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EL DÍA QUE ME PERDÍ
1

E
L día que me perdí era un día normal en el que estaba jugando con mis amigos y con mis hermanos en la calle. Nada me inquietaba, no pasaban autos de la policía ni se escuchaban las sirenas de las ambulancias.
En esa calle estaba mi casa. No era lo que todos podrían definir casa, se trataba de un telón de yuta y hule sostenido por seis palos que se balanceaban, pero que no se había caído más que dos veces, una cuando una tormenta de viento mandó al aire todas la carpas de la calle y la otra en el terremoto cuando la tierra se abrió.
Vivía en la calle de los dalit* cerca de la estación de Nueva Dehli. Esto nos lo repetía siempre mi madre, por si un día nos perdíamos y teníamos que decir dónde estaba nuestra casa. Nunca me perdí hasta esa vez que quiero contar y que fue el principio de mi historia.

*dalit los pertenecientes a la casta de los intocables. Es la casta más baja de la India y a los dalit se les permite solo hacer trabajos marginales ( limpiar letrinas y trabajar en los hornos crematorios..



El día comenzaba muy temprano para nosotros, mis hermanos y yo nos levantábamos antes que saliera el sol para ir a buscar el agua de la bomba que quedaba a una hora a paso rápido. Era una tarea que no cuestionábamos; había que salir temprano para llenar los seis baldes de agua, antes que otros la acabaran.
Mi hermanita, salía más tarde con mamá . Las calles por donde pasaba la gente estaban más allá del puente y se llenaban de turistas más tarde. Para mí los turistas eran esas personas vestidas en forma rara que caminaban todas en grupo, siguiendo a un tipo que llevaba un paraguas aunque no lloviera.
Papá no estaba siempre en casa. Cuando venía nos traía siempre algo para comer. Era un vendedor ambulante de collares que él mismo hacía, pero tenía también otros trabajos de los que nunca hablaba. Lo único que sabíamos es que se ocupaba de cosas que tenían que ver con la suciedad y las cenizas. Volvía a casa por tres o cuatro días y otra vez volvía a marcharse. Aparte de lo que él conseguía traer a casa, vivíamos con lo que juntábamos nosotros y mamá. Al volver de la bomba era ya casi medio día, poníamos el agua en el tacho sin perder ni una gota y estábamos libres toda la tarde hasta que mamá volvía del puente y nos daba unos trozos de pan y cocinaba garbanzos. Si le había ido bien, agregaba un poco de arroz. Después de comer era nuestro turno de ir a pedir limosna. Yo era quien conseguía más dinero, mis hermanos trataban de conmover a los turistas con rengueras fingidas o cara de estúpidos, pero no llegaban a hacerles abrir las carteras como yo, que lo conseguía sin hacer nada más que extender el brazo con expresión triste y mirar a los ojos a la gente. No sé por qué, pero eso funcionaba. No sabía entonces que era un chico hermoso y que tenía dos ojos como aceitunas negras, que expresaban más de lo que sentía. Mis hermanos se enojaban y decían que yo robaba, pero juro que nunca robé, no me gustaba hacerlo, nadie nos había impuesto reglas, pero hay cosas que uno sabe sin que te las enseñen; creo que todos nacen con eso pero muchos lo olvidan por la necesidad o por los malos consejos.
Esa tarde del día que me perdí, estábamos todavía jugando en la calle cuando pasó un hombre en un triciclo que tenía atados a los costados dos enormes tarros llenos de caramelos. Al pasar iba dejando tras de sí una música alegre que nos tuvo pronto a todos saltando a su lado y sin darnos cuenta nos alejamos de nuestra calle. El hombre se giraba de vez en cuando, como si nos contara, y luego arrojaba manchadas de caramelos al aire. Nos habíamos juntado un montón de chicos detrás del triciclo y cuando lanzaba los caramelos todos gritábamos como tantas cotorras, tratando de pescarlos al vuelo o recogerlos del piso.
