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Los anteojos del abuelo

En la iglesia de Almadén de la Plata un pequeño poblado de la Sierra Morena en la provincia de Sevilla, estaban reunidos los menos de doscientos habitantes de la localidad. El ánimo era de desconsuelo ya que se había anunciado el próximo e inminente cierre de la mina en la que trabajaban y de la que dependía la economía de la región.

Una joven pareja tomada de la mano veía desvanecerse ese futuro que no hacía mucho soñaron al unirse en matrimonio: una bonita casa, trabajo y muchos hijos que hasta ahora la vida les había negado. ¿Qué harían ahora?, ¿de qué vivirían?, ¿cómo cobijarían su amor?, ¿dónde nacerían esos hijos que no perdían la esperanza de algún día tener?

Los hombres despotricaban, las mujeres rezaban y el cura de la iglesia, mientras apuraba a sorbos una taza de chocolate, repetía incesante: –Hijos míos, tranquilos, Dios proveerá–. Las palabras del cura abrían un espacio de esperanza para la joven pareja, pero al mismo tiempo despertaban un sinnúmero de preguntas: ¿Cómo sería esa proveeduría?, ¿cuándo comenzaría?, ¿alcanzaría para todos?

En el invierno de 1860 la mina cerró definitivamente. Las provisiones se agotaban con rapidez y la joven pareja pasaba penurias. Fue entonces cuando un viajero que pasaba por el pueblo, mismo al que le dieron refugio durante una nevada, les contó de una tierra allende el mar, donde el oro y la plata fluían de las montañas como cascada.

Alrededor del fuego compartían un trozo de pan. El viajero con gran entusiasmo relataba historia tras historia, todas ellas de abundancia y bienestar. La joven pareja preguntaba y preguntaba, querían saber todo acerca de esa tierra lejana y mágica.

El entusiasmo del viajero sumado a la necesidad de la pareja llevó la conversación a un mismo punto ¿Por qué no vamos allá?: –¿Quieren acompañarme?– preguntó el viajero. –¿Podemos acompañarlo?–preguntó la joven pareja.

–Si vamos a viajar juntos deben de saber que me llamo Cristóbal– soltó de improviso el viajero. La joven pareja se miró y él dijo –Yo soy Ezequiel y mi mujer se llama Leonor–. Los tres rieron francamente y se estrecharon la mano con sinceridad.

Cristóbal trazaba la ruta. Cincuenta leguas por tierra al Puerto de Málaga, allí abordarían un barco hacía Veracruz y luego doscientas cincuenta leguas por tierra hasta el nuevo Valle del Guadiana. Mientras tanto Leonor preparaba un equipaje ligero y Ezequiel repartía sus escasas pertenencias entre familiares y amigos.

Quince días de subir cuestas, bajar laderas y bordear cañadas. Los pies cansados y el corazón impaciente. Durante un amanecer, desde una cima, Leonor escudriñaba el horizonte y con su mano formaba una visera para distinguir mejor pues no creía lo que veía: –vengan– los llamó, –allá adelante el cielo toca la tierra– continuó. Cristóbal soltó una carcajada y explicó –eso es el mar.

A pesar de la aparente cercanía les tomó todo un día descender de la montaña y llegar al Puerto de Málaga. Era una ciudad bulliciosa dónde confluían marinos de Asia y África. Los diferentes tonos de piel contribuían a darle un toque cosmopolita a la ciudad. Esa noche descansaron en los portales de la catedral y al siguiente día fueron a los embarcaderos a indagar sobre el próximo barco a Veracruz.

Cristóbal, por su experiencia, era quien preguntaba y recopilaba información. Para el medio día sabían que no había barcos a Veracruz, que deberían ir primero a las Islas Canarias, de allí a Santo Domingo y luego a Veracruz, travesía que tomaría al menos dos meses. También estaban al tanto que el próximo barco zarparía en el mejor de los casos dentro de seis meses.

