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Inicio / Cuenteros Locales / Mariette / Brisingamen, Vida Tras la Muerte: Capítulo 6

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Capítulo 6: “Todo Se Paga en la Vida.”

Nota de Autora:
Hola, aquí Mariette. Me da mucho gusto saludar nuevamente, había llegado a pensar por diversas situaciones que, en lo que queda de este verano, no tendría más el placer de escribir –porque, realmente, es un placer-.
Es curioso, ¿no lo creen? Los últimos dos capítulos no tienen registradas lecturas pero sí, cada uno, dos valoraciones negativas. Lectores fantasmas. Por favor, si les parece mal lo que escribo, no olviden dejar su comentario, me gusta conocer sus opiniones sean favorables o no.
Esta Nota de Autora será breve, eso creo; sólo compartiré el tema que creo que es mejor para este capítulo: Gaia de la banda española Mägo de Oz.

Su atención, por favor: como último detalle quisiera dedicar este episodio a Juan Castro Da Costa, un gran amigo, sin cuyo apoyo incondicional –y geniales ideas, debo admitirlo y no llevarme todo el crédito- no hubiera conseguido escribir ni terminar una de las escenas más fuertes que he escrito nunca y que es con la que cierra este capítulo. Muchas gracias, Juan, eres genial.

El piso de tablas crujió bajo los pies de Frigg. Nadie había sido lo suficientemente insensato como para impedirle el paso: a una diosa jamás se le decía que no, pero la gente ahí a menudo lo olvidaba. Hacían bien en recordar la mala posición en que su Señora se encontraba, Señora de Vanaheim, pero aún una traidora y todos sabían lo que sucedía a los traidores, no importaba si eran Ás, Vanir, elfo o simple mortal que había esquivado la muerte a costa de su valía y arrojo en la batalla. Le había ocurrido a Loki, ¿por qué no le debería de pasar a Freya? Ella tendría que elegir sus amigos con más cuidado. Por eso, quienes la servían hacían una rápida reverencia ante la esposa de Odín, conscientes de que ellos eran los súbditos de la Dama de los Vanir, pero que estaban en presencia de quién regía los Nueve Mundos, debían de escoger rápidamente con quién preferían no caer en desgracia.

Entre las lágrimas, que se secó con el dorso de la mano, pudo ver a aquella bonita Valkiria abrir la puerta de la habitación de Esperanza. Freya no había perdido tiempo y había ordenado a sus criados que la llevaran allá sin demora apenas Odín se retiró de la explanada. La guerrera, de cabellos negros y penetrantes ojos, le dirigió una sonrisa cargada de empatía y algo de lástima, de esas que dicen que todo estará bien aunque sea mentira. Una amable mentira que a veces es necesario escuchar. Hubiera deseado haber podido contestarle aquel gesto de piedad, pero tenía el rostro rígido por el llanto. No recordaba haber llorado tanto en toda su vida, tanto que incluso le costaba cerrar los ojos y que cualquier otra postura de sus facciones que no fuera amarga le sonaba a algo falso. Había salido corriendo de Valaskjálf, casi pisándose los bordes de la falda y, si no hubiera sido por uno de los hombres de su marido que la vio en esas condiciones, hubiera cruzado el portal entre Asgard y Vanaheim ella sola y a pie: tan ciega estaba por el dolor que hubiera podido correr toda esa distancia sin pensar en lo que hacía, con la cabeza pegada en tiempos más felices.

Él había espoleado su caballo y ella, en su locura, había pensado que estaba siguiéndola y que la llevaría de regreso con Odín, y había corrido más fuerte, hasta que él la había interceptado y no tuvo más opción que detenerse, con las piernas agarrotadas y la respiración agitada. Le había preguntado a dónde iba a esas horas y sin escolta, ella no tuvo fuerzas para responderle, sólo murmurando frenéticamente, con la mirada desorbitada, que algo era injusto, muy injusto. Él, desde luego, había pensado que ella había perdido la cabeza y desmontó, sólo para encontrarse con unas pupilas huidizas y unos labios que tiritaban. Sólo una luz de cordura vino sobre Frigg en aquel ataque de histeria, cuando aquel soldado la alzó por la cintura para subirla en la montura y conducirla a Valaskjálf y suplicó. Ni Freya ni Odín nunca habían suplicado, pero Frigg sí lo hacía, más veces de las que cualquiera hubiera pensado nunca. Había suplicado a todas las criaturas vivientes que no mataran a Balder, su mayor tesoro, había suplicado a su esposo que matara a Loki cuando aquel ser vicioso había conseguido asesinar a su hijo, había suplicado a Thor que volviera a salvo en innumerables ocasiones, había suplicado por ayuda a humanos, elfos, enanos e incluso a los Jothun sin pestañear con tal de mantener a su familia unida y con tal de que incluso el más insignificante de los animales fuera feliz. Ahora suplicó por que no la llevara con su esposo, que la llevara a Fólkvangr, en cambio.

Cuando el Einherjer se subió a la grupa del caballo, ella entendió que la súplica no había servido de nada excepto para causar lástima: él sólo habría visto los ojos desorientados de una mujer fuera de sí, que no podría, bajo ninguna circunstancia, cuidar de sí misma. Sin embargo no la traicionó, tampoco a su confianza, y la llevó a la morada de Freya, hasta la habitación exacta que quería visitar. A veces los simples mortales daban una lección de lealtad a los dioses y, aunque no conociera su nombre, se lo agradecería eternamente. Le escuchó preguntarle si prefería que le acompañara o que la esperara afuera, ella optó por lo primero: tan difícil era poder confiar en alguien que no estaba dispuesta a correr de su lado a alguien así.

Al entrar en la habitación, la recibió la bofetada del moho, ese aroma agrio a humedad. De seguro la oscuridad tendría algo que ver en eso, porque, a la luz de la antorcha, el agua se deslizaba lentamente por las paredes. Estar ahí, en medio de ese cuarto, era asfixiante. La chimenea estaba apagada y en ella descansaban los últimos restos, ardientes aún, del fuego y al otro lado de la ventana se podía ver sólo frío y noche. No era lugar para una niña. La cama y las tablas del suelo crujieron y, de un segundo a otro, Esperanza estaba de pie ante ellos. No pudo evitarlo y fue a abrazarla. ¡Pobre niña! ¿Cuánto horror había tenido que soportar? Estar ahí sola, encerrada, contra su voluntad, por poco y ser la esposa de ese bastardo. La sola idea le generaba náuseas y un horror sin nombre.

-¿Qué quiere?-Esperanza se apartó apenas los brazos de Frigg la rodearon, con un brillo perspicaz y violento en la mirada. La mano de la diosa se deslizó por su cabeza hasta alejarse de sus cabellos, tenía los ojos enrojecidos como cuando la gente lloraba mucho. ¿Qué quería? Hacía mucho que las lágrimas de otra persona no la conmovían hasta hacerla cambiar de opinión, las de Arturo en su minuto lo habían logrado, pero él nunca se había propuesto manipularla, no era tan astuto como para eso, ni siquiera era astuto. La esposa de Odín retrocedió unos pasos y esbozó algo muy parecido a una sonrisa entre las lágrimas. A Esperanza no se le fue de la vista el detalle de que iba acompañada por un hombre armado hasta por debajo de la lengua. Ella tenía su Haenger, pero la verdad sea dicha, no iba a poder enfrentarlo. Además, Freya no dejaba entrar jamás a nadie excepto a sus criadas. Algo turbio había tras todo eso, quizá Freya necesitaba persuadirla de algo, pero lógicamente, tras todo lo que había pasado, no iba a ir en persona a hablarle, no sabiendo que no obtendría resultados.

-Has tenido que pasar por mucho-dijo Frigg, el viento hizo que la ventana golpeteara contra su marco-, cosas injustas y terribles.

-No sabe las cosas que he tenido que hacer para estar aquí-dijo Esperanza. Recordaba lo que se sentía matar. A ella no le había dolido tanto como a Arturo, él había quedado en estado catatónico tras matar un gigante para salvarla. ¿Había sido eso en Tortuga? No recordaba, de seguro había sido en Tortuga, porque todo un viaje lo escuchó hablar de la sangre que tenía en las manos y de cómo Dios amaba a todas las criaturas. Recordaba haberle dicho que esas no eran criaturas de su Dios y que semejante ser, de todos modos no existía y que esa aventura era la prueba; él había sacado una Biblia, ni idea de dónde, y le había hablado de los Gigantes que aparecían en el Antiguo Testamento. Con él no se podía razonar, sin duda, era un fanático religioso, quiso tirarlo por la borda, pero no tuvo corazón para hacerlo. Ella también tenía sangre en las manos y también dolía, porque ahora cada uno de esos rostros desencajados venía a su mente, el último gemido de los hombres al ser apuñalados, el crujir de la hoja de su sable contra las ropas, la piel, la carne y el hueso. Ser una heroína era ser una asesina y ella nunca había querido eso. Incluso si en su barrio era pan de cada día que un vecino matara a otro por un pedazo de pan, por una mujer o por otra bala para poder seguir robando y matando, ella nunca había tenido que pensar en matar, había querido ser mejor que eso. Había sido tratada como una semidiosa en la Tierra y aquí como una camarada más, para luego ser una rehén y una figura decorativa que se pasarían de mano en mano. ¿Qué sabía Frigg de todo eso si a ella jamás le había faltado nada? Quiso abrir la boca para decir algo más, pero las palabras no alcanzaron a salir de su garganta. De nuevo, la voz quebrada y dulce de la diosa marcó el ritmo.

-Sé lo que es tener que cargar con un gran dolor por haber hecho lo correcto, sólo he venido a ayudarte-dijo mientras extendía la mano hacia la joven frente a ella, parecía tan frágil, tan asustada. No la culpaba. ¿Qué tan cruel podía ser Odín? Había condenado a una muchacha inocente, a una muchacha que había acudido a su llamado, a un destino negro. ¿Con qué propósito lo había hecho? ¿Qué tan oportunista era en realidad ese ser que se hacía llamar su marido? Había creído conocerlo, pero a cada minuto que pasaba iba entendiendo sus motivaciones, motivaciones oscuras y egoístas. ¿De qué servía un dios de la sabiduría si emplearía todo su conocimiento e influencia no para el bien común, sino que el suyo propio? Se preguntaba cómo era posible que alguien tan noble como Thor pudiera tener la sangre de Odín corriéndole por las venas.

