiones, de consejos, y de recuerdos de Inés y míos, que les hicimos el equipaje a golpe de memoria, de risas, de historias y anécdotas de aquel primer y único verano en la playa, se lo pusimos todo bien apretado en el corazón y en la memoria para que no se olvidasen de nada. A nosotras, este segundo viaje nos pilló ya mayores y para colmo en temporada de exámenes, así que nos quedamos en casa, entre libros de todas las materias del bachillerato. Era un fin de semana largo, puente de primero de mayo. En Madrid lucía la luz del sol... y la del flexo sobre los apuntes.


No así en Viña del Mar. Nuestros padres habían reservado una habitación en un espléndido hotel, planta dieciséis, vistas a la playa y a los demás edificios de hoteles apartamentos de la zona, litoral superpoblado, tiranizado por el turismo de masas. Aquella costa de mis hermanos pequeños nada tenía que ver con nuestra lejana playa de San Miguel, ni las sombras que aquellas moles proyectaban sobre la arena, con la luz y el sol ardiente ni con la pequeña sombra de aquella sombrilla familiar que quedaba en nuestro recuerdo.


La primera tarde Raúl y Rosa corrieron con todas sus ganas arena adentro, hasta llegar al borde. En ese punto, un grito de la madre los detuvo: no era momento para baños. Se mezclaban en un cóctel de difícil trago el día nublado y el miedo tenaz innato en todas las madres de pensar enfermos a sus hijos. –Mañana. Volveremos mañana y podréis bañaros, mañana habrá sol.


Los padres no deberían prometer nada sin consultar antes al hombre del tiempo. Aquella noche no paró de llover, y no hubo mañana para Rosa y Raúl. Desde la habitación del piso dieciséis niños y padres oyeron rugir el mar y aullar el viento en la oscuridad exterior. A la mañana siguiente, con el diluvio comenzando a remitir, reempaquetaron las cosas, las ilusiones frustradas, los consejos baldíos de sus hermanas mayores, los cubos y las palas sin estrenar, las maletas que no habían tenido tiempo de deshacer,… y regresaron a casa. La prometida mañana de playa tuvo que esperar para Raúl y Rosa. Y se les quedaron intactas las ganas de abrazar el mar, de meter pies y manos en aquel agua mezcla de verde y azul y gris, roto el sueño por una noche de tormenta.



Para Inma, que me regaló esta historia

Texto agregado el 03-10-2004, y leído por 1104 visitantes. (8 votos)


Lectores Opinan
24-01-2005 Me gusto mucho tu historia, mis estrellas para vos. peinpot
01-12-2004 Como deja entrever akim, a los que tuvimos un mar cotidiano en nuestras vidas nos inmiscuyes en otra realidad muy diferente. Precioso texto, Malomo
14-10-2004 Gracias por compartirlo... la lectura atrapa la mente, y pude ver a esas niñas correteando y a sus miradas frustradas observando la tormenta que les robó la incursión esperada... Un abrazo. neusdejuan
14-10-2004 No importa tanto, al menos para mí, que haya un final sorpresivo y lleno de agudeza como que me sienta transportado de manera suave y real al tiempo y el espacio relatados. Tu cuento lo consigue sin dificultad. Felicitaciones y estrellas graju
14-10-2004 La historia es un bonito recuerdo, la forma de contarlo es perfecta, sencilla y puntual, asi da gusto leer. Saludos. nomecreona
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