Los siguientes meses Leonor ayudaba en la cocina de una hostería, mientras Cristóbal y Ezequiel pasaban el día en el puerto en espera de un barco que descargar. Como pago por sus servicios a Leonor le permitían que los tres pernoctaran en un pequeño tapanco arriba de las caballerizas de la hostería. Ellos recibían unas cuantas monedas según la generosidad del capitán, mismas que ahorraban celosamente para en su momento poder cubrir el costo de los pasajes.

Una tarde de intensa lluvia Ezequiel entró corriendo a la hostería gritando a voz en cuello: –Leonor, Leonor, hay un barco que va a Canarias, nos vamos, finalmente nos vamos–. Acto seguido la tomó de la mano y en medio del aguacero la condujo al puerto. El agua y la niebla sólo permitían adivinar la silueta del buque, aun así les pareció ver en la proa su nombre Esperanza y justamente eso era lo único que ellos tenían.

De regreso a la hostería, escoltados por la alegría y el chubasco, hicieron alto en la catedral para agradecer a la Virgen de la Encarnación, patrona del recinto. Al salir recordaron que justo en los portales de esa iglesia habían pasado la primer noche en el puerto, por lo que decidieron recorrerlos una última vez y bajo uno de los arcos se abrazaron, los ropajes húmedos pegados al cuerpo marcaban los senos turgentes de Leonor y el entusiasmo del momento se convirtió en deseo.

Hicieron el amor con esa libertad que el minúsculo tapanco y la compañía les había coartado, pero también con una extraña mezcla de pasión y melancolía. Querían despedirse de la tierra que amaban con amor. El acto se consumó, la lluvia cesó y la Virgen de la Encarnación impregnó de bendiciones el ambiente.

Tres días después, la madrugada del día de nuestra Señora del Refugio en el año de 1860, Cristóbal, Ezequiel y Leonor abordaron el buque Esperanza y encontraron abrigo en las profundidades del navío. Era un salón de aspecto tétrico donde la luz que en momentos asomaba por una claraboya, dibujaba figuras fantasmagóricas según el caprichoso movimiento del barco. Por mobiliario el salón sólo contaba con una hilera de hamacas para que los pasajeros durmieran. Durante el día los pasajeros tenían permitido subir a cubierta a tomar un baño de azul. La inmensidad del cielo y el mar sumados ubicaban a los pasajeros en su ínfima dimensión.

Una noche Leonor convenció a Ezequiel de subir a cubierta: –quiero arroparme con la noche–, le susurró. Ezequiel respondió –no se puede, está prohibido, mejor te abrazo yo–, pero ella insistió y a hurtadillas subieron a cubierta. El cielo tachonado de estrellas le daba un aspecto mágico y desde el horizonte los miraba la luna. Leonor preguntó: –¿en este momento la luna cuelga del cielo o flota en el mar?–. Ezequiel aspiró profundamente hasta que el aire, la humedad y la sal inundaron sus pulmones, movió lentamente la cabeza de un lado a otro, la besó en la frente y tomándola de la mano la condujo de nuevo al interior.

Trece días después el buque Esperanza atracó en la gran Canaria, isla que emerge entre la bruma del tiempo y la nebulosa del misterio, allí los esperaba una sorpresa más. Nadie tenía idea de cuándo zarparía un barco a Santo Domingo, en esa época no había rutas establecidas ni itinerarios predecibles.

Sentados en el porche del viejo edificio del Puerto de San Telmo, paseaban la mirada de la playa rocosa hasta los montes desnudos y tétricos que sobre la isla se alzaban. El administrador del puerto los observaba desde el interior del edificio. En los años que tenía trabajando allí había visto miles de viajeros que habían perdido ruta y destino. Eso lo tornó indiferente a la miseria de los demás, sin embargo, por alguna razón desconocida, estos tres jóvenes despertaron en él sentimientos de lástima y filantropía, veré cómo puedo ayudarlos pensó para sí mismo.