-Ahórrese su maldita lástima-dijo Esperanza, el Einherjer desenvainó el hacha que llevaba a la cintura, resuelto a reparar el agravio, pero un oportuno gesto de su Señora bastó para que la guardara nuevamente y la muchacha pudiera respirar en paz, o eso creían ellos: saberse en manos de alguien con un arma, que podía cortarle la lengua o la garganta a voluntad, no la complacía, incluso si sabía que mientras Frigg lo deseara, estaría a salvo-. Freya los mandó-no preguntó si se equivocaba o no, demasiado segura de que nuevamente era la víctima de alguna conspiración. Retrocedió un par de pasos para ponerse a resguardo y para recuperar su Haenger: presentía que, hiciera lo que hiciera, al acabar el día estaría en problemas, así que, un muerto más o uno menos en la lista no sería algo que le quitara el sueño, o eso creía. La esposa de Odín la vio sin parpadear y tampoco sin comprender, y eso le confirmó que todo era una farsa: esa gente, dijera lo que dijera, mentía.

-Si no vas a escucharme porque he venido a ayudarte, al menos hazlo porque, como tú, sé lo que es que te traicionen los dioses-la mirada de Frigg siguió a la muchacha. La chica retrocedió, sin voltear, una mueca dura pintada en su rostro que no se despegaba de los recién llegados. Su mano tanteó en la cama, entre las sábanas revueltas y se aferró al colchón. Seguramente lamentó segundos más tarde sujetar con ambas manos aquella pesada pieza, pero todo valió la pena cuando tuvo en su poder el Haenger, pudo sacarlo de su vaina y apuntarlo con toda confianza. El Einherjer, de rasgos que parecían cincelados en mármol, empujó a la Ásynjur a su espalda y sacó nuevamente su hacha.

-Déjala-la orden de Frigg fue clara y precisa, y su súbdito tuvo abierta consciencia de que ella no estaba en sus cabales. Pero, por suicida que resultase, envainó el arma y contempló a aquella chiquilla que tenía todo a su favor para rebanarles a ambos la garganta. Sería sabio, tal vez, regresar, ambos, pero esquivar así a la muerte no era digno, tantos años enfrentándola visceralmente para acabar de ese modo era algo vergonzoso. La mirada de la diosa a aquella joven se suavizó, incluso un rastro de ternura y empatía apareció en sus ojos, y como su leal servidor aún se negara a dejar de interponerse entre ambas, lo sujetó firmemente de la muñeca y se enfrentó a su interlocutora. Un rastro de lucidez en Esperanza apareció y se preguntó acaso había hecho lo correcto, mientras se obligaba a mantener la espada en alto.

-He venido a sacarte de aquí-dijo Frigg, un poco más animada de distinguir un efímero brillo de razón en esos ojos de ámbar.

-¿A dónde me llevará?-Esperanza aferró el mango casi con desesperación, esperando que una palabra a otra se formaran en esos carnosos labios.

-A Midgard-la voz se escuchó en apenas susurros y una mano se alargó invitándola a seguirla. La chica bufó, incrédula. Una idea vino a su mente y esa era que Frigg estaba ahí para llevarla con Freya o adondequiera que tuviera que ir para saldar la deuda que habían empezado con Loki, fuera quien fuera Loki, porque sabía que no dejaría a Odín ni a Asgard a merced de ese desquiciado.

-Vete de aquí, no necesito tu ayuda-luego de unos instantes que parecieron horas, su mente logró dar con una respuesta que se le antojó imposible de refutar, lo suficientemente firme como para aferrarse a ella y resistir cualquier intento que pudiera hacer Frigg de convencerla y manipularla.
-¿Sabes por qué estás aquí?-preguntó la diosa, con la esperanza de hacer que la niña se cuestionara con quién tenía más opciones de sobrevivir a todo eso, esfuerzo que fue fútil, porque su interlocutora estaba determinada a no prestar atención a nada, con tal de no dejarse manipular por nadie, aunque una voz muy tímida en su interior se dijo acaso Freya no tendría un plan aún más oscuro para ella y seguir a la esposa de Odín era la única opción que tenía para escapar de Asgard, Vanaheim, poder ir a casa-. Ven-dijo mientras se acercaba a la joven, con una confianza que nadie hubiera creído razonable-, y no tendrás que averiguarlo. Aún tienes amigos aquí.

Odín contempló la escena sin tener consciencia de la sangre en sus manos, espesa y maloliente, ni el dolor agudo entre sus caderas y sus muslos. Nunca había creído que Frigg pudiera ser capaz de traicionarlo de esa forma. Ella siempre había respetado todas sus decisiones, algunas veces en silencio, otras había protestado abiertamente, pero nunca había ido contra sus designios. Le vio tomar maternalmente la mano con que Esperanza sostenía el mango de su Haenger y guiarla suavemente para envainar, y también la observó mientras le ponía sobre la cabeza la capucha de aquel hombre que había dicho ser su paladín e irse de ahí. Y en aquel momento cayó en un estado que se asemejaba a la inconsciencia, un ir y venir de situaciones vagas y extrañas que, cuando comenzaba a comprender, se iban a negro sólo para ser remplazadas por algo aún más confuso.

-¡Recibamos con un fuerte aplauso a Rosario!-exclamó el conductor del programa en su impecable terno gris con solapas azul marino y corbata a juego; no necesitaba sostener un micrófono para hacerse escuchar, ya chillaba por un batallón completo aunque no de una forma completamente desagradable. En el plató, con el piso y las paredes iluminadas de rojo y con luces led que se encendían en distintos tonos, apareció una niña no muy guapa que recién rozaba con los primeros años de la adolescencia. Muchos decían que era más fea que pegarle a la mamá, pero al productor no le importaba eso, sino que tenía una voz que le erizaba la piel estuviera usando un ecualizador, una pista o bien cantando a capela entre el aroma a sudor y humo de la ciudad; que si era fea, claro que lo era, pero dentro de cinco años, luego del estirón y, si tenía mala suerte, un par de cirugías, sería un hermoso cisne. Los camarógrafos parecían flotar desde su perspectiva, al menos un metro y medio por sobre donde los afortunados de estar en primera fila tendrían los pies, corriendo raudos para tener la mejor toma, el ángulo más acertado. Las luces relampaguearon sobre su cabeza y la enfocaron de lleno, eran tan claras que no le permitían ver al público y eso era bueno. Antes de que se hiciera un incómodo silencio que tendría que rellenar hablando y animando el público, la pista comenzó a sonar y el presentador se evaporó por arte de magia.

El timbre estridente de dos trompetas, un violín demasiado agudo como para ser cierto y un bombo llenaron sus oídos y, antes de que pudiera razonar sobre lo que estaba haciendo y la enorme locura que eso era, estaba marcando los tiempos nerviosamente con el pie. Las trompetas se silenciaron por unos instantes y empezó a cantar. Se sabía la letra de memoria, en casa era un himno. Mamá podía ser una maestra de la cocina chilena, pero si había algo que le hacía perder la cabeza era la música mexicana, las rancheras y corridos con historias tristes y finales aún peores, cantadas siempre en voces tan expresivas y trabajadas que le movían algo en el pecho que le hacía desear armar una maleta, ponerse su mejor sombrero e ir al país del margarita y el tequila.

Por supuesto que mamá estaba orgullosa de ella y la miraba, desde la fila que apenas se movía detrás de las butacas del público para donar un par de monedas que aún podía permitirse dar en nombre de su familia para las campañas de reconstrucción. A nadie le molestaban los pesos en el fondo de la cartera, especialmente en esa situación: el país estaba destruido. La costa ahora era apenas una triste y larga extensión de tablas de madera aventadas a voluntad del mar, pudriéndose por el oleaje cada vez que subía la marea, por la humedad, la sal y el inclemente sol en aquellos sitios donde no hacía un frío que rozaba lo invernal; paredes y techos todavía flotaban entre las primeras millas de agua y muy pocas construcciones seguían en pie. Menos gente era la que podía alzarse ahora, en medio de las calles llenas de vestigios de que habían tenido días mejores, en los que no había podredumbre y humo en cada esquina, ni personas errando de una cuadra a la otra rompiéndose los brazos levantando piedras y bloques de cemento en una fútil búsqueda de aquellos a los que amaban. Los cadáveres se amontonaban en un atentado a la salubridad que le revolvía el estómago cada vez que lo mostraban en la televisión, competía con cómo se le estrujaba el corazón cada vez que las cámaras enfocaban a quienes tendrían que pasar una noche más en la intemperie, contando dos semanas sin bañarse y comiendo mal. Su familia había salvado el pellejo, en un pequeño barrio donde era una tarea más breve contar a los muertos que a los vivos y donde ninguna casa se había caído por la acción de los vaivenes de la tierra que parecían no acabar nunca. Había pensado que moriría: si no era por una muralla cayendo sobre ella, sería de seguro por el miedo. Habían estado en un punto ciego entre el fuego cruzado de las olas que se alzaron como rascacielos en las ciudades costeras y los volcanes que desataron su furia en el este, bañando campos e incautos de fuego que carcomió hasta los bosques que aún ardían y arderían hasta que acabara el verano dentro de tres meses o cuando la Madre Naturaleza pensara que ya había sido suficiente.

Y, en medio de tanta desgracia y horror, cuando hace una semana habían llamado de un canal preguntando por Rosario había creído que era una mala broma de la que podía reírse. Un grupo de famosos, modelos sin ningún talento superior a mantener un cuerpo escultural que ella, en sus cuarenta, envidiaba fervientemente, cantantes que no había escuchado en su vida, actores a los que decía a menudo que ni sus madres elogiarían –para ella sólo las novelas mexicanas eran dignas de un cumplido y de admitir que la hacían llorar a mares-, todos ellos se organizaban para montar un espectáculo como nunca se hubiera visto: sin nada de recursos, apenas un terreno baldío en medio de la capital, donde montar un escenario y butacas, y un equipo con unos talentos lo suficientemente variados como para poder salir al aire en radio y televisión sin tener que pagarle a nadie. Eso y dos pequeños mesones con tres cajeros cada uno, que sobrevivían a esa hora helada en base a café para mantenerse despiertos. Eran cerca de las cuatro y media de la madrugada, la fila no hacía sino crecer y ellos sentían que sus caras pronto se estrellarían contra la máquina registradora y los papeles. Pudo jurar que cada uno de ellos estaría rezando por que el evento terminara o llegara un alma a relevarlos. De seguro sucedería eso último: era un buen banco el que había ofrecido sus servicios ante ese espectáculo de beneficencia, donde las figuras más connotadas del país se daban cita para motivar a la gente a cooperar con aquellos que lo habían perdido todo.