Perdí de vista a mis hermanos, no pensé que estaba muy lejos de casa y que era hora de ir a mendigar al puente. Llegamos a un lugar que no conocía donde había allí una especie de camión largo que algunos chicos conocían y decían:” el tren el tren” y supe que el tren viajaba sobre dos barras pegadas al suelo y podía llegar muy lejos. Yo ya no pensaba en mi madre, ni en mis hermanos, o en la limosna o en el agua, tanto me aturdí con la música y con los caramelos, que subí al tren sin más, junto con los otros. Unos tipos grandotes no dejaban subir al tren a las chicas y a los varones más grandes.
El hombre de los caramelos había desaparecido.
Dos sonidos agudos nos hicieron callar a todos de golpe y el tren empezó a rodar.Poco a poco nos fuimos quedando muy quietos a causa del cansancio y del movimiento del tren. Algunos dormían. Yo empecé a preocuparme, si el tren seguía avanzando no iba a saber cómo volver a casa. ¿Quien podría conocer tan lejos dónde estaba la calle de los dalit?
Cuando el tren se detuvo ya se había puesto el sol.
Nos dijeron que bajáramos rápido. Dos hombres se llevaron a la mitad de los chicos por otro lado y a mí y a otros de mi edad nos hicieron subir a otro tren y entonces me tranquilicé,” volvemos a casa”, pensé.
Fue un viaje corto. Llegamos a un lugar fresco y lleno de árboles, Caminábamos detrás de los hombres, hasta que llegamos a un palacio y nos hicieron entrar allí. Nunca había visto una cosa así. Hoy sé que era una simple casa de piedra de dos pisos, con muchas ventanas.
Parecía que nos estuvieran esperando. Unas mujeres nos llevaron a una gran pileta y entraron con nosotros al agua para frotarnos el cuerpo con ásperos trapos enjabonados hasta que nos dejaron a todos colorados y nos envolvieron en toallas perfumadas. Yo no entendía nada. Nos dieron de comer y nos mandaron a la cama. Estábamos aturdidos y no hablábamos, en parte por la sorpresa, en parte por el temor y el cansancio. En cada cuarto dormíamos cinco chicos.
El día que me perdí por seguir al triciclo de los caramelos, empezó mi tortura.
2
L os cinco chicos que dormían en mi cuarto éramos todos de la misma calle. Uno de ellos era algo mayor. Al día siguiente nos despertaron cuando el sol estaba en el centro del cielo, como cuando volvíamos a casa con el agua.
Ya estábamos en ese palacio desde hacía dos días y no entendíamos por qué nos trataban tan bien. Las mujeres que se ocupaban de todos los que habíamos llegado con el tren se pasaban el día cepillando y espalmando cremas sobre nuestros cuerpos hasta que brillábamos como monedas nuevas. Todos sabíamos que lo que brilla es valioso. A veces cuando entre las monedas viejas que traíamos a casa había alguna brillante, mamá la guardaba en una bolsita de género que llevaba escondida en sus ropas, debajo del sari. Yo una vez dije que las monedas viejas eran como las caras de la gente vieja y le pregunté por qué ella tenía la cara brillante como las monedas nuevas.
Mi madre hablaba en ese idioma que solo ella y nosotros hablábamos y nos contó cosas de cuando vivía en otro lado y tenía muchos saris y tules y también joyas. Yo no hacía preguntas, no porque no quería ,sino porque una vez que mi hermano mayor le preguntó si también papá vivía en esa casa rompió a llorar y no habló más . Ese idioma era un secreto nuestro. Papá lo comprendía pero prefería usar el que se hablaba en la calle.
Cuento esto porque esa lengua que yo creía que era solo de mi mamá, la empecé a escuchar en los labios de muchas personas en esa casa. Al principio, yo era casi el único que entendía lo que decían los dueños de la casa. Las mujeres que lustraban nuestro cuerpos hablaban hindú de un modo raro. Trabajaban todo el día y después de la cena desaparecían.