La noche cayó sobre el puerto. Los tres viajeros, sólo cobijados por la luna, en silencio se hacían la misma pregunta, ¿cómo continuaremos el viaje?. El administrador regresaba de su recorrido por el puerto dónde se entrevistó con los capitanes de los barcos que estaban anclados y les planteó el caso de estos jóvenes. Uno de ellos, el capitán del Guadalquivir le contó: –Mi cocinero y dos de mis marineros enfermaron, tienen escorbuto. Si ellos los pueden sustituir los llevó hasta Veracruz después de Santo Domingo, es el destino final de este viaje–.

El administrador los encontró en el mismo lugar donde muchas horas antes los había dejado. Era la misma noche, eran los mismos jóvenes, lo único diferente eran sus rostros en los que cada vez se notaba más el desamparo. Con mal disimulado entusiasmo y pocas palabras, el administrador les transmitió la propuesta del capitán del vapor Guadalquivir. Es el nombre del río que cruza nuestra provincia recordó Ezequiel y en él nosotros cruzaremos el mar. La ilusión volvió a invadir sus semblantes, pero las cicatrices que deja el sufrimiento se hacían más profundas.

Caminaron por la playa dejando que el mar lamiera sus pies. Entre todos los barcos buscaban uno, aquel que finalmente los llevaría a esa tierra que prometía riqueza y bienestar. Cristóbal fue el primero en verlo, –¡allí, allí, es aquel!–, balbuceaba mientras señalaba un enorme buque de carga que combinaba la modernidad de la máquina de vapor con la tradición de las velas, el casco de acero y la cubierta de madera. El capitán los recibió indiferente. A Leonor le mostró la cocina, a ellos los compartimentos y cubierta de carga, luego en atención a que una mujer era parte de la tripulación y pensando en evitar conflictos, les asigno una pequeña bodega que sería su estancia durante el trayecto.

En su pequeño compartimento no podían conciliar el sueño, retomaban los planes, imaginaban el destino, daban gracias a Dios, reían y se platicaban qué sería lo primero que harían al término de la travesía. Una campana los sacó de su ensueño, era de madrugada y zarparían con la marea alta. Las siguientes semanas la emoción se convirtió en rutina, la vida en alta mar era eso, rutina pura. Leonor preparaba los alimentos de los veinte marineros. Cristóbal y Ezequiel recorrían una y otra vez los compartimentos de carga asegurando que la carga estuviese en su lugar y bien sujeta.

Un atardecer sombrío notaron que el cielo se obscurecía rápidamente, las olas crecían y la estructura del barco crujía con mayor intensidad de lo habitual. Se había desatado una tormenta. La lluvia, las olas del mar y el viento barrían la cubierta con fuerza descomunal. –Aseguren la carga– ordenaba en voz alta el capitán. Cristóbal y Ezequiel en cubierta tensaban las cuerdas. Leonor se refugiaba en la alacena de la cocina y sin saber porque, instintivamente se cubría el vientre con sus manos. La luz de los rayos y la obscuridad de la noche se alternaban produciendo un efecto de caleidoscopio que distorsionaba las formas y hacia perder el sentido de ubicación. El terror hizo presa a la tripulación.

Una eternidad después tomadas de la mano la tempestad y la noche se fueron. Con la luz del nuevo día la calma regresó y el capitán ordenó un recuento de daños y mercancías. Faltaban una docena de pacas de algodón, siete barriles de aceite de oliva y Cristóbal. El mar había cobrado el peaje correspondiente a la travesía.

Las siguientes semanas transcurrieron en silencio. Ezequiel y Leonor no cruzaban una sola palabra, por las noches se tomaban de la mano y fingían dormir. Cuando el barco atracó en Santo Domingo los marineros fueron a visitar la Iglesia de la Luz para dar gracias por haber sobrevivido el meteoro. Ellos no quisieron descender, sólo deseaban zarpar de nuevo y llegar lo antes posible a Veracruz.