Aún se preguntaba cómo era posible que su hija fuera parte de algo tan importante. Ella siempre había participado, desde muy pequeña, en un coro al que la habían apuntado. El profesor era muy conocido y, entre cerveza y cerveza, se hacía sitio y amistad con organizadores, políticos y productores, que habían decidido darle hace unos meses una mano invitando al coro –que estaba en fija decadencia por falta de dinero- a una ceremonia y luego a un festival local. En el festival, él había decidido darle una oportunidad a Ross de cantar un solo, el O Fortuna, o algo así creía recordar, y aparentemente uno de los organizadores del evento la había oído cantar y había pensado en ofrecerle un número, a un horario que se le antojaba burlesco, pero número que su hija no había querido negar: cantar en un gran escenario y con un público lo suficientemente pequeño como para no darse cuenta de que estaba temblando, era algo que no se daría dos veces.

El cajero la miró dos o tres veces antes de que ella reaccionara a buscar su monedero en la cartera. El pobre hombre le dirigió una sonrisa de falsa simpatía, como ordenándole silenciosamente que se apurase, mientras ella tanteaba dentro. Abrió el monedero y sacó un billete, el más grande que podía permitirse sin estar al día siguiente dándose de cabezazos contra la pared más próxima. Apenas pudo recibir el recibo antes de que un cortante gesto de la mano de aquel sujeto le indicara que debía moverse y dejar espacio para quien siguiera.

Sólo entonces se dio cuenta de que las cuatro canciones que Rosario había preparado habían terminado. El presentador, animoso como si acabase de llegar de unas vacaciones en Brasil con todo pagado, regresó al escenario.

-¡Demos un fuerte aplauso, una vez más, a Rosario!-exclamó con una energía envidiable, mientras tomaba galantemente de la mano a su hija y la hacía girar sobre sí misma, luciendo su vestido y bonito sombrero de charro que le había prestado. La niña dio torpemente una vuelta, evidentemente nerviosa. Ella sentía que podía poner un póster de ese hombre en su cuarto sólo por anunciar así a Ross y tratarla como si fuese una estrella de televisión. Los aplausos no se hicieron esperar, así como los silbidos y los gritos de una gente lo suficientemente entusiasta como para aclamar a una completa desconocida-. Y ustedes, queridos televidentes, queridos auditores que nos siguen en sus casas en estos minutos, cuando son diez para las cinco de la mañana-dijo el conductor acercándose confianzudamente a una de las cámaras que parecían absorber ansiosamente su imagen-, aún están a tiempo de pararse e ir al Banco, a la sucursal más cercana a donar, cualquier suma es bienvenida en esta noble cruzada para aliviar un poco la tragedia, el sufrimiento de nuestros compatriotas que lo han perdido todo: han perdido sus casas, sus animalitos los que viven en el campo. Pónganse la mano en el corazón. Nosotros fielmente estaremos haciendo sus noches más entretenidas, más amigables. Y, si usted quiere venir, ¡venga también! A estas horas de la madrugada hay asientos vacíos todavía-la cámara giró, siguiendo la mano extendida del animador. Ross taconeó nerviosa, en parte para entrar en calor, en parte porque estaba demasiado nerviosa y no sabía si desaparecer silenciosamente del escenario o quedarse ahí con una sonrisa idiota en un rincón como un vil florero. La gente agitó las manos y las pancartas, intentando ser capturados en la instantánea y que todo el país los viese-. No son muchos, ¿cómo lo están pasando?-preguntó al público y recibió varias respuestas en un rugido que se asemejaron a un rotundo -. Usted también puede venir, lo único que tiene que hacer es pagar una entrada en boletería: una donación de cinco mil pesos o un paquetito con cualquier cosa que tenga usted en su casa para donar, alimentos no perecibles, medicamentos, ropa porque hay gente que anda todavía con lo puesto; usted entrega eso en boletería y tiene inmediatamente su entrada y puede pasar a disfrutar en vivo y en directo este maravilloso espectáculo.

Un rumor se escuchó en medio de las butacas, como si la gente estuviera cantando algo. Unos daban saltos en círculos, abrazados, entre risas.

-¿Qué es eso?-preguntó el locutor, animosamente. Varias versiones deformadas de llegaron al escenario-. ¿Quieren que cantemos la cuenta?-varias formas de respuestas afirmativas se hicieron escuchar-. A ver, ¡cántenme la cuenta!-dijo el presentador, mientras se llevaba la mano que no sostenía el micrófono a la oreja, como si necesitara de algo que ampliara el canto desafinado y animoso de la gente, cuando pasaron un par de compases comenzó a menearse de un lado a otro marcando el ritmo e hizo una seña a Rosario para que lo acompañara en el frente del escenario. La niña se acercó tímidamente, sabiendo que no podía negarse, y cuando él empezó a cantar, lo siguió, con una voz bastante más afinada y trabajada. Era una cancioncita tonta, que repetía circularmente los números que componían la cuenta donde el gremio recibía el dinero donado para luego hacerlo llegar a los damnificados y daba razones para ayudar, pero era pegadiza: luego de oírla tres veces cualquiera se sabría el número al cual debería ir a depositar, y después de haberla escuchado toda una noche sentía que podía aferrarse a los hombros de cualquiera y bailarla, algo que desde luego no iba a hacer-. ¡Eso es!-exclamó el locutor, pasándole confianzudamente el brazo por los hombros, la cámara los enfocó de lleno-. Nos despedimos de Rosario, nos despedimos brevemente de ustedes, nos vamos a un corte comercial, no se mueva de nuestra sintonía. ¡Ya regresamos!

Luego de eso, las luces enfocaron un letrero led con el nombre del evento –tan ridículo como la cancioncita que de seguro uno de los productores había inventado mientras bajaba en el ascensor desde su departamento hasta su auto para ir hasta allá- y el animador la empujó suavemente por los hombros escalerilla abajo. A un costado de la escalera esperaba un hombre vestido de negro y en cuya camiseta se leía, en letras amarillas, que pertenecía al Staff, quien prácticamente les quitó los micrófonos antes de desaparecer al lado de una mujer rubia vestida con un precioso traje de gala. Un cuerpo fue a caerle encima a Ross, luego un segundo y un tercero, y no supo en qué minuto tres personas la apretaron y estaban saltando en círculos, con ella al medio, y gritando. Cuando ya iba a marearse, uno a uno la soltaron sus padres y su hermana mayor.

-¡Estuviste fenomenal!-exclamó su madre, quien parecía estar en las nubes y sentirse obligada a usar un vocabulario refinado entre tanta gente que parecía venir de otro planeta, con sus trajes elegantes y su elocuencia.

-¡Casi me da soponcio!-exclamó Rosario, a punto de desmayarse, pálida y ahora preguntándose cómo había soportado estar en el escenario. Le dolía la tripa y sentía que estaría así por, al menos, unos días.

-¡Atinaste!-le dijo su hermana-. ¡Ya pensaba que no ibas a darte cuenta de que tenías que ir a cantar la cuenta!

-¡Ay, no seas pesada!-dijo su mamá, dándole de bromas a su hija mayor y menos talentosa un palmetazo en el brazo; aunque su cara era tan seria que casi parecía un regaño de verdad.

Mientras eso ocurría en una nación de Midgard, muy lejos, en la tierra de los dioses, en la Cordillera que dividía Asgard y Vanaheim, dos sombras intentaban cobijarse en una cueva entre las montañas, esperando que fuera suficiente para que el viento helado no los congelase. Internamente, Odín se sorprendió de que hubieran llegado tan lejos.

-La primera vez que maté…-murmuró la voz adormilada de Siggurd, mientras frotaba su espalda contra la roca húmeda y fría para que la fricción le diera una efímera ilusión de calor. Al parecer había llegado el momento de contar historias para mantenerse lo más cercano posible a despierto. Hubieran seguido camino si la luna y las estrellas no hubiesen desaparecido tras un grueso e insondable manto de nubes que hacían imposible ver por dónde iban. Seguir de ese modo era peligroso, podían pisar en falso y caer de un acantilado, podían caminar por un agujero cubierto de la nieve pensando que debajo había tierra, y de eso saldrían con un par de huesos rotos o muertos. Arrastrar un herido era algo que no podían permitirse, porque ya no les quedaban fuerzas y porque eso ralentizaría la marcha hasta límites que fueran imposibles de trasponer.

-¿Te acordás de eso?-preguntó Hopkins, quien hace rato había desechado la idea de entrar en calor, especialmente porque los muros estaban llenos de arañas, insectos voladores y uno que otro bicharraco de mayor tamaño que no le apetecía tocar-. Deben de hacer mil lunas-completó la frase mientras miraba aún sin convencerse lo que quedaba de la pequeña culebra, pobre intento de serpiente, que su compañero había matado y le había puesto en la mano. Se suponía que esa era la cena. Siggurd había devorado su mitad del botín, la piel flácida y sin forma era la evidencia, luego de hartarse de esperar que él comenzara. Lógicamente debía de pensar que era un debilucho y un idiota, por sentir esa mezcla de lástima y asco, asco porque las condiciones eran ridículamente insalubres y comer eso era un suicidio, incluso peor que intentar tolerar el hambre voraz que le iba a partir el estómago a la mitad.

-¿Quién olvida eso?-preguntó Siggurd, mirando la mitad de serpiente con un brillo animal en los ojos, pensando seguramente que, si Gonzalo no se decidía a comerse de una buena vez el reptil crudo, se lo arrebataría y se lo acabaría solo, no es que uno de los dos fuera a enemistarse con el otro por eso. Hopkins detectó esa mirada y la siguió para responder con un jocoso:

-Las culebras no cuentan, ¿eh?-. Siggurd rio socarronamente, con esa risa desagradable y ronca antes de contestarle.

-Lo dice quien ni se atreve a comerse una-dijo.

-No significa que no sea capaz de cargarme una-retrucó Gonzalo, intentando salvarse como podía del agravio y mirando fijamente aquel trozo de carne y piel brillante. Más que mal, era algo, ¿no?, se dijo antes de decidirse a sujetarla con ambas manos y darle una generosa mordida.

