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Cuando la respiración te quita la inquietante concentración de estar encerrado en un cuarto oscuro por una eternidad y saber que al salir tampoco verás la claridad que esperas por los vendajes que han colocado en tu sucia cara de traición intentando ahogar la vitalidad y el deber al punto de no saber si estás falleciendo o volviendo a nacer, cuando tu boca grita a través de los trapos y la desesperación se hace presente notando y deduciendo que estás amarrado a la espalda, castigado, destrozado, preso y privado de comunicación, en ese mismo momento de pequeñas dimensiones, justo ahí cuando las vendas presionan tu nuca al abrir la mandíbula para volver a sacar ese último sonido sordo de derrota, desdicha y rendición, cuando imaginas tu cara bajo las mangas que te rodean los ojos haciendo esa misma mueca de desapego a lo normal y abrías tu corazón, ese negro corazón, a la pena y la rabia, cuando todo se vuelve humedad en las cuencas cubiertas y entregas tu cuerpo a los espasmos de la tristeza y la angustia, cuando los pies tiritando se autoflagelan con las piedras y las cuerdas utilizadas para mantenerte inherente al suelo donde has escuchado decir que perteneces, decides llorar después de eones llenos de terror y rencor, decides no entregar la información, pero decides perder ante el enemigo invisible que te entrega comida suficiente con tal de no dejarte morir, ese mismo enemigo que te ha traído hasta aquí, esa imagen casi perdida de una figura en uniforme, una voz distorsionada a través de las telas en tu cabeza, unos zapatos gruesos que crujen sobre la tierra.

La libertad es la muerte, te hicieron creer. Pero antes debes entregar nombres para redimirte. Y tú, ya no recuerdas nada. Estás al borde de tu final, casi entregado a los brazos de luz que te calienta el cuello sabiendo que es de día otra vez más. Perdiste la cuenta ya de ellos, simplemente los dejas pasar.

El llanto les llama la atención, es la primera vez que sucumbes y muestras un deje de sentimientos aglutinados y almacenados en ese aparato que late lentamente dentro de ti, pidiendo piedad con su ritmo. Escuchas un tijeretazo. Otro más. Te están descubriendo el rostro y tus ojos ya no dan más. Estás sofocado dentro de los trapos y respiras con gusto a tierra, que en tu cabeza es la mejor tierra que has respirado en tu vida. Abres tus hinchados párpados y observas a la sombra que está delante de ti apuntando con esmero una pistola a centímetros de tu frente exigiendo y gritando, moviendo el arma sin salirse del rango para liquidarte de un estruendoso balazo. Lo miras en posición fetal, tirado en la tierra mientras las lágrimas comienzan a tornarse negras al recorrer tus mejillas cochinas y magulladas.

Escuchas el conteo impaciente y el griterío te parece un eco lejano, lleno de libertad y triunfo, lleno de éxitos, recuerdos, lleno de imágenes que acaban de volver a tu mente y no piensas soltarlos, son los más preciados espejismos y memorias que los gritos exigen. Sonríes y en tu último intento de decir una palabra vuelves a gritar. Gritas con todo tu ser, con toda tu alma, con todo tu cuerpo. Le pides incluso a Dios que grite contigo como último recurso. Vibras, tiemblas de resonancia y sacas todo el aire de tu pecho y en el mismo momento en que callas una bala atraviesa tu cabeza dejando un nuevo eco combinado con el estruendo que dejó en el cuarto tu aliento final. Caes. Te golpeas la cabeza con la muralla a tu costado producto de la fuerza del disparo, salpicas sangre sobre las piedras y un hilo rojo comienza a brotar sobre tu ceja izquierda. Mueres con una figura acribillada, preso y capturado por tus enemigos, mártir de tu ideología y héroe sobre tus campos.

Estabas dispuesto a esto. Te preparaste para esto. Y esto fue lo que recibiste a cambio. Pasarían años antes que encontraran tu cuerpo deshecho y pasarían muchos años más antes de que de alguien hiciera justicia. Justicia le dicen. Habrán disturbios, riñas y aglomeraciones. Mujeres y hombres llorarán tu desaparición. Tus hermanos dejarán de creer en ese Dios que acompañó tu grito y conversarán con una lápida de mármol sobre un cajón vacío. Tu madre perderá la consciencia y se desmayará el día que identifiquen tu cráneo. Tu padre dará declaraciones al borde del llanto. Algunos bastardos dirán que lo merecías, otros dirán que no es cierto. Pero solamente tú y yo sabemos la verdad, tú y yo solamente, porque ésta es la declaración escrita y el relato vivo de mi más oscura pesadilla. Una pesadilla que acaba con otra bala más. Un suicidio asistido por la mano del que puso tu cuerpo en esas condiciones. La mano que escribe estás palabras y la mano que entregó tus restos a tu familia en son de paz. No pediré perdón porque no lo merezco. Y tampoco diré que seguía órdenes, falso argumento. Solo esperaré encontrarme contigo despierto al otro lado del abismo. Y hasta quizá, hacernos amigos. Salud con esta última copa de este vino.

Éstas son las últimas palabras de tu asesino.

Texto agregado el 02-12-2017, y leído por 42 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
02-12-2017 Pareciera que una conciencia común hiciera del asesino y la víctima una sola persona, una sola voz en torno a esa verdad, secreto o pesadilla. Eso es lo que más me gustó de tu texto, saludos litomembrillo
 
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