Poco antes del mediodía del lunes 10 de septiembre de 1860 un marinero gritó: –allá se ve el Fuerte de San Juan de Ulúa, llegamos a Veracruz–. Esa misma tarde desembarcaron, no sin antes despedirse del capitán y agradecerle el haberlos transportado. Para su sorpresa el capitán les dijo: –Hicieron un buen trabajo y perdieron un compañero, el trato era pagar sus servicios con el viaje, sin embargo se los voy a pagar como a la tripulación normal–, acto seguido les entregó en monedas de plata el salario de los tres por el tiempo servido.

La suerte por fin parecía estar de su lado. Deambularon por la ciudad hasta perder el paso bamboleante que los meses en el mar les habían dejado. En los portales de la plaza principal tomaron algo ligero y encontraron una pequeña posada donde pasaron la noche. Tras un sueño apacible, el optimismo los invadió de nuevo y así, mirando siempre adelante, se dirigieron a la terminal de las diligencias. El encargado preguntó: –¿a dónde quieren ir?– y Ezequiel respondió con mucha seguridad y poco conocimiento: –al norte, a las minas del norte–.

Los siguientes cinco meses recorrieron infinidad de pueblos mineros. La lista es tan larga que sería imposible reproducirla, llegaban a uno y descansaban del traqueteo de la diligencia. Si había oferta de trabajo Ezequiel aceptaba cualquier labor con tal de reponer el dinero gastado en el trayecto y continuaban al siguiente.

Durango es el sueño de los españoles y se encuentra en el corazón de la Sierra Madre, escuchaban una y otra vez, y Durango está al norte, repetían Ezequiel y Leonor. El embarazo de Leonor llegaba a término y la prudencia aconsejaba no seguir, pero ellos seguían, hasta que en un pueblo minero llamado Guanacevi (la iguana se ve, en idioma Rarámuri), mientras el conductor de la diligencia daba agua a los caballos y entregaba la correspondencia al gerente de la American Mining Company, Leonor entró en trabajo de parto y entre las pilas de metal, los arrieros y la mirada compasiva de los caballos, nació mi abuelo. Era el 24 de marzo de 1861 y le pusieron Epigmenio, Epigmenio Díaz.

Conmovido por el inusitado suceso Mr. Taylor, gerente de la minera americana, les ofreció posada en una vivienda propiedad de la compañía. Al enterarse de que Ezequiel era minero le ofreció trabajo y cuando llegó la Sra. Taylor a ver al recién nacido, le ofreció ser ama de llaves en su casa. Ese día recibieron juntas más ofertas que en toda su vida anterior. Leonor musitó: –Este niño es un milagro– y en una iglesia de Málaga la imagen de una virgen parecía sonreír.

Ezequiel era un empleado modelo, activo, proactivo y dispuesto siempre a dar lo mejor de sí mismo. Con el tiempo se ganó la estima del Sr. Taylor quien lo fue promoviendo hasta hacerlo supervisor de la operación de una de las minas. El ingreso era bueno, la vida cómoda, Epigmenio crecía sano y fuerte, pero Ezequiel no estaba satisfecho. No quería ser asalariado, él quería encontrar su propio oro y su propia plata, así que ahorraba lo más que podía, compraba herramientas y hacía una lista de los lugares dónde arrieros y aventureros decían que afloraban los relucientes metales. Entre todos los nombres había uno que siempre aparecía, San Andrés de la Sierra.

Cuando Epigmenio cumplió nueve años, Ezequiel decidió que era el momento para iniciar su propia empresa. Iría a San Andrés de la Sierra, barrenaría las montañas, se cubriría de sus metales, enseñaría el oficio a su hijo Epigmenio y alcanzaría la fortuna anhelada. Contrató unos arrieros, cargó las bestias con sus pertenencias y encabezó la caravana rumbo a la sierra. Caminaba con paso ágil jalando un asno en el que viajaba Leonor, seguidos por Epigmenio. Parecían una estampa religiosa que de no ser por el lugar y la época hubiesen sido confundidos.