-El día en que te vea hacerlo, te creeré-dijo Siggurd, ahora con un ánimo más hostil y menos bromista. Hopkins lo miró apenas despegando la vista de la carne blanquecina y en capas.

-Y decime, ¿esa primera vez fue, acaso, tan interesante?-preguntó luego de pasar rápidamente el bocado, intentando ignorar el sabor y la idea de que eso estaba crudo y que, posiblemente, iba a enfermar como nunca antes en su vida.

El hombre tuerto arqueó una ceja ante el comentario burlesco antes de responder. Por un momento aquella enorme extensión de montañas heladas y una noche que no acababa le llevó al invierno escandinavo y a días más felices. Si pudiera viajar en el tiempo y decirle a su pequeño yo de catorce años que se detuviera, que no alentara las fantasías de Helga y que hiciera lo que sus padres decían por estúpido que sonase, lo haría sin parpadear. O al menos eso se repetía, se mentía a sí mismo tan bien como en los viejos tiempos. Los viejos hábitos mueren lento.

-Tenía catorce-no alcanzó a parpadear cuando esa vocecita estridente de Hopkins resonó.

-¡Menuda hazaña la tuya! Yo lo hice cuando era un crío de doce-una mirada asesina le hizo callarse la boca repentinamente, una mirada de pero con palabras menos refinadas-. Anda, dime, ¿por qué lo mataste?

-Para robarle su ropa-fue la respuesta, dentro de todas las respuestas que Gonzalo se hubiera imaginado, esa definitivamente no figuraba. Largó una estruendosa carcajada que supo atinadamente en qué momento detener para no salir herido-. Fue el día en que Helga se fue de la casa. Le dije que nunca lograría salir del fiordo si decía ser una niña, así que su única opción era fingir ser un hombre… le pedí que tomara mi ropa y se hiciera pasar por mí-sólo salió de su ensoñación cuando un buen tramo de piel de serpiente, con franjas de marrón similar a la corteza de un árbol viejo y otras franjas de un marrón tan claro que parecía oro, salió volando sobre él, sólo para ir a estrellarse más allá de sus piernas, en un montón de rastros del reptil entre los que estaban las apestosas vísceras y la sangre y había estrujado fuera de la carne luego de matarla, arqueó una ceja en dirección a Hopkins quien se estaba acabando el último bocado-. Obviamente no iba a regresar desnudo a casa, así que detuve a un idiota que estaba cuidando una nave en el muelle y lo invité a una cerveza. El muy maldito sonrió al oír hablar de cerveza y puedo jurar que se imaginó el sonido de una pinta vaciándose del barril a la jarra y cómo se le calentaba el cuerpo. Era mejor beber hasta caerse de borracho junto con una que otra furcia, que estar al lado del mar congelándose los huevos por cuidar un drakar que no era ni suyo. Así que lo arrastré entre las rocas, prometiendo que llegaríamos muy pronto. Estaba oscuro y no me vio cuando ataqué. Me puse tras él y busqué en mi cinturón mi cuchillo, pero no lo encontré y tuve miedo, miedo de que volteara y me viera en eso, él iba a entender, había ido en los saqueos y sabía cuándo alguien quería matarlo, así que le salté encima y lo asfixié. Era fuerte y me dio una patada que me mandó a volar, yo todavía estaba tirado en la arena intentando entender qué había pasado, pero él estaba de pie otra vez con una piedra en la mano, no era grande, pero acabaría conmigo. No sé cómo me levanté antes de que lanzara la piedra, pero cuando la vi caer supe que me hubiera dado en la frente sin ninguna salvación. Él iría luego a la primera casa que encontrara y diría que me había matado por defenderse y nadie hubiera puesto eso en duda, sólo hubieran puesto en duda quién era el pobre imbécil que había pensado que tenía oportunidad de acabar con él. Y busqué otra vez el cuchillo sin pensar en lo que hacía, sólo en que él se acercaba y yo no tenía cómo defenderme. Cuando logré pensar que era un estúpido y que había dejado de buscarlo justamente porque no lo traía, lo encontré y a medida que lo sacaba de entre mis ropas por un momento me di cuenta de que estaba a punto de matar a alguien, que no era un juego ni una práctica, que era una persona y entendí que no podía hacerlo. Eso duró hasta que se me lanzó encima. Caíamos y su peso estaba sobre mí, y ya no sentía el dolor de cada puñetazo, pero sabía que no soportaría mucho, así que clavé el cuchillo en su pierna, en la vena. Creo que dijo algo, pero no me acuerdo. Sólo me acuerdo de que ahora yo estaba arriba y que había tenido que soltar el cuchillo, así que tanteé el suelo y encontré la piedra y medio muerto lo golpeé una vez en la cabeza y otra y otra. Primero sus ojos se cerraron, luego dejó de respirar. Escuché ruidos en la playa, así que le quité rápido la ropa, recogí el casco que se había caído por ahí. Y cuando estaba desnudo y sin querer lo miré, vi todas sus cicatrices, las que estaban frescas y las que no, y entendí que por mí culpa él no volvería a pararse, a caminar, a hablar con nadie ni a creer que le darían una cerveza, que no lucharía otra vez para poder ir al Valhalla, pero entendí también que hiciera lo que hiciera, yo no era digno del Valhalla y que no iba a ir nunca.
-Igual llegaste re lejos-terció Hopkins, y se quedó en silencio antes de que Siggurd pudiera notar su presencia. Siggurd siguió en esa extraña ensoñación, relatando lo que había ocurrido aquella vez:

-Toda la bilis se me subió a la garganta, así que me quité la ropa y me vestí con lo que le había quitado y le di la mía a Helga.

-¿Y ella consiguió escapar?-preguntó Gonzalo, curioso al ver que, finalmente, Siggurd estaba comportándose como un compañero de viaje normal y que estaba consiguiendo conocerlo aunque fuera un poco. Ese ojo gris, un tono más claro y brillante que la oscuridad que los rodeaba, le dirigió una mirada de pocos amigos, dejándole en claro que no eran tan cercanos como parecía y que no iba a hablar de más-. Supongo que eso es historia-dijo con una sonrisa algo idiota, intentando devolver la conversación a un punto en que no fuera un monólogo agotador sólo para mantener la cordura y la consciencia; la mirada que recibió fue igual de fría y su interlocutor se llevó el índice a los labios en un mudo gesto para pedirle silencio-. La primera vez que maté no fue tan interesante, ¿sabés?-preguntó; Siggurd había dejado de prestarle atención y estaba sigiloso como un gato, deslizándose por entre las paredes y el gélido suelo de piedra, intentando no tocar las tripas de la serpiente ni nada parecido-. Sólo disparé de un gatillo y eso fue todo-siguió narrando, sólo para darse cuenta de que su historia había dejado de ser interesante o, mejor dicho, nunca había sido interesante para su compañero de viaje-. Te gusta lucirte sólo a vos-dijo mientras se cruzaba de brazos, ligeramente molesto y herido en su ego. Siggurd no aguantó más y le tapó la boca con la mano dañada, listo para usar la otra con fines no tan amistosos.

Entonces fue cuando Hopkins lo escuchó: era un golpeteo agudo contra la roca, similar al choque entre un yunque y la hoja que estaba moldeando, que se perdía a través de la montaña, guiado por el viento helado. No alcanzaba a terminar el golpe cuando venía uno nuevo, escoltado por un rumor sordo como mil pisadas, primero cada vez más audible, luego cada vez más fuerte. Había extraños cerca, ahora entendía por qué Siggurd insistía tanto en guardar silencio. Eso podía ser muy peligroso o una salvación; podía llevarlos a los dos derecho a un calabozo por desafiar a Freya y a los dioses, como podía garantizarles no morir de hambre y realizar el último tramo del viaje más cómodos y seguros: las heridas de Siggurd aún no terminaban de cerrar, su cuerpo había recibido un daño considerable que los hacía arrastrarse lastimeramente entre cueva y cueva, y él se sentía cada vez más débil por la falta de algo que comer.

La necesidad era más fuerte que la sensatez. Tomaron las armas –dos cuchillos y una pistola que pertenecía a Gonzalo, que era un peligro mayor para quien la portaba que para el pobre desgraciado que fuera el blanco- y salieron lentamente, silenciosamente para husmear y ver de quién se trataba. Demasiado tarde se dieron cuenta de que ese sonido no podía ser otra cosa que las ruedas de un carro intentando aferrarse entre la nieve y las rocas lisas y húmedas, el relincho de un caballo, peligrosamente cerca y bajo sus pies, lo confirmó. También demasiado tarde se habían dado cuenta de que podrían haber llevado un carro consigo desde Fólkvangr, hubiera hecho las cosas un poco más fácil, ahorrándoles horas interminables de caminata. Antes de que pudieran sospecharlo, un caballo blanco, sucio y lleno de barro, salió disparado unos veinte metros por debajo de donde estaban; cuando se acercaron más al borde, a aquel precipicio que sólo se detenía con el camino que llevaba a Asgard hacia un lado y hacia el túnel a Vanaheim por el otro, vieron que tiraba un carro de no tan buen ver, pero lo suficientemente fuerte para cargar una cantidad de personas que no alcanzaron a distinguir. Eso fue hasta que uno de los desconocidos alzó el rostro y ordenó, con voz autoritaria a aquel que guiaba al corcel que se detuviese. El animal y el carro se detuvieron penosamente y ella descendió por una de las barandas de madera. Era demasiado tarde para huir, pero Siggurd estaba seguro de que intentarlo no iba a matarlo, Hopkins alcanzó a sujetarlo por el brazo dañado antes de arrodillarse y obligarle a hacerlo también.

Mientras Gonzalo gritaba:
-Salve, Reina Frigg-con una expresión tan falsa que, incluso si ella no los hubiera sorprendido en medio de una huida y malvivir como forajidos, hubiera sospechado sobre sus verdaderas intenciones, Siggurd se decía que era un imbécil por haber confiado en él cuando era evidente que iba a venderlo: parecía olvidar que había salvado su vida.

