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No cabían mejores descripciones en aquel día más que todos los sinónimos de algo helado. Corría viento matutino, aún el sol no se elevaba y por ser ciudad, ningún gallo cantaría a esas horas. Unos cuantos ladridos a lo lejos lo necesariamente leves para no despertarlo. Unos polluelos no tan ruidosos en las afueras de su patio. Todo estaba bien para el dormido Q. que se movía algo inquieto mientras el reloj corría tanto como él acercándose de a poco a su meta: las seis y treinta de la mañana. Pero en lo poco que quedaba considerando las métricas supuestas de la transformación temporal en el mundo onírico, Q. soñaba con el mejor día de su vida. O al menos eso creía. Imágenes que lo pusieron en duda en más de una vez y se impregnaron dentro de la retina y la memoria de los días por venir de su larga y extraña vida. Casi como una premonición. Una suerte de oráculo que se incrustó en algún lóbulo de su cerebro o quizás incluso señales que fue absorbiendo a medida que los días pasaban y el estrés crecía dadas las fechas importantes que se venían. Una sensación exquisita que a veces aún genera escalofríos en su cuerpo cuando las recuerda. Ahí yace el bueno de Q. En su cama las sábanas aún tibias le adentraron más en aquel suceso. Un sueño tan vivo, tan lúcido, tan lleno de detalles que daba envidia no poder disfrutar uno mismo de aquella representación del inconsciente juvenil que poseía y de su mente, tan inteligente. Sin usar drogas. Sin usar alcohol. Sin ningún agregado a su torrente sanguíneo, él experimentaba el placer de un sueño de categoría. De esos que no sabes si son realidad o mentira y terminan antes que puedas ponerle un cierre. Q. escribió muchas cosas acerca de este sueño. Podríamos decir que en algún momento previo al vuelco que dio su vida, se obsesionó con ello. No al punto de la enfermedad, pero sí podemos decir que le dedicó bastante tiempo.

Lo obligaron a ponerse en un riel indicado por un juez al costado de la pista de competición. Miró extrañado y caminó los suficientes pasos para ubicarse en el punto exacto donde apuntaba el juez mientras éste lo observaba tratando de dibujar una línea recta imaginaria sobre el aire y depositándose sobre la pista del estadio. Un carril incómodo, que a él no le gustaba. El tercero. Estaba sudoroso a pesar del frío mañanero del cerro donde los fines de semana Q. practicaba deporte acompañado de sus pies y piernas. Y en eso él era un hombre destacado. Un chico bien dotado de musculatura para esas carreras que a todos impresionaban por resistencia, no por rapidez o velocidad, pero en su caso, él estaba bendecido por el don de ambas características al momento de correr. Galopaba dando zancadas impresionantes, dos o tres veces más largas que las de sus contrincantes sacándoles una ventaja envidiable. Había futuro en sus piernas de atleta. Había felicidad en su cara al momento de correr. Había una ligereza que solamente a él se le daba al momento de impulsarse sintiendo los clavos de la planta de sus zapatillas enterrándose en el canal por donde pisaba. Movimientos naturales, sincronizados, pero matemáticos, como si algún tipo de Dios lo hubiese fabricado para eso, moldeándolo y dándole el equilibrio de las estatuas griegas o romanas hechas a mano por los grandes artistas del renacimiento. Q. agotaba los adjetivos calificativos para una buena persona. Mas no era perfecto a los ojos de todos los que algún día lo vieron correr. Así como varias veces ganó, también otras veces algunos contrincantes de igual o superior categoría lo vencieron por diferencias de metros o centímetros donde era necesario, a petición del público y de los entrenadores, el final fotográfico. Pero lo que diferenciaba a Q. de los demás era que jamás se sintió culpable de esos fallos en su carrera deportiva. Siempre fueron fruto de mejores y más obstinados entrenamientos. La verdad es que nunca dejó de correr. La verdad es que siempre había una razón para hacerlo, tanto fuera como dentro de la pista de carreras.