Tras días de penosa marcha, al alcanzar la cúspide de una de las tantas montañas que habían cruzado, uno de los arrieros señaló: –allá en el fondo de aquella barranca está San Andrés–. El corazón de Ezequiel se expandió por la emoción, el de Leonor se contrajo ante la inmensidad del paisaje y el del niño Epigmenio se sintió en casa.

San Andrés de la Sierra era en esa época un poblado próspero. Don Manuel Favela, un poderoso minero español, explotaba la mina principal y procesaba los minerales en una pequeña planta de beneficio que había instalado junto al arroyo que limitaba el pueblo. Don Manuel tenía un acuerdo con los pequeños mineros independientes que consistía en que en su planta beneficiaban los minerales que éstos extraían a cambio de la mitad de los metales obtenidos. Bajo este esquema Ezequiel se volvió minero independiente y comenzó a amasar fortuna.

Recorriendo cañadas, barrancas y cerros, Epigmenio aprendió a leer la faz de la tierra y a descifrar su contenido. Su padre le enseñó que los colores y texturas de la superficie delatan el interior, así como las formaciones de la roca denotan sus compuestos.

La exuberancia de la sierra, la fuerza de la montaña y el ímpetu de las tormentas de verano despertaron con singular vehemencia los arrebatos en la naturaleza del joven Epigmenio. Al cumplir sus diecisiete años y buscando calmar sus urgencias, el 30 de noviembre durante las fiestas del santo patrono del pueblo, vistiendo su mejor traje, se presentó en el baile y le propuso matrimonio a cuanta damisela pululaba por el lugar.

Al final del salón una señorita de escuálida constitución y ojos tristes seguía con la mirada las hojas muertas que la corriente del arroyo arrastraba. Escuchó la propuesta sin ningún interés y asintió con la cabeza, fue la única que dijo: –sí–. El siguiente mes se casaron. Su nombre era Francisca.

Poco tiempo después, durante la sobremesa de la cena, Ezequiel les comunicó a Epigmenio y Francisca la decisión que él y Leonor habían tomado: –hemos acumulado una pequeña fortuna, extrañamos la tierra que nos vio nacer y regresaremos a ella. La casa es de ustedes, llénenla de luz y de los hijos que nosotros ya no pudimos tener.

La vida del minero es dura. Las manos se ponen tiesas de tanto arañar las rocas, el oído se endurece por el estruendo de los explosivos, el gusto y el olfato se saturan de polvo, la voz se torna áspera, la vista siempre sumida en la obscuridad pierde su capacidad de disfrutar la luz y los colores que de ella emanan. Conforme el minero pierde los sentidos, pierde también la capacidad de externar emociones y sentimientos.

–Sean muy felices¬–, mencionó Ezequiel mientras estrechaba brevemente la mano de su hijo. –Tengan muchos hijos– propusó Leonor al tiempo que depositaba una caricia en la mejilla de Francisca y emprendieron el camino de regreso a esa España que añoraban.

Epigmenio jamás volvió a tener noticias de sus padres. Muchos años después llegó un español al mineral y relató que los mares estaban atestados de piratas, que las travesías marítimas se habían vuelto sumamente riesgosas y que la flota mercante española había perdido innumerables barcos. Epigmenio caminó lentamente a la iglesia, rezó una oración en silencio y enterró a sus padres en lo profundo de su corazón.

Los siguientes años Epigmenio reunió una aceptable fortuna y siguiendo la recomendación de su madre engendró un hijo cada año. Francisca, debido a su naturaleza frágil, no resistió el último parto y le cedió la vida a un rollizo bebé que lloraba con fuerza y derrochaba salud. En recuerdo de su padre lo llamó Ezequiel.