Ella lo miró con curiosidad. A sus espaldas crujía la nieve con los pasos de Esperanza y del hombre que la había ayudado a sacarla de la madriguera de Freya. Hace dos noches había soñado con algo así, aunque en su sueño era de día y la luz solar era tan brillante que rebotaba en el manto blanco y hacía imposible ver con claridad, por eso iba a tientas, intentando mantener los ojos cerrados para no sentir dolor. Recordaba que en su sueño había pensado que refugiarse en el pórtico del túnel era una buena idea, esperar a que llegara la noche y con ella poder seguir camino. Pero, al llegar ante el pórtico salían a recibirla dos extraños: un tuerto y un loco que malvivían de limosnas. El loco quería aventarla por las montañas al darse cuenta de que no llevaba nada de comer, el tuerto quería salvarla. Había recordado ese sueño al salir del túnel y por un instintivo acto de reflejo había mirado a su alrededor al reconocer el lugar, y ahí estaban dos hombres, uno huyendo y otro quedándose a hincar la rodilla. ¿Acaso lo que había visto no eran el pasado y el futuro? ¿Acaso el pasado no era tuerto? ¿Acaso no tenía un único ojo que sólo miraba hacia los días que ya habían pasado? ¿Y acaso el futuro no estaba loco? ¿Acaso no estaba trastornado por aquellas cosas que ocurrirían y aquellas que nunca iban a pasar del todo?

Como un chispazo, una nueva escena apareció frente a sus ojos: aquel hombre oportunista, de expresión cínica, aceleraría los sucesos, iría a Jotunheim. ¿No era él entonces el futuro encarnado que resolvería ese conflicto para bien o para mal? ¿No había visto su compañero los siglos que se perdían en la historia y el pasado? ¿No eran ellos quienes había visto?

Un trueno resonó a sus espaldas y la penumbra se volvió aún más insondable, el relámpago cruzó el firmamento y se reflejó en aquel par de rostros. Vio a Sinmara en el suelo, agonizante, uno de ellos le cortaba la cabeza y el otro la subía a un carro que brillaba más que la luna y el sol; vio calaveras a los pies de ambos, enredándose entre las redes de las Nornas, vio a Mímir y, colgando de su cuello, el ojo de Odín, ese ojo que recordaba cuando todavía estaba en el lugar al que pertenecía, y en su mano una de las manzanas de Iddun. Entonces todo volvió a la calma y la tranquilidad.

-Mi Señora, ¿está bien?-preguntó el que había conducido el carro, acercándose a ella evidentemente preocupado, para sujetarla de un codo. Ella se deshizo del agarre grácilmente y caminó hacia los dos hombres que ya se habían puesto de pie.

-Deben venir conmigo-dijo, su mirada era magnética, así como su caminar. Luego de semanas de contemplar a elfas, valkirias y diosas, Gonzalo debió admitir que estaba hipnotizado por Frigg y que sólo a ella era capaz de obedecerle, por eso y porque no tenía escapatoria.

-Como Su Majestad ordene-dijo haciendo una respetuosa genuflexión con la cabeza, mientras ella se acercaba tanto que no necesitaba adivinar las figuras que se perfilaban bajo su vestido. Siggurd no hizo reverencia, mirándola desafiantemente con su único ojo: enemigo de una diosa, enemigo de los dioses, incluso siendo obediente todo lo que le quedaba de su antinatural vida, jamás regresaría a su buena gracia.

-¿A qué?-Gonzalo apretó los ojos con fuerza al escuchar a su compañero tirar todos sus planes por la borda. ¿Tanto le costaba fingir sumisión?

-Eso Iddun puede saberlo mejor que yo-Hopkins no necesitó mirar para darse cuenta de que la sonrisa en los labios de Frigg era genuina y no guardaba rencor contra Siggurd, ni contra él. Era como una madre: sospechaba, pero no por eso los dejaría a su suerte.

-¿Sabe siquiera a dónde va a llevarnos?-preguntó Siggurd, su compañero de travesía estuvo seguro de que, de no haber damas presentes y de no ser tan delicada la situación, lo hubiera golpeado de buen grado. ¿Cómo era tan estúpido para permitir que su orgullo los pusiera en peligro de esa forma?

-A Asgard-la mano de Frigg tomó a Gonzalo de la barbilla, indicándole que podía dejar de presentarle sus respetos. Sus ojos no eran irónicos ni inteligentes, eran tristes. Desde luego que no sería sencillo engañarla, pero con mucha suerte, al llegar con Iddun no se habrían encontrado con Freya y podrían escapar de las tierras de los dioses. En el peor de los casos, en el trayecto se toparían con Freya y tendrían que improvisar algo para ponerse a buen resguardo.

-¡Eres un maldito!-un grito agudo resonó a espaldas de la diosa y una figura menuda corrió con la velocidad de un aerolito hacia Siggurd con un trozo de metal desenvainado al cual Gonzalo juzgó que no era sabio enfrentarse. ¿No era esa Esperanza? Había pensado que nunca volvería a verla y no sabía si se sentía bien o mal porque eso hubiera ocurrido, como no sabía si eso era un problema o una solución. Antes de que ella pudiera atacar a su objetivo, el cual desde luego era inexpugnable para alguien como ella, se agachó, la sujetó por la cintura y la alzó sobre su hombro, dejándola colgar como un saco de papas. Su siguiente tarea fue no prestar atención a los insultos que le dedicaba la muchacha y buscar en su mente las palabras adecuadas para calmarla, algo que no esperaba que funcionara, pero que de todos modos valía la pena intentar.

-¡Tranquilizate, Esperanza! ¡Por amor a Cri…! Por amor a Cristo, ¡vaya! Cómo si eso pegara y juntara acá, ¿no? ¡Mirá las boludeces que me hacés decir! A este paso y me van a tirar de la Montaña. ¿Podés hacer el favor de calmarte?-dijo buscando las palabras oportunas. Era bueno persuadiendo a la gente, era mejor aun marcando su postura, pero era un desastre si de tranquilizar a alguien se trataba.

-¡¿Qué haces con este traidor, Hopkins?! ¡Nos espió cuando hablábamos con Arturo y me acusó a Freya!-gritó mientras blandía la espada a lo loco al colgar los la espalda de Gonzalo, la sangre ya se le estaba subiendo amenazadoramente a la cabeza.

-Ese era mi trabajo-la sonrisa de Siggurd fue tan torcida que si Esperanza hubiera estado en sus cabales le hubiera dado escalofríos-. De todos modos, siéntete contenta: te aseguro que me llevé la peor parte.

-¡Paren los dos!-Hopkins sólo podía ver cómo su futuro se alejaba de él, así como su cabeza acabaría despegada de su cuello con todo eso-. ¡Siggurd, quítale la puta espada! No quiero terminar como un colador.

-Desde aquí veo que lo llevas bastante bien…-se burló Siggurd desde atrás. Ver a esa joven que le había dado una patada a la vida de su hermana y a su futuro le producía más placer que ninguna otra imagen, si la estaba viendo incapacitada para moverse y defenderse.

-Siggurd, ya me debes dos-dijo Gonzalo, con un tono marcado y que sugería que si no le quitaba el Haenger a la joven en ese preciso momento, lo pasaría realmente muy mal.

-¿A qué te refieres con que te has llevado la peor parte?-preguntó Frigg, más interesada en lo que se decían que en la grotesca escena que estaban protagonizando y que ella era incapaz de interrumpir, porque no tenía corazón para negarle nada a esa joven que tanto había sufrido. Internamente, Siggurd le pareció alguien imposible de tolerar sólo por haber tenido una pequeña porción en la autoría de su sufrimiento. El hombre tuerto notó aquel tono déspota, que casi no combinaba con su voz naturalmente dulce.

-Freya me había ordenado vigilar a Arturo y que no recibiera visitas. Su castigo por esto-no se molestó en disimular su mirada de odio hacia Esperanza al tratarla de esto-, fue la vida de mi hermana.

-¿Cómo se llamaba tu hermana?-preguntó Frigg. Un par de metros más allá Hopkins había conseguido que Esperanza guardase su Haenger y le prometiera no agredir a nadie. Su guardián tenía el hacha desenvainada, mirando con un ojo receloso a su par tuerto y observando con el otro aquella escena extraña y algo ridícula del otro lado. De cualquier flanco alguien podía atacar a Su Señora y eso no acabaría bien. La esposa de Odín observaba a Siggurd. En parte comprendía su sufrir y se condolía junto a él, por la otra, se le antojaba aborrecible.

-Thóra. Padre la llamó Helga… hace mucho-ella notó cómo esa única pupila huía de ella, cómo no quería que notara su dolor, por eso intervino.

-Entonces te complacerá saber que Freya ha caído en desgracia-por más que esperó no obtuvo respuesta y, por más que escrutó aquel rostro deformado por las cicatrices de una era que se había extinguido, no encontró una señal que le diera una reacción por parte del Einherjer; parecía ser carente de emociones y de su propia voluntad. Hopkins sonrió para sus adentros, complacido por tanta prudencia de parte de su compañero: al menos no iba a condenarlos-. Tengo una misión para ustedes-dijo Frigg, cuando se convenció de que el alma de ese sujeto estaba vacía de cualquier cosa que lo diferenciara de un títere al servicio de Freya-: deben llevar a esta muchacha de regreso a Midgard, a salvo. Es mi decisión que regrese a su casa, a donde pertenece.

-Así se hará-Gonzalo se arrodilló, en señal de respeto y obediencia, aunque eso no disimulaba ese rasgo cínico que tanto perturbaba a la Reina. Siggurd dobló la rodilla en silencio, a pesar que no sentía aún cómo el peso se descolgaba de sus hombros ante la seguridad de estar a salvo, aún veía el peligro arrastrarse entre las sombras con la firme convicción de darle caza, así como había cazado a su hermana. Incluso Esperanza no chistó al saber que sería enviada en custodia de ellos dos, siendo rebajada a la posición de una damita en apuros: ya vería cómo deshacerse de ellos dos en el camino, por ahora lo importante era dejar Asgard atrás, como quien deja atrás a un mal sueño.

Odín no supo cuándo aquella visión se alejó o cuándo se deslizó fuera de ella. Su frente dolía y palpitaba, sus ojos también palpitaban, como si fueran a estallar de tantas imágenes que se iban a esconder entre sus párpados, una tras otra. Un cosquilleo muy profundo comenzó a aletear en su cabeza, en la nuca, era una oleada que iba y venía y no podía ni quería detener. Pronto iba a querer golpearse a sí mismo por no haber acabado con todo eso y haber ido a buscar a Frigg para evitar que ella tirara todo por la borda, pero ahora se deslizaba tranquilamente a una nueva escena, mantenía los ojos cerrados, se quedaba acunado y se dejaba sorprender.