Los dueños eran una mujer alta, flaca, huesuda y enérgica que llevaba sus cabellos claros apretados en un rodete. Tenía unos ojos azules fríos como el agua del río a la madrugada. No era hindú, el marido sí. ÉL tenía una voz que se había equivocado de cuerpo, se esperaba que hablara como un hombre pero le salía una cómica voz de niña. La primera vez que se dirigió a nosotros con esa voz aflautada, nos reímos y las empleadas nos golpearon con unas varillas de mimbre en las piernas. Entendimos que reírnos del dueño era una de las cosas que no teníamos que hacer. Después también comprendimos que había muchas otras que no debíamos hacer si queríamos ahorrarnos los latigazos. Esos castigos no eran severos. Era evidente de que trataban de que no nos quedaran marcas en el cuerpo.
A los dos días los dueños nos reunieron en la gran sala y nos explicaron cuál sería nuestra obligación de cada día.
Había otros chicos en la casa, eran seis, todos mayores que nosotros. Tenían la mirada triste y casi no hablaban entre ellos. Uno, que era poco mayor que yo me dijo que estaba en esa casa desde hacía mucho y había aprendido a hablar inglés allí. También dijo que ahora que habíamos llegado nosotros, un día u otro los echarían a la calle. Ese chico me asustó porque me contó las cosas horribles que le habían dicho que les hacían a los chicos que ya no servían para el trabajo.
En ese momento puse sus palabras en el rincón más oscuro de mi cabeza.
Nuestra “ocupación” era recibir a los clientes que nos alquilaban por unas horas o por toda la noche y los dueños nos dijeron que teníamos que hacer todo lo que nos pidieran, que si no obedecíamos, ellos mismos nos denunciarían y recibiríamos castigos que no tenían comparación con los latigazos de mimbre. Algunos desobedecieron y supimos que no exageraban. Poco a poco acatamos las órdenes y, lo único bueno era que una vez terminado el “trabajo” nos dejaban jugar en el agua y comer lo que quisiéramos, o dormir. Yo después del baño me llevaba una fruta a la habitación y no salía de allí hasta la hora de cenar.
Las primeras veces hablábamos entre nosotros de nuestras experiencias y de nuestro miedos, pero pronto nos dimos cuenta que era mejor callarse y olvidarlos hasta el día siguiente.
3
Hay cosas que se convierten en rutina a causa de la repetición, y la rutina te lleva a la aceptación. En nuestro trabajo sucedía así; algunos chicos se acostumbraran a ese trato mientras otros lo rechazaban y muchos lo sufríamos. Los días pasaban y yo pensaba a menudo en mi madre y en mis hermanos y en los baldes de agua que faltarían porque yo no estaba, y sufría y me reprochaba el no haber escapado antes de subir al tren, como vi que hacían otros chicos.
Esos hombres que venían cada día me parecían todos iguales. Yo sufría por el horror que me causaban esas personas que nos manipulaban sin mirarnos.
Empecé a sentirme mal. Comencé a pensar obsesivamente en mi madre, en que estaría pensando por qué no volvía a casa después de tantos días. Esos pensamientos me zumbaban la cabeza como tantas abejas. Mi madre llora, mi madre sufre, mi madre se desespera, me imaginaba todas esas las expresiones de su rostro bellísimo que se me aparecían también por la noche en mis sueños y me despertaba con un vacío en el pecho que no me abandonaba todo el día. Se debía notar que estaba mal, porque los clientes no me elegían. Yo me sentía aliviado, pero a la vez me daba miedo que los dueños notando que me descartaban decidieran mandarme a mendigar como habían hecho con Rani. Rani era un chico de mi calle que no quiso adaptarse a las órdenes que nos daban y lo maltrataron al punto de dejarlo medio ciego. No lo volví a ver.
Una mañana que estaba en el salón junto a otros desdichados como yo, llegó un cliente que me eligió.