Frumencio Barraza, cura itinerante en las capillas de los pueblos mineros de la región, con graves dificultades intentaba explicar los beneficios de la vida eterna. Epigmenio turnaba su atención entre el ritual funerario y una joven de elegante talle y finas facciones, ella fortalecerá mi linaje, pensó mientras la observaba con mirada sicalíptica. Pasados los nueve días de luto y rosarios que marca la tradición católica, se presentó en la humilde vivienda de la joven, habló con su padre, un minero pobre que trabajaba para él y concertó los detalles del matrimonio. Ella se llamaba Clotilde Chaidez.

La boda se celebró en privado. Un recaudador de impuestos mandado por el gobierno hizo las veces de juez de paz. Frumencio, el cura peregrino, ofició el ritual católico. Más tarde Epigmenio le entregó a su nueva esposa una lista con los nombres de sus hijos. Ésa noche Clotilde vistió la cama con unas sábanas bordadas con las iniciales EC entrelazadas, sábanas que el siguiente día, dada su condición virginal y el ímpetu salvaje de su marido fue necesario desechar. La segunda noche dio de cenar a los ocho niños y al tender la cama con las sábanas disponibles no pudo dejar de notar el bordado anterior EF.

Por motivo de negocios Epigmenio viajaba con frecuencia a la ciudad capital del municipio en donde adquirió una casa y comenzó a planear su retiro. Su tiempo se dividía entre el pueblo minero y la ciudad. Cuando llegaba al pueblo encontraba un hijo más, embarazaba nuevamente a Clotilde y regresaba a la ciudad.

La Compañía del Ferrocarril Internacional Mexicano de capital americano había obtenido la concesión para construir un ferrocarril que uniría la ciudad de Durango, capital del estado, con los principales pueblos mineros de la zona. Incluso se hablaba de que dicha vía llegaría hasta Mazatlán -el puerto más importante del vecino estado de Sinaloa-. Muchas personas estaban adquiriendo acciones de la empresa y Epigmenio hizo lo mismo.

El primer tramo del tren se inauguró el 12 de mayo en 1902 y quince años después, comenzó a pagar dividendos a los accionistas. La apuesta de Epigmenio se había convertido en realidad, ahora era un rentista. Mandó por la familia y se instaló en la ciudad. Hasta ese momento se dio cuenta que la casa que había adquirido era demasiado pequeña para la magnitud de su familia, pues con Clotilde había procreado once hijos más.

La Revolución incendió el país. Los capitales extranjeros huyeron, la minería se detuvo, los trenes sufrían los ataques de los revolucionarios, quienes los descarrilaban, demolían vías o simplemente los secuestraban para su uso. Pese a ello, la empresa del ferrocarril nunca dejó de pagar los dividendos ofrecidos, permitiéndole así a Epigmenio y su numerosa familia vivir instalados en la comodidad que da la medianía.

En 1924 Ferrocarriles Nacionales de México ya propietaria del Ferrocarril Internacional Mexicano, declaró la insolvencia de esa línea y dejó de pagar los dividendos a las acciones. Epigmenio utilizó los ahorros para vivir, hasta que decidió contratar un tinterillo que defendiera sus intereses. El licenciado no resolvió nada pero si agotó el patrimonio que tanto le costó formar.

A partir de ese momento la pobreza se volvió su compañera. El tiempo lo había alcanzado y un dolor permanente de cintura había cambiado su andar, que si bien antes ágil y gallardo ahora era lento y encorvado. Las reumas hacían temblar sus rodillas y lo peor era su vista agotada de toda una vida de penumbra siendo minero, siempre bajo tierra, recorriendo túneles estrechos a la luz mortecina de una lámpara de carburo.