Su alma vagó sosegada hasta que divisó a Bilskírnir. Una enorme torre que se alzaba más allá de donde la vista le permitía observar, más alta de las montañas. Podía comenzar a contar las ventanas, aquellos recuadros de luz anaranjada que interrumpían el tono negro de la roca que le hacía confundirse entre la noche, pero sabía que las manzanas de Iddun se agotarían antes de que pudiera terminar esa tarea. Era el más magno edificio de todo Asgard, incluso de todo Vanaheim –y eso incluía la enorme mansión de Freyr, con sus elegantes habitaciones y las casas de oro en Alfheim-, podía decir que era el más grande y poderoso de los Nueve Mundos enteros y sabía que, apostara lo que apostara a esa moción, no lo perdería. Thor había hecho un gran trabajo. Él y Freya rescataban a los caídos en combate, peleándose por quién se llevaría a quién como si fueran dos cuervos cayendo el uno sobre el otro ante las miradas incómodas de las Valkirias, que habían hecho el trabajo sucio sin ninguna paga. Pero, a menos que quisieran arrancarse mutuamente la cabeza o llegase una amenaza que valiera el esfuerzo, no les servía de nada acuñar tropas y más tropas. Freya podía recibir en sus salones a los amantes separados por la muerte para sentirse magnánima, para decir que al nombrarla a ella se invocaría aquel extraño sentimiento que aterraba a dioses y mortales más que la más aciaga de las guerras, más que el peor y más temible de los odios; podía también recibir a los artistas, hacerlos que convivieran con aquella gente tosca que bebía de cada batalla y de lo que el peligro podía ofrecerles, podía hacerlo para sentir placer, por alimentar su ego, pero quedaría sin ver ganancias, al igual que él.

Thor era diferente. Acogía a los simples mortales, a aquellos que trabajaban con sus manos y de un trozo de tierra tenían una granja cultivada, y de una piedra inútil podían hacer maravillas. Aquellos que, valientemente, habían aceptado trabajar de sol a sol para sobrevivir, para alimentar a sus familias en Midgard cuando aún vivían, aquellos que habían sido arrastrados a los combates, a los saqueos, a las escaramuzas y habían luchado, incluso si no era su lugar, y habían muerto de viejos. Y todos ellos le daban las gracias alzando, para él, el palacio más grande de todos. Era un excelente negocio.

Se sentía atraído por algo casi magnético que emanaba de la edificación, así que entró. No sabía qué lo guiaba, pero pronto dejó atrás pisos y estancias. En un recodo escuchó un desgarrador grito. Era agudo, pero no era de mujer, a medida que iba muriendo en el aire, apenas flotando, las amígdalas se apretaban y parecían tragarlo, transformándolo en un gruñido ronco. Un silencio sepulcral se hizo por apenas unos instantes y luego una estruendosa risotada y varios golpes en una superficie de madera. Impulsado por la curiosidad fue hasta la habitación y el espectáculo que encontró fue grotesco hasta límites insospechados, nunca había visto tal cosa.

Sobre una mesa había un muchacho pelirrojo que no tardó en reconocer. Sus muñecas y tobillos estaban atados con lienzos rasgados torpemente y atados con fuerza a la parte interior de las patas del mueble. Estaba rodeado por al menos treinta hombres y por su hijo, en alguna parte, presidía la inusual reunión esgrimiendo su martillo de guerra. Había tantas dagas y hachas como las habría en un campo de batalla, pero nunca en un castillo donde reinaba la paz.

Thor se acercó amenazadoramente a Arturo. El muchacho se encogió sobre sí mismo tanto como podía y le miró aterrorizado con el ojo derecho, que aún no se cerraba, hinchado y morado, como el izquierdo.

-No, por favor-suplicó. Odín volvió a mirarlo: era apenas un niño que ahora cerraba los ojos y sollozaba. Quizá sería mejor que todo acabara así para él, de repente; si sobrevivía, sería peor.

-¿Qué es lo que no debo hacer?-preguntó Thor. No había rastro de ironía o burla en su expresión dura, la misma que llevaba cada vez que su yunque azotaba los cielos, cada vez que marchaba a la batalla, una expresión fría y concienzuda, como si supiera que de él y de sus manos dependía una obra magna en la que no tenía permitido errar.

-No más, por favor-suplicó febrilmente el muchacho, coordinando pobremente sus palabras. Thor le miró fijamente antes de cubrirle los ojos con un trozo de tela. El niño siseó por el rudo tacto de la venda sobre sus párpados heridos. Cuando el nudo estuvo hecho, el dios del Trueno volvió a alejarse y unirse a sus hombres.

-Que no se diga que en Bilskírnir no hay justicia-dijo, dirigiéndose aún a su rehén-. Ni a un asesino como tú se le obliga a mirar a su verdugo.

Una lágrima solitaria se abrió paso por la mejilla lacerada de Arturo. Un asesino, eso es lo que era. Desde el comienzo había sabido que acabaría así; desde que había alzado la mano por primera vez para defender a Esperanza, desde la primera vez en que había matado, había sabido que acabaría por condenarse y no había nada que pudiera hacer para salvarse, ni su vida ni su alma. Ahora comenzaría la verdadera tortura, aquella que duraría una eternidad. Había tenido la oportunidad de negarse, de evitarlo, de decir que no y remar con todas sus fuerzas hacia un mejor camino, donde no hubiera necesidad de hacer mal. Ahora era demasiado tarde y no servía de nada decir que lo sentía, tampoco pedir clemencia. Solo y atado, como un perro, como merecía estar, no tenía opciones de defenderse y una visceral impotencia lentamente comenzó a apoderarse de su corazón. Incluso si la última palabra había sido la suya, a final de cuentas, en todos esos horribles crímenes que había cometido, otros habían sido quienes lo habían impulsado al tablado sin nada con qué protegerse.

-Cuando usted lo ordene, Mi Señor-dijo uno de los hombres que rodeaban al hijo de Odín, al tiempo que acercaba un taburete y se paraba sobre él.

-Por favor, haz los honores-dijo Thor, con una mueca torcida en el rostro y un gesto con la mano que sugería algo más que una simple orden. Una flecha pasó rozando la mesa y un golpe casi silencioso se sintió en el piso de ladrillo.

-He fallado, Mi Señor, le ruego me perdone-aunque el hombre sonreía abiertamente, esa sonrisa que sólo tienen quienes disfrutan de una venganza que han esperado por largo tiempo, su voz sonaba como si estuviera cortado por el miedo ante un inminente castigo por su error.

-Tienes una nueva oportunidad, apunta otra vez-dijo Thor, incluso si su interlocutor había cargado el arco nuevamente y estaba listo para soltar la flecha en ese mismo momento. Odín entonces entendió todo lo que estaba sucediendo-, pero no dispares aún.

Un rumor metálico invadió la habitación; fue el único sonido que pudo percibir Arturo desde su posición, donde nada se veía, ni luces, ni sombras. No sentía la inusual claridad a través de la venda, proveniente de los candelabros que colgaban en el techo y hacían brillar los muros como si fuera, tan sólo en ese cuarto y en ninguna otra parte, de día. Sólo escuchaba cómo alguien desenvainaba la hoja de un arma y ésta chirriaba cada vez que se acercaban más y más unos pasos solitarios.

-Demos tiempo a Hella de abrirte la puerta de su Reino: le gustará verte después de tantos años-dijo Thor, una punzada le recorría el vientre al pensar que estaba frente de alguien que había hecho causa común con el asesino de su hermano. No era lo mismo que ajusticiar a Loki, para Loki tenía preparado algo diferente, algo especial, algo que no le haría nunca a nadie más. Pero, poder hacerse cargo de quien había entrado como un amigo a Asgard y se había encargado de traicionarlos, era algo que se sentía enloquecedoramente bien: alguien tenía que traer justicia, alguien tenía que darle a la plebe lo que querían, y ese sería él una vez más.

-Yo no soy quien buscan-Arturo articuló débilmente, suplicando a Jesucristo, dondequiera que estuviera, que lo escuchara tan sólo una vez más y enmendaría todo lo que había hecho, todos sus pecados los expiaría si sólo le daba una oportunidad de vivir-. Yo no soy Loki-tartamudeó, mientras rogaba aún a su Dios que lo sacara del dominio de aquellos demonios, que lo devolviera a casa. Juraba que se pondría nuevamente a su diestra.

-Entonces, ¿dónde está?-Arturo entendió todo en un instante: lo estaban torturando para obtener esa respuesta. Su mente trabajaba frenéticamente, su alma suplicaba porque, repentinamente, pudiera obtener la iluminación y saberlo todo; su corazón bombeaba de prisa y su sien retumbaba; cada vez menos aire llegaba a sus pulmones al tiempo que comprendía que todo acabaría mal-. Si no nos dices nada, todos estaremos de acuerdo con que eres Loki y todos estaremos de acuerdo con que estafaste a Freya de la forma más baja y todos estaremos de acuerdo con que Hela debería comenzar a barrer el puente de Gjöll para que lo cruces-en ese momento Thor hizo una seña a otro de los hombres que aguardaban mirando muy divertido la situación. Incluso cuando un par de pasos separaban al sujeto del borde de la mesa, Arturo sintió un extraño calor en la planta de su pie izquierdo, como si en lugar de estar ahí, estuviera con los pies ante una estufa para entrar en calor. Ese fue el último pensamiento coherente que cruzó su mente antes de gritar de dolor. Sus gemidos y gruñidos, como si de un animal lastimado se tratase, se siguieron escuchando cuando el hombre quitó las tenazas al rojo vivo con sumo cuidado de no quemarse a sí mismo. No tuvo tiempo de hacer que su mente volviera de ese rincón oscuro donde el instinto y el dolor la habían empujado, cuando sintió cómo las tenazas hacían retroceder la piel de su planta derecha. No tuvo consciencia de haber gritado o de haberse controlado, como tampoco sabía cuánto había tironeado de las cuerdas que lo ataban. Thor hizo una seña a su fiel servidor antes de volver a acercarse al muchacho, que ahora no tenía la cara enrojecida sólo por las heridas, las cortadas, los golpes que le habían propinado que lo volvían casi irreconocible, sino que también por la altísima fiebre que comenzaba a subir amenazadoramente por las quemaduras y el dolor que lo hacía delirar-. No va a querer que su padre se lastime otro poco los pies-en ese momento se acercó al hombre que sostenía el arco, mirando toda la escena en perspectiva y le ordenó en voz alta que volviera a disparar. La flecha fue a clavarse junto a la mejilla de Arturo con un golpe seco; el muchacho pasó saliva y apretó la sien, como si esperara que de pronto todo se detuviese para enterarse de que estaba muerto.