Q. tenía una buena familia conformada por madre, padre y una pequeña hermana, tenía una mascota, tenía pretendientes, tenía una amante, tenía dinero y tenía toda una vida por delante a la edad de diecinueve años, que era la edad que poseía en ese momento. Todo era un poco más del estándar normal en él. Un muchacho que estudiaba también una carrera de esas famosas que serían fuente segura de trabajo en un futuro. Algo relacionado con computadoras y comunicación y redes de lo que la gente llamaba internet. Le iba bien en sus estudios, era aplicado, inteligente, sabio, respetuoso, amable y querido. Realmente Q. era un tipo excelente, una buena persona con un buen pasar. Por otra parte, también cercano al cuerpo de policía donde esperaba algún día poder volverse un detective como lo era H. el mejor amigo de su padre. El viejo H. que ya bailaba poco y fumaba bastante bordeando sus cincuenta y tantos con chaqueta casi siempre en mano y su sombrero gánster de detective clásico, zapatos oscuros, camisas de manga corta para casos extremos en los que tenía que sacar su pistola de servicio y pantalones ligeros cuando no estaba en jeans. H. era el favorito de Q. Siempre lo quiso y lo respetó, y aunque no era de la familia, siempre para él fue un tío más, dado que con su padre, parecían hermanos igualmente.

Fue entonces ese frío día de fin de semana cuando Q. se sintió raro por primera vez, un tanto incómodo, ya que el riel donde le tocaba correr no era el de su gusto y algo le hacía sentir un mal presentimiento solamente porque no estaba corriendo en su riel favorito. A este mal pesar se sumaba además el saber que uno de sus fieles amigos no iría a verlo. Borró las malas escenas de su cabeza y se relajó concentrándose en lo que sería la carrera. Se puso en posición, tomo la vara de la posta fuertemente, inclinó su cuerpo en el ángulo adecuado para impulsarse con su pie izquierdo y picar con el derecho, miró hacia el frente y sonó el balazo que daría inicio a su objetivo. Corrió, adelantó, aseguró, marcó, entregó la posta y siguió trotando para no perder el ritmo y a su vez desacelerar el pulso con lentitud. Su trabajo de fin de semana estaba realizado, pero cuatrocientos metros no son nada fáciles. Si al comienzo marcas bien tus primeros cien y confías en tu equipo, logras dar una ventaja significativa que les daría el triunfo sin duda alguna. Eso pensaba él la mayoría de las veces. Q. miraba de reojo a los contrincantes, envidiosos, molestos y derrotados, y a la vez miraba a sus compañeros correr para lograr entregar la segunda y tercera marca y terminar en la meta con un alivio final y un triunfo más que contar. Contar las caras de la gente en las gradas. Contar los metros perdidos en tantas carreras ya vencidas hace tantos años. Contar las nubes que se aproximaban entrando desde el oeste con una cara de insistente lluvia de media tarde. Contar el pulso y notar que podría haberse exigido más. Contar la respiración con la que ya caminaba de vuelta a las bancas. Contando todo eso y más Q. se encontraba mirando detenido ahora frente al público cuando vio entre las manos y las caras a su familia que lo alentaban desde la galería. Una seña bastó para asegurarles de que absolutamente todo estaba bien. Una medalla más en el podio y una sonrisa más que disfrutar por un fin de semana recién empezado.

Ganaron ese día. Q. caminó despacio a los camarines que se encontraban en el subterráneo del enorme estadio. Tomó su toalla y se duchó de los primeros, y por alguna extraña razón se sentía apurado por salir del campo. Ya no pensaba tanto en las meras cosas que lo afectaron comenzando la carrera ni tampoco en las caras de los otros competidores al terminarla. Se vistió y al encontrarse afuera con el entrenador le preguntó el por qué del cambio de riel. El entrenador dijo que no había sido su culpa, los jueces así lo determinaron a pesar de la buena puntuación que poseía. Q. se encogió de hombros y dio las gracias al entrenador despidiéndose con un apretón de manos. Fuera del estadio lo esperaba su familia en el auto. Almorzarían en un restaurant en el centro de la ciudad y lo primero que se le vino a la cabeza fue comerse una pizza gigantesca con doble queso, algo de salame y champiñones. Lo pensó tan fuerte y con gusto que D., su padre, lo sorprendió al decir que podrían irse a comer unas pizzas. Q. estaba impresionado de las grandes coincidencias y extrañezas de su mañana. Su familia estaba impresionada por el talento y el desempeño de Q. en la carrera.