Su vista cansada le impedía percibir los reflejos del metal, por lo que no distinguía los minerales de la piedra común y dejaba de lado yacimientos que de haberlos visto no hubiese caído en la miseria que se encontraba. Vejez, enfermedad y miseria los peores enemigos del hombre, concluyó para sí mismo.

Por ello decidió hacer un viaje a la capital del estado y hacerse unos anteojos. El oculista movía la cabeza como si negara todo mientras decía: –dejó pasar mucho tiempo, el daño es irreversible, hubiese venido antes, ahora los anteojos que usted requiere van a ser muy caros– y luego le dio una cifra.

El abuelo apoyó los codos en sus rodillas y sostuvo su rostro entre las manos, un sollozo luchaba por escapar de su garganta mientras con voz ahogada, ronca, que al igual que él parecía provenir de las entrañas de la tierra mascullo: –¿doctor cómo voy a pagarlos, cómo?–. –En abonos don Epigmenio– contestó el oculista –en cómodos abonos– continuó al tiempo que le ponía enfrente un block de pagarés y una pluma.

De regreso de la capital y pese al dolor que le mordía cintura y rodillas, dio un largo y lento recorrido por el pueblo. Sus pasos vacilantes lo llevaron de la plaza al río y de la estación del ferrocarril a la iglesia. Ahora que veía quería constatar si las cosas eran como las recordaba. La luz clara del mediodía le devolvió el color a las imágenes que su memoria y el tiempo habían tornado grises.

La emoción de recobrar la visión y el cansancio, producto del recorrido, lo llevaron temprano a su recámara. Dormía con sueño inquieto, daba vueltas en la cama, se agitaba y en ocasiones juntaba las manos como si quisiese retener algo que parecía escapársele. En la madrugada, a esa hora indefinida en la que el día anterior ya murió y el nuevo no ha nacido, se encontró sentado en la vieja cama gritando como poseído: –Clotilde, Clotilde yo sé dónde está la veta de oro, ahora puedo ver el camino, lo seguiré y venceremos la miseria–. Los ojos de la abuela se inundaron con una emulsión de espanto y compasión.

Muy de mañana el abuelo inició los preparativos para ese último viaje definitivo, como lo comenzó a llamar. Habló con el tendero, solicitó prestamos, pidió herramienta prestada y alquiló una mula para cargar enseres y provisiones. Así con la ilusión de la riqueza como acicate y la realidad de la miseria como ancla, el abuelo partió rumbo a las montañas, no sin antes despedirse de su mujer e hijas asegurándoles que a su regreso las privaciones se volverían opulencia.

Los hijos hacía tiempo que habían emprendido la búsqueda de su propio destino. La mayoría de las hijas se habían casado, reduciendo el recinto familiar a los abuelos y sus hijas Herlinda, que por miedo a los hombres se había convertido en la sempiterna solterona y las dos más pequeñas que aún no tenían edad para amoríos.

Desde la entrada de la casa, mujer e hijas siguieron con la mirada el zigzagueante camino que subía la sierra. En éste la distancia desdibujaba poco a poco la figura delgada del abuelo, él y la mula ascendían la cuesta caminando lentamente, uno con paso tembloroso y la otra con desgano. La abuela cubría con sus brazos a las hijas mientras un halo de tristeza las envolvía.

Meses después una fría tarde de invierno, mientras la abuela partía en pequeños trozos su ración de pan para distribuirla entre sus hijas, la más pequeña comentó con sobresalto: –me pareció oír algo en la puerta–. –Vayan a la recámara y cierren la puerta–, ordenó enérgica la abuela mientras se dirigía a la entrada de la casa. Abrió lentamente la puerta y allí sentado en la banqueta y recargado en el marco estaba el abuelo, más viejo, más delgado, más triste y sin fortuna.