-Lo siento, Mi Señor, sólo me queda una flecha. Es Loki, Mi Señor, ha hecho magia para evitar que las flechas le lleguen-se excusó el arquero, ya sin esforzarse en fingir sumisión alguna.

-Entonces no la malgastes-dijo Thor, mientras se cruzaba de brazos, se apoyaba contra la pared y lo fulminaba con la mirada. Arturo tomó aire, seguro de que sería la última vez que podría hacerlo. Se preguntó por qué su Dios lo había abandonado. Escuchó los arcos tensar, no supo cuántos eran, sólo supo que la flecha de uno de ellos iba a matarlo. Escuchó al hombre que oyera antes hablar con Thor, estaba dando la orden. Una andanada silbó en el aire, era un rugido agudo. Quiso soltarse de aquella mesa y correr, huir muy lejos, pero una vez más no podía liberarse de las amarras aunque forcejeara. Gritó, como si eso fuera a detener las saetas en el aire y enviarlas de regreso al carcaj. No supo dónde se perdieron, sólo escuchó cómo una se clavaba en la madera con un golpe seco y esperó, esperó hasta que doliera lo que tuviera que doler, para al menos saber qué iba a acabar con su vida. La espera fue en vano, sólo escuchó una estruendosa carcajada sin saber que los vasallos y su Señor se reían del proyectil peligrosamente clavado cerca de su pubis.

-Ahora que lo pienso-las risas lentamente se calmaron a medida que Thor alzaba el tono más y más. Arturo, en su delirio, pensó que su voz era un trueno, una tormenta completa-. Puede que haya dicho la verdad-dijo el dios acercándose lentamente, como si disfrutara el sonido de sus pisadas solitarias entre el rumor confundido de su gente. ¿Acababan de torturar a la persona equivocada? Eso tiraba por la borda muchas cosas que desde su niñez habían tomado como verdades absolutas. ¿Cómo Thor podía cometer semejante injusticia si abogaba por todo lo contrario?-. Loki es más astuto, sabe en qué minuto el personaje no sirve y debe salvar el cuello de otra forma-la mandíbula del muchacho se tensó al oír la voz cada vez más cerca. Una parte de él gritaba, por debajo de esa insondable cortina de dolor y miedo que su torturador había sabido eso todo el tiempo, que sabía que mataría a un inocente, pero optó por repetirse que, habiendo descubierto su error, Thor lo liberaría; llegó a casi creerse esa sórdida mentira-; si este fuera Loki, ya no lo estaríamos viendo, se hubiera ido.

-¡Entonces hay que soltarlo!-gritó una voz más gastada que las otras, un hombre anciano. Quizá había visto su suplicio, quizá incluso había ayudado a volverlo más miserable, pero aún quedaba honor en su corazón y Arturo agradeció por eso.

-Soltarlo-la voz de Thor fue apenas un susurró, pero el muchacho se esforzó en oírlo. Por un momento creyó que lo estaba considerando, que le parecía una idea válida, hasta que volvió a abrir la boca-. ¿Alguien aquí quiere dejar ir al cómplice de Loki?-una respuesta a coro se hizo escuchar, un lapidario no que hizo de Arturo se removiera nervioso en su sitio-. Quizá sea demasiado injusto matarte-aquella afirmación no hizo más que confundir al muchacho-; quienes han sufrido por tu culpa dirán que no es suficiente-añadió antes de cortar con una daga las ligaduras que ataban las manos de su prisionero y le quitó la venda que le cubría los ojos. Sólo por ese efímero instante, el joven pensó que viviría; y sólo cuando fue demasiado tarde, se dio cuenta de que dos hombres lo sentaban en la mesa con rudeza y le volvían a atar las manos, ahora con las muñecas juntas y a la espalda-. ¿Ves ese muro?-preguntó Thor.

Odín por unos momentos no supo cómo se sintió aquel niño pelirrojo, cómo se sentía haber tenido consciencia de que todo acabaría repentinamente una y otra vez, a cada flecha con mayor fuerza; tampoco procesó cómo se sentía el haber tenido la breve esperanza de sobrevivir luego de toda esa tortura, de ese cruel juego con su soledad, con su abandono y con la certeza de que nadie haría nada para ayudarlo, ni entonces ni cuando se disparara la siguiente saeta. Sólo supo que entendía todo. Había pensado desde un inicio que la obsesión de Thor con su morada era algo enfermizo, un deseo extraño por mostrar su grandeza y la de su gente, por hacer sentir a todos quienes mirasen esa fortaleza que quienes vivían ahí y la habían construido a pulso eran los más poderosos, pero nunca le había preocupado ni le había parecido que algo malvado se escondía tras esos muros. Ahora su visión de todo eso era muy diferente: ahora sabía exactamente qué estaba pasando. Entre tres hombres terminaban de desprender los ladrillos de un muro falso, mientras otros dos apilaban en un rincón piezas de oro y plata de un incalculable valor.

-Lo mandé a construir hace miles de años luego de mis viajes por los Nueve Mundos. Primero lo usé para enterrar tesoros, ¿los ves? Coronas de reyes, espadas con las runas grabadas en la hoja, joyas y cosas que no vas a entender nunca. Pero cuando te traje hasta aquí, supe que el motivo de levantar ese muro había sido otro-.

Arturo pasó saliva y miró confundido, alternativamente al Dios y al arco pacientemente construido, sin comprender cuál podía ser un motivo mejor para usar ese doble muro y, más aún, en qué le involucraba a él. Era eso o que sabía demasiado bien el uso que le darían a esa muralla falsa, se dijo Odín. En sus oídos aún retumbaban los alaridos de ese niño, aún podía escuchar cómo gritaba por piedad, cómo suplicaba palabras incoherentes de perdón y misericordia por un crimen que jamás había cometido; podía ver todavía cómo se retorcía entre sus ligaduras, hiriéndose las muñecas y los tobillos. La desgracia de uno sería la dicha de muchos, sólo eso le detenía de evitar esa nefasta tortura.
-¿Pasará por aquí?-preguntó uno de los hombres, sostenía una pila de ladrillos y tenía la cara cubierta de polvo.

Thor estudió atentamente el agujero, no era muy grande, apenas un pequeño arco que se alzaba a ras de suelo y por el cual podía entrar un cuerpo menudo como el de Arturo si lo contorsionaban con la suficiente maestría entre los bloques salientes y la estrecha altura de la abertura.

-Claro que sí-respondió antes de tensar con más fuerza el amarre que unía las muñecas del muchacho, que se clavó inmisericordemente en las laceraciones ensangrentadas que ya tenía; fue como si alguien a voluntad enterrase un cuchillo en donde sus brazos se unían a sus manos, y lo moviese furiosamente hacia adelante y hacia atrás, siguiendo el curso de las heridas sin fallar, tocando la carne viva con una precisión endemoniada. No pudo contenerse de soltar un alarido que vino desde lo más profundo de su alma. Un sujeto, que había visto entre la horda, pero no conocía, se adelantó con un cuchillo y tomó uno de sus pies, haciéndolo chillar de dolor antes de que pudiera darse cuenta de que había cortado el lienzo que le sujetaba el tobillo a la mesa; cuando el hombre tomó su otro pie, recién quemado, en el que la piel parecía un reflejo hecho a imagen y semejanza de las tenazas, la misma silueta dibujada en un tono igualmente sombrío, rodeado del febril carmesí que había dejado el fuego a su alrededor, su mente voló a un rincón tan alto donde el dolor más intenso la hacía vibrar de una forma en la que nunca lo había hecho: lo sentía todo y no sentía nada. Perdido estaba entre los vapores de la dulce inconsciencia cuando le ataron ambas piernas con una cuerda. A Odín le recordó aquella infame cuerda con la que se plegaban las mortajas contra los cuerpos de los difuntos al enterrarlos, cuando las familias lloraban alrededor de un ser pálido como la cera, con los ojos antinaturalmente cerrados y vestido de blanco, sólo para perderlo en las profundidades de la tierra. Un tercero en discordia levantó el cuerpo liviano del niño. Era delgado y pequeño; en su torso, donde se marcaban las costillas y las clavículas chocado a la vista de una forma portentosa, se fundían golpes y cuchilladas. Los brazos cayeron libremente hacia un costado antes de que quien lo sujetaba comenzara a caminar hacia esa tumba de ladrillos y cemento. Odín se dijo que era mejor así, que era mejor que estuviera inconsciente en aquel momento, que los hombres lo enterraran en esos muros sin que él estuviera ahí para ver, sino que estuviera en un lugar donde recuerdos más dulces lo acunasen. Pronto se encargaría él de que la vida se extinguiera de su sangre, que el aire abandonase sus pulmones, y lo enviaría con Hela antes de que pudiera haber despertado para encontrarse en el encierro y la oscuridad. Si despertaba ahí, con el cuerpo apretado entre cuatro paredes, embadurnado con lo que quiera que los hombres de su hijo tuvieran en ese odre para pegar los bloques de vuelta a la pared, convirtiéndose lentamente en su agonía en un ladrillo más, sentiría un terror sin nombre. Debía descansar, era hora de irse.

-No te atrevas a abrir la boca-susurró al oído de su hijo, y fue como si la orden no hubiera ido sólo a sus oídos, hacia dondequiera que él pudiera escucharlo y juzgar su voluntad, sino que hacia sus labios y su voz. Cualquiera fuera el caso, se dio por pagado cuando no escuchó aquella infame instrucción que haría que los hombres despertaran al muchacho.

