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Juan Sebastián Echandía Gómez, siempre tenía la misma ruta para ir al trabajo. Cuatro días a la semana se iba en su carro, y el restante, debido al “pico y placa”, se transportaba en bicicleta. A Seis cuadras de su casa, en ocasiones, cuando no contaba con la suerte de encontrarlo en verde, lo paraba el primer semáforo en su ruta. Y la mayoría de las veces, faltando unos diez minutos para las siete de la mañana, hora de entrada en su oficina, en esos cuarenta segundos o menos en que se encontraba retenido por la luz roja, podía apreciar a su derecha, frente a una casa mediana con reja, garaje y dos pisos, la misma escena: un mendigo, joven, que en su rostro de alguna manera daba señas de haber tenido un pasado benévolo, tal vez con la dicha de haber disfrutado de los cuidados y la compañía de una familia, de una casa y otras tantas dichas o motivos que le podría llegar a tener a uno anclado a una vida alejada del punto en que había caído: se podría decir que casi había tocado fondo por su dependencia total a todo tipo de drogas.

El joven mendigo siempre se encontraba sentado en el andén, frente a esa casa, fuera de la reja, esperando que la altruista señora que vivía en ella, como de costumbre, le alcanzara algo de comer para el desayuno. Como el tiempo en que Juan Sebastián duraba detenido por el semáforo frente a la escena era, como se había mencionado, de máximo cuarenta segundos, no pudo en los primeros días llegar a descubrir en qué terminaba todo aquello.

En ocasiones, mientras continuaba su camino, recordaba la vez que de manera similar a la señora esa, sintió compasión por “el loco”, quien le dijo que tenía hambre, y entonces Juan Sebastián le sacó un buen pedazo de queso chitagá con una mestiza de quinientos.

El loco frecuentaba el vecindario de Juan Sebastián, que quedaba junto a un parque donde a veces dormía. Pero además de dormir, al parecer conseguía la droga, se la aplicaba y pasaba el tiempo del efecto. Y todo esto no sería incómodo para los demás, si el efecto no incluyera gritos que no dejaban dormir por las madrugadas, que además herían los oídos de los más conservadores al tratarse de cuantos insultos puede permitir el castellano. A Juan Sebastián le molestaba lo primero, pues tenía que madrugar todos los días entre semana a hacer el desayuno de sus hijos y su esposa, y alistarse para ir a trabajar. Ya se había dicho que entraba a las siete.

Al día siguiente del queso chitagá y la mestiza, el loco llegó sin camisa, y con hambre. Juan Sebastián le dijo que no tenía comida, pero que le podía regalar una camiseta, aunque en ese momento no llegó a su mente qué camiseta regalarle, así que cuando fue a su habitación a buscar una, dudó un poco porque todas las que había las usaba, así que se vio obligado a decidir rápidamente.

Al tercer día el loco timbró de nuevo, muy temprano, mientras Juan Sebastián estaba en el “corre corre” diario de despachar los niños para el colegio e intentar desayunar y no llegar tarde al trabajo. De nuevo estaba el loco sin camisa, y no dio razón cuando Juan Sebastián le preguntó por la que le había regalado el día anterior. Lo más posible era que la hubiera cambiado por una dosis de droga barata, o que en la locura del efecto la hubiera botado. Porque en realidad no era loco, pero durante el efecto diario de las drogas parecía. Ese día, el joven altruista, viendo que él mismo, que lo tenía todo, hubiera apreciado unos dos años más esa camiseta; que el loco ya lo estaba “cogiendo de parche”, que se hacía tarde para despachar a los niños y para salir trabajar, que su esposa le venía reprochando esas acciones que hasta podían poner en riesgo a los niños a la hora de subirse al transporte escolar, que el conductor de la ruta miraba al loco con desconfianza, en fin, que se lo había ganado; le dijo que no tenía comida ni ropa. El loco lo miró con algo de fastidio, y le dijo “todo bien” antes de irse. Juan Sebastián recordó cuando una vez, aún soltero, en el parque de Las Palmas, un indigente paisa le había dicho que si uno de ellos le decía a uno “todo bien”, era que a partir de ese momento lo consideraba su enemigo. En cambio, si le decía “todo enbi”, era que todo estaba bien. Pero no tuvo tiempo para preocuparse por eso en exceso. Total, una semana después, de alguna manera el loco se había escondido en el jardín, y había aprovechado un segundo para meterse en la casa y sacar un computador portátil. Lo alcanzó a ver cuando hizo ruido para abrir la puerta principal y salir corriendo con algo dentro de la camisa. Luego extrañaron el portátil. Y lo que más dolió fue haber perdido las fotos, toda una historia en fotos de sus últimos quince años, de las que no tenía una copia de seguridad, a pesar de haber pensado muchas veces que debía hacerla para cuando algo así pasara.