La comida había terminado. Las hijas recogían los platos para lavarlos, aunque no era necesario ya que la frugalidad de las raciones y la buena educación los dejaban limpios. De sobremesa el abuelo se disponía a leer un periódico atrasado que antes había servido para envolver alguna compra en la tienda. El rostro de la abuela denotaba una honda preocupación, tanto por la salud de su marido como por la situación económica por la que atravesaban y acompañaba la lectura de su marido musitando oraciones para confortarse.

Lectura y oraciones fueron bruscamente interrumpidas por unos golpes en la puerta. Siempre que alguien llamaba era motivo de sobresalto ya que normalmente eran cobradores que venían a solicitar el pago de alguna deuda, pero esa vez la fuerza del llamado generó un terrible presagio en todos. ¿Quién sería? y ¿a qué vendría? Y nadie se acercaba a la puerta sólo se hacían preguntas sin respuesta.

Finalmente, la abuela se armó de valor y caminó despacio hacia la puerta. Hizo una pausa más antes de correr el cerrojo y la abrió con cierta dignidad. Afuera un individuo vestido con traje obscuro y de aspecto desagradable cargaba un viejo portafolios del que asomaban innumerables documentos. –¿Vive aquí Epigmenio Díaz?– preguntó con voz chillona mientras extraía del portafolios unos papeles que resultaron ser unos pagares vencidos. –Sí–, contestó la abuela con voz apenas audible mientras se llevaba la mano a la frente en un gesto de desesperación.

La abuela dio un paso atrás, movimiento que aprovechó el visitante para penetrar en la casa y dirigirse al comedor donde el abuelo sostenía en una mano el trozo de periódico y en la otra los anteojos que le habían devuelto la vista. De pie frente al abuelo el extraño decretó secamente: –hace tres meses que no cubre el pago mensual de sus lentes, lo hace en este momento o me veré obligado a llevármelos.

Minutos después el visitante abandonó la casa y en una esquina de su portafolios mal cerrado asomaban los anteojos del abuelo dejando tras su partida un ambiente de absoluta desolación. El silencio dominó la escena, la abuela con la mirada perdida en ningún lado recorría las cuentas de su rosario, las hijas abrazadas en un rincón lloraban en silencio y el abuelo regresó a esa terrible obscuridad de la que ya creía haber salido. Esa noche el abuelo Epigmenio murió.

Durante su velorio un viejo, minero también, concluyó: –es la silicosis, el maldito polvo que se acumula en nuestros pulmones y nos roba el aire hasta ahogarnos–, luego tomó la poca herramienta que había y explicó: –son mías yo se la presté– y se las llevó.

Las beatas del pueblo murmuraban: –es el demonio de la montaña que consume a los hombres– mientras se bebían el poco café que quedaba.

El tendero revisaba las cuentas pendientes y se recriminaba por seguir dando crédito a los mineros mientras de reojo recorría la habitación seleccionando de los escasos muebles que en ésta había, aquellos que los cargadores se llevarían.

Un curandero e ilusionista que pasaba por el pueblo diagnosticó que los riñones dejaron de funcionar. Dicho lo anterior sin quitar la vista de Herlinda -la hija mayor-, la tomó de la mano y se la llevó para que lo acompañara en su peregrinar por pueblos y rancherías.

Yo no sé de qué murió mi abuelo, pero creo que sin sus anteojos no vio venir la muerte y por eso no la pudo esquivar.



Texto agregado el 07-10-2019, y leído por 144 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
03-12-2019 Bellísima su historia las disfrute hasta el final. Bravo amigo, bravísimo. comeriopoeta
17-10-2019 Interesante y entretenida historia, pero....no culpes a los anteojos del abuelo, a todos nos llegará el momento y ya el abuelo había vivido una larga vida. Amén. za-lac-fay33
16-10-2019 Disfrute de toda la lectura. Tejera
14-10-2019 Está buenísimo!!! Tenés pasta de escritor, amigo. MujerDiosa
08-10-2019 Otorgo mis ¡¡ DOUZE POINTS !!. Felicitaciones amigazo. Shalom Abunayelma
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