Quizá fue el instinto, quizá fue el dolor firme y constante en sus costillas amoratadas –y posiblemente rotas-, quizá sólo fue el leve movimiento hacia un lado y hacia el otro, pero Arturo abrió los ojos tanto como podía, entre los párpados inflamados y violáceos. Al comienzo los abrió tan débilmente que nadie advirtió que estaba despierto y, aunque eso les quitaba la satisfacción de una directa y cruel venganza, les facilitaba las cosas. Le costó distinguir dónde estaba y, más aún, entrar en razón y entender todo lo que había pasado. Por qué veía el techo deslizarse furtivamente y por qué todo su cuerpo dolía. Su vista era borrosa, sus ideas iban y venían buscando una respuesta; eso hasta que vio el agujero en la pared y todo volvió a tener sentido otra vez.

-¡No! ¡No, por favor!-si alguien le hubiera dicho que existían otros dioses, que aquel ser que admiraba en la cruz de la Capilla del Seminario, no era el único ante el que debía hincar la rodilla, Arturo hubiera dicho que eso era herejía y hubiera aventado al desgraciado que no guardara la lengua tras los dientes a la boca del lobo, como un perro tras un hueso, un hueso que se llamaba aprobación. Hubiera admitido que, si esas criaturas eran tan poderosas, no eran humanas; pero tampoco eran dioses: eran demonios. Y si algo más devastador podía ocurrirle, eso pisar la morada de los demonios y tener que defenderla con una espada en la mano y sangre de sus víctimas en la otra, hubiera perdido la razón, hubiera pasado día y noche encerrado en su celda, infligiéndose tanto dolor como pudiera para nunca olvidar, en caso de volver a ver el mundo por detrás de esos muros, que alguien había muerto en una cruz por expiar sus pecados y que no debía traicionarle. Sólo había una cosa peor, un último paso para llegar a aquel punto donde se cerrarían todas las puertas a sus espaldas: pedir clemencia. Pero ahora suplicaba misericordia y prefería no pensar en eso, porque quería vivir, estaba desesperado por vivir, por poner el rostro fuera de esa habitación y recordar cómo se sentía que el aire de la noche llenara sus pulmones. Esto sería un pacto, pero ya se había condenado hace mucho tiempo. Viviría. Sus gritos se perdieron en la estancia, entre el murmullo de los hombres, entre el correr hacia un sitio y otro los trastos. Se retorció entre esos fuertes brazos que lo levantaban como un peso muerto, intentó golpear, intentó removerse tan violentamente que lo soltara, incluso si eso era sólo para caer duramente al suelo y que alguien más volviera a levantarlo para arrojarla dentro de esa pared. Fue nefasto-. ¡Por favor!-el grito se elevó unos tonos más agudos, no reconoció su voz como suya. Haría lo que fuera por una oportunidad-. ¡Déjeme ir!-suplicó, buscando la mirada de Thor, quien miraba al frente con la mandíbula apretada. Suplicarle a esos seres pérfidos, pecaminosos, crueles; se daba asco a sí mismo, pero si no lo intentaba se odiaría hasta que el hambre y la sed hicieran el resto, hasta que se cansara de golpear los ladrillos con la cabeza con la esperanza de que alguien lo oyera y lo sacara, una ayuda que no iba a llegar-. ¡Se lo suplico!-gritó. Thor no volvió a mirar, como si de la nada hubiera quedado sordo. Se retorció una vez más, viendo el agujero peligrosamente cerca-. ¡Por favor!-sintió dos manos más sujetarlo de las piernas y rompió a llorar; desde entonces no entendió sus propias súplicas de clemencia, de perdón. Minutos más tarde juraría haber ofrecido sus servicios incluso en las más sombrías de las tareas. Entre los dos hombres hicieron entrar su cuerpo lentamente por el pequeño arco, lo hacían suavemente, como si quisieran deshacerse de él lo antes posible, en lugar de estar torpemente golpeándolo contra los ladrillos sin obtener resultados.

Cuando estuvo dentro y buscó algo contra lo que apoyar la espalda, tocó fondo antes de lo que hubiera querido. Era un sitio frío y estrecho, donde apenas entraba el calor, haciendo que los bloques, aunque no fueran húmedos, sí estuvieran casi congelados. El aire tampoco entraba. Apenas podía distinguir que estaba de lado, en su ojo izquierdo bailaba incómodamente un haz de luz, pero del otro flanco sólo había oscuridad, y un ladrillo rozando su ceja, otro su mejilla y otro su hombro. Tenía las piernas flexionadas hacia adelante, hasta donde las rodillas chocaban con otro duro muro y sus manos, tras la espalda, se encontraban apretadas entre la pared que sustentaba el doble muro y su torso mojado por algo que no supo distinguir si era sudor o sangre.

Vio cómo ponían una mezcla pesada y maloliente allá arriba de su cabeza, donde apenas alcanzaba a mirar. Una espátula la esparció. Su mente aturdida no captó qué ocurría hasta que, entre risas y comentarios soeces alguien puso un ladrillo y una piedra. La operación volvió a repetirse dos veces antes de que un cosquilleo le atenazó el vientre, la baja espalda y la nuca, como un latigazo o tal vez como el nudo de una horca; un sudor frío le recorrió todo el cuerpo y alzó la voz una vez más.

-¡Sáquenme de aquí!-gritó-. ¡Qué alguien me ayude! ¡Por Dios, qué alguien me ayude!-nadie prestó mayor atención a sus súplicas, ni al rostro contraído por la angustia y el pavor, mortalmente pálido y con el labio ensangrentado, a fuerzas de mordérselo compulsivamente una y otra vez.

-Pon más de eso ahí-dijo otro, señalando con el dedo el odre con la mezcla-: Thor dijo que quería que no entrara luz-añadió, señalando la juntura entre el ladrillo y la piedra, por la que se deslizaba tímidamente algo de claridad. Pusieron rápidamente manos a la obra y pronto sólo pudo mirar hacia arriba, hacia esa distancia que se acortaba más y más entre el canto del arco y la muralla que se acercaba hacia la altura.

-¡Alguien sáqueme! ¡Haré lo que sea!-gritó entre lágrimas, si acaso le quedaban lágrimas. Le hubiera gustado decir que sería bueno, pero ya había prometido eso una vez, tan lejos que prefería no pensar en cómo había llegado a esa situación. Lo había jurado a un Dios al que había traicionado y que ahora lo dejaba ahí a morir. No le había permitido matarse, no le permitía llegar al sórdido castigo que sería la vida tras la muerte, el Infierno, siempre inexpugnable y ardiente, lo dejaba ahí, donde su vida tampoco tenía ningún propósito excepto esperar el momento en que todo acabase. ¿No decía Dios que perdonaba a los pecadores? Era un mentiroso. Todos eran unos mentirosos que lo habían manipulado, lo habían usado de la forma más cruel para luego matarlo lentamente. ¡Los odiaba a todos! No importaba si eran mortales o una deidad, no importaba el color de piel ni la lengua de quienes se hubieran postrado ante esas estatuas hace mil años, ni el credo ni cómo sonaran sus rezos; los odiaba. Un nuevo ladrillo se ajustó allá arriba. Su cabeza aún no chocaba contra lo que quiera que estuviera sobre él, tenía que actuar rápido, incluso si no sabía lo que haría. ¿Intentaría ponerse de pie? ¿Se pondría de pie y empujaría el muro con su cuerpo? No alcanzó a reflexionar la carente lógica entre las ideas que cruzaban su cabeza. Presionó los pies contra el suelo para hacer fuerza junto con su espalda para subir, pero sólo consiguió dar un alarido cuando la piel quemada rozó con las piedrecillas y la suciedad.

Su corazón latía alocadamente y cada vez le costaba más tomar aire. ¿Por qué estaba ahí? ¿Por qué había nacido si siempre había vivido tras la sombra de alguien? ¿Por qué vivir siempre tras las rejas que otros le imponían? ¿Cuál había sido el sentido de nacer si iba a sufrir tanto sólo para morir así, que era peor que todo eso junto? No, no quería morir. La garganta le dolía de tanto gritar y sentía el gusto salobre en sus labios, el aroma metálico de su propia sangre por cómo se golpeaba contra las estrechas paredes, contra ese ataúd.

-¡¿Por qué?!-gritó, esperando que su captor diera la cara, quería oír por qué iba a morir. ¿No era irónico? Los enemigos de Dios eran sus verdugos, eran quienes acababan con los traidores como él. Entonces, si estaban tan a su diestra, ¿por qué era una traición lo que había hecho? ¿Por qué estaba tan mal y por qué debía morir por ello entre el silencio, el hambre y la podredumbre? Por supuesto que Thor no se acercó, y si lo hubiera hecho, Arturo sólo hubiera visto uno de sus ojos, quizá la ceja y parte del pómulo, pero nunca su rostro completo.

-¡Los maldigo!-gritó, era como el chillido de un ave al ser sacrificada, un ave que se golpeaba las alas intentando quitarse las cuerdas de quien la había metido en una jaula a la espera de, algún día, matarla y utilizarla otro poco. Porque ni siquiera muerto iba a estar tranquilo. Era como un ave golpeándose contra los bordes de su jaula intentando salir incluso si sabía que no había escapatoria y sólo conseguiría hacerse daño-. ¡Malditos todos! ¡Espero que se retuerzan en el infierno! ¡Que el fuego acabe con ustedes! ¡Que mueran y no tengan descanso nunca! ¡Malditos!-le costó articular esas últimas palabras, el aire entraba cada vez de una manera más pobre en sus pulmones, y no sabía si eso se debía a lo ridículamente estrecha que era la abertura que quedaba, apenas un ladrillo más y algo de mezcla, o lo tóxica que era aquella cosa con la que los pegaban, quizá fueran ambos motivos la causa. Se detuvo a tomar agitadamente algo de aire. Muéstrame que existes, dijo hacia sus adentros, como si ese fuera uno de aquellos antiguos días en los que creía que hablaba con Dios y Dios lo oía. Que estén todos malditos, suplicó, como si esa maldición alterase sus fortunas y lo dejara en libertad inexorablemente.

Pero la ayuda no vino y, lo único que alcanzó a ver antes de que todo fuera insondable oscuridad y supiera que su destino estaba así sellado, fue un último ladrillo embadurnado. Entonces pensó que quería que, después de todo, Dios también estuviera un poco maldito.

Texto agregado el 14-02-2018, y leído por 74 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
21-10-2023 !Hijueputa, usted ya se va a suicidar! scire
07-05-2022 Tu novela es magnífica, es un espectacular ejemplo de lo que es este género. scire
20-02-2018 Me gustaron tus descripciones. Voy a retroceder para comenzar la historia. No decaigas. Un abrazo, sheisan
 
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