Todo esto la pensaba mientras llegaba a la oficina, y por esa razón llegaba a desaprobar la actitud de la señora, pensaba en que en algún momento algo así le llegaría a pasar también a ella, algo así que terminaría por apaciguar completamente el remordimiento por no seguir ayudando a esa gente. Tarde o temprano ese joven indigente iba a terminar traicionando la confianza de la señora, de tal forma que no volviera jamás a darle desayuno. Definitivamente en alguien tan llevado no se podía confiar.

Sin embargo pasaba el tiempo, y le escena se repetía. Algunas veces la señora era ruda en la forma en que le hablaba, pero él se aguantaba, tal vez para no perder su desayuno diario, que igual, al menos eso, tenía asegurado. Otras veces la señora se mostraba más dulce, pero siempre le daba su desayuno. Y no en la mano, ni en platos desechables, siempre era en una vajilla de porcelana. Y no una porción el desayuno que llegase a sobrar (iba descubriendo Juan Sebastián con el tiempo), se pensaría que era exactamente el mismo desayuno que estaría tomando allá dentro de la casa la familia de la señora.

Cada vez que Juan Sebastián pasaba por ahí, trataba de descubrir algo nuevo que le permitiera comprender como esa relación había durado tanto tiempo, pues la de él con el loco había durado tres días, cuatro con el día en que lo logró robar. Pero en este caso el indigente seguía esperando y la señora, paciente, seguía dándole desayuno.
Tanto pensaba Juan Sebastián en el asunto, y tanto le molestaba no hallar situaciones nuevas que le dieran más pistas para poder proyectar la forma en que todo este asunto iba a terminar, que empezó a cambiar el horario. Al principio no tuvo problemas en la oficina, pues comenzó a salir más temprano de la casa (cosa que no era fácil), pero lo logró, al menos cinco minutos antes. Pero eso no le dio nuevas pistas: a esa hora el indigente estaba sentado, esperando en el andén. Entonces empezó a salir más tarde, de manera que llegaba al semáforo cinco minutos antes de la hora de entrada al trabajo, lo cual le implicaba llegar cinco minutos tarde al mismo. Pero bueno, para que a uno lo echen de un trabajo, tendría que llegar mucho más tarde, y muchas veces, y tendrían que comprobarlo y además advertirlo por escrito; así que jugó con todas esas variables, esperando el día en que algo nuevo pudiera ser advertido.

Hasta que, como al que sabe esperar y hasta arriesgar, le llegó el día en que percibió algo nuevo. A partir de ahí no volvió a llegar tarde al trabajo, y a partir de ahí vio al mendigo con más compasión y a la señora con más respeto. Lo que percibió fue una conversación, o mejor dicho, el corto final de una conversación, justo cuando el mendigo, sucio, mocoso y carchado, se levantaba del andén y devolvía la vajilla de su desayuno a través de la reja:
- Y cuando me prometa que no se lleva nada, lo dejo bañarse, mire como está de cochino –, decía ella.
A lo que el joven mendigo respondía, sumiso: - bueno, mamá -.

Texto agregado el 02-05-2020, y leído por 355 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
03-05-2020 Este relato tiene un buen argumento. Muy conmovedor, el autor ha jugado bien con los recuerdos del personaje. Felicitaciones. LO MALO: le faltó una mejor redacción, corregir faltas narrativas como que los números se escriben en letras salvo los años, corregir faltas gramaticales como “lo podrían llegar a tener” pues lo correcto es “le podría llegar a tener”; y otros tantos errores. Enrique_Orellana
 
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