Era un hombre alto de lacios cabellos blancos que lo primero que hizo cuando estuvimos en el cuarto fue acariciarme la cabeza y preguntar mi nombre. Después se sentó, me puso sobre sus pantalones de cara a él y me siguió preguntando muchas cosas. Yo no estaba acostumbrado a ese trato y lo que más me extrañaba era que me dijera su propio nombre y que me mirara a los ojos. Se llamaba Robert .Poco a poco fui perdiendo el miedo y respondía con más fluidez a sus preguntas. No estaba acostumbrado a que me hablaran en el idioma de mi madre si no era para darme órdenes. El hombre me dijo que yo pronunciaba muy bien y fue suficiente escuchar esas palabras de elogio dichas con dulzura, para que me saltaran las lágrimas y le empezara a hablarle de mi madre. Le dije que una vez nos había contado que en su casa festejaban los cumpleaños pero la fiesta mayor la hacían cuando era el del padre. Yo creía que ella inventaba todo para entretenernos porque no podía creer que mamá hubiera tenido una casa en otra parte.
Cuando terminé de hablar, el hombre me dijo que mi madre seguramente no era dalit por la forma en que yo hablaba el inglés. Si bien a veces me sucedía no entender el significado de lo que me decían, esta vez comprendí enseguida por qué la gente de la calle llamaba a mamá “princesa” y por qué ella no hablaba con nadie más que con nosotros y con papá.
El hombre se acostó sin desvestirse y me atrajo a su lado en la cama . Me acariciaba la cabeza con tanta ternura que ya no tuve miedo y me quedé dormido en sus brazos. Se fue sin despertarme. No me había tocado nada más que para acariciarme los hombros, la cabeza y los brazos. Cuando desperté sentí que en mi piel había quedado su perfume .



4
Al día siguiente la dueña me dijo que ese día no tenía que estar en el salón para esperar a los clientes. Los otros chicos me envidiaban y yo estaba contento, pero no comprendía por qué a mí no me hacían trabajar.
Esa misma semana Robert volvió a elegirme. Repitió lo que había hecho la primera vez: me puso sobre sus piernas y mirándome a los ojos me hizo más preguntas.Los dueños debían conocerlo bien porque lo llamaban por nombre y se les alegraba la cara cuando lo veían.
Me repuse de mi pena, recobré algo de calma y ya no pensaba obsesivamente en mi casa. Me sentía como dormido, nadie me requería y los dueños me trataban mejor que a los otros chicos.
Después de tres o cuatro visitas más, Robert llegó acompañado por otras tres personas. Los dueños sonreían, estarían acostumbrados a que trajera clientes amigos suyos. Yo esperaba en la sala con los otros chicos. Todavía no había comenzado la elección.
De pronto, los hombres que acompañaban a Robert sacaron unas armas de sus ropas y obligaron a los dueños a salir de la casa con ellos. Los dos tenían los brazos en alto y llevaban la sorpresa y el terror dibujados en sus rostros.
Al mismo tiempo que ellos salían de la casa entraron otros hombres que echaron a los empleados de la casa gritando y blandiendo palos. Nos sacaron afuera a nosotros sólo cuando estuvieron seguros que no había quedado nadie en la casa. Subimos a un camión que comenzó a moverse rugiendo como un león.
Nunca más volví a ver a Robert.

Texto agregado el 05-03-2020, y leído por 164 visitantes. (10 votos)


Lectores Opinan
29-09-2020 Muy buen cuento, me atrapó ahora quisiera seguir leyendo esta historia que hace volar la imaginación. Van mis 5* yosoyasi
11-03-2020 El objetivo del escritor es conmover al lector, y sin duda con este texto lo consigues, a pesar de la oscuridad que lo envuelve. elisatab
10-03-2020 Un relato fluido. De una temática escabrosa. NO estoy seguro hacia donde nos lleva, si sentí frió interior y hasta temor por los niños. En todo caso a pesar de las sensaciones desagradables, interesante. Vivimos en un mundo imperfecto, aunque no me guste voltear mucho hacia la faceta oscura. En todo caso es parte de... Cinco aullidos secuenciales steve
07-03-2020 Me gusta como está llevado el relato. Habla en profundidad de una realidad social y personal, pero no hace uso de descripciones innecesarias. Conmueve. Y el final aporta un poco de alivio. Marcelo_Arrizabalaga
06-03-2020 Por su forma, un relato que se las arregla para dejar que se lo lea. Por su contenido, nunca estará demás todo intento de denuncia de la explotación humana, aunque con final pesimista. ***** achachila
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