Pasaron algunos días más y el siguiente fin de semana otra carrera lo esperaba. Dados los resultados similares a la anterior, el entrenador optó por llevarlos a celebrar el triunfo. Una pequeña fiesta en el garaje de la casa del entrenador a un par de cuadras de su propia casa. Algo de ponche y unos nachos acompañados por salsas picantes combinadas con mayonesa y ajo. Hablaban de sus familias, novias, chicos, profesores, del mismo Q. y del entrenador, cosas muy obvias para un círculo dedicado al deporte, hasta que cada uno partió a su casa no pasadas las tres de la tarde. Q. quiso trotar de vuelta. Precalentó sus piernas para una carrera en la última cuadra antes de llegar a su hogar. Se imaginó al juez de línea diciendo las clásicas palabras mientras volvía a sincronizarse lentamente con su cuerpo como lo había hecho esa mañana:

- En sus marcas… listos... ¡YA!

Escuchó incluso el balazo. Corrió sin mirar a los costados, como todo un profesional. Casi sin pestañar y controlando su respiración en cada paso. Al llegar a casa notó algo extraño. Se sentía ligero, como una baja de presión arterial, tanto que no sentía sus pies, tocó su cuerpo y notó lo que daría fin a su tan envidiada vida. Una bala había atravesado una de sus piernas por el costado del muslo derecho. Q. jamás volvería a imaginar ni a correr una carrera de postas, pero sí repetidas veces, correría por su vida o por la de alguien más.


Q. abrió los ojos y vio a su hermana a los pies de la cama tocándole los pies despertándolo para bajar a la mesa. Ya eran las siete de la mañana. El reloj había sonado, pero el sueño había sido tan profundo que era muy posible que ni si quiera lo haya escuchado. Dobló al baño que estaba junto a su habitación. Se miró por un par de minutos al espejo esperando ver alguna reacción que le indicara que el sueño ya no estaba en función. Abrió ambas llaves del lavamanos esperando la mezcla entre tibia y caliente de agua necesaria para sentir ese ardor vivo en la piel antes de quemarse. Se lavó la cara y se la secó en dirección al comedor lanzando la toalla de vuelta al baño encestando en la lavadora abierta con algo de ropa sucia. Algo más consciente observó los cuadros y fotografías del pasillo bajando al primer piso y reconoció un detalle nuevo en la foto de su abuelo. Contó los escalones para continuar agregando validez a su despertar abrupto. Sintió el frío del piso a través de sus pantuflas al entrar en el comedor. Tomó asiento junto a su padre y suspiró. Ahí sentado le contó a su familia mientras desayunaban lo extraño que había sido el perturbador sueño de la noche anterior. Su madre siempre tan preocupada reaccionaba tomándole la mano en señal de apoyo, sonriéndole silenciosamente y asintiendo con la cabeza dándole una sensación de tranquilidad. El caso puntual era uno y que tenía atento a muchos. Todos sabían hace mucho tiempo que una mafia rondaba en aquel sector de la ciudad, lo que tenía a Q. con un leve fundamento acertado en que sus inquietantes sueños podrían hacerse realidad en cualquier momento. A veces simplemente pensaba que eran también ataques de su ego. Tomó su último sorbo de té y tocó su cara con ambas manos aún tibias producto del calor de la taza esperando relajarse antes de salir de casa. Antes de levantarse de la mesa su padre le hizo una seña de que se quedara sentado un minuto más, no había apuro alguno, la cita era a las nueve y no daban todavía pasadas las siete y treinta.

- Todo saldrá bien, hijo - dijo D. mientras levantaba su taza de café con crema mientras observaba la cara de su extrañado hijo comiendo tostadas al son de las noticias matinales de la televisión encendida en alguno de los canales nacionales.
- Lo sé, padre - respondió algo dudoso Q. mientras veía por la ventana y oía en la misma televisión el anuncio del clima del fin de semana. Sería un fin de semana frío, probablemente la lluvia pisaría el cielo del lugar y tocaba carrera de postas en el estadio municipal.

Texto agregado el 16-05-2018, y leído por 36 visitantes. (0 votos)


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