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Soy un placentero viajero, un lancero aventurero sobre una bicicleta aullante dispuesto a fagocitarlo todo con mi visión circunsférica, mis engrandecidas pupilas, mis gafas con limpiaparabrisas.

Y todo es espectacular, sorprendente, insospechado y un poco distinto también. Los haces de luz de las motos, los contornos de las calles, los ondulantes caminos provocan sinapsis inesperadas en rincones olvidados de mi mente.

En el mercado Omi-cho una joven pinta un cuadro entre una caligrafía de agua, es un superhéroe encapuchado en un momento de descanso. En el puesto de en frente una turista acaricia a un cangrejo que responde pinzándole tiernamente el dedo meñique.

Me hago un selfie ante una puerta del periodo Edo, pero cuando miro la sonrisa está borrosa y tengo tres ojos ¡y cinco narices! Pienso en la gente que he dejado lejos y recuerdo mis deseos de forma confusa. Me enfado con alguien que acaba de despertar a diez mil cuatrocientos ochenta y tres kilómetros de distancia. Ojalá este viaje no acabe nunca. Miro la puerta del periodo Edo y pienso en Abelardo; seguro que él me diría algo de ella, puede que incluso supiera cuándo fue el periodo Edo y por qué todo pasó en esa época.

Un pajarito hace cola ante mí; al contacto de sus dedos minúsculas libélulas brotan de la pantalla de su móvil. En el jardín del museo tres geishas entran en una espiral de colores, pasando del verde, al azul, al morado, hasta fundirse en el rosa como pétalos en un estanque.

A través de una compuerta entro en el fondo de una piscina. El agua circula por mis pulmones, mis miembros se mueven a cámara lenta, mis pensamientos adoptan forma de burbuja. Una muchacha me observa desde el fondo, su blusa blanca flotando etéreamente en el líquido entorno.

Hoy hubo bronca en casa del maestro budista, violencia gratuita en el jardín zen. Un turista exaltado, tal vez drogado, ciertamente desmadrado, quería sacar fotos del espacio de contemplación. El lento sonido de la fuente no lo llevó a la iluminación. Aunque hay quien dice que fue un vecino local, oriundo de Kanazawa, que llevaba meditándolo desde los inicios del período Edo.

El atardecer se entorna tintando las casas de la ciudad antigua y yo sueño con un refresco de limón de una máquina dispensadora. Humeantes brebajes hierven en la profundidad de las cocinas, mientras pedaleo al borde del río, feliz como un minúsculo punto perdido en la inmensidad del mundo.

En la cápsula del hotel le hago un selfie a mis pies. Es idéntico a uno que publicó Paula Echevarría la semana pasada en Instagram. Me gusta mi sarcófago, es aséptico y espacioso. Activo el sistema de criogenización esperando despertar a doscientos años luz de distancia, para empezar entusiasmado mi nueva vida de cobaya.

Texto agregado el 16-08-2018, y leído por 76 visitantes. (5 votos)


Lectores Opinan
18-08-2018 *****Tienes estilo, aplausos. Solo_Agua
16-08-2018 Fascinante!!! MujerDiosa
16-08-2018 Un cuento veloz, ingenioso, alucinante. Me gustó. Un abrazo, sheisan
 
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