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El calor comienza a inflar la tienda al alba como el vientre de una mujer embarazada y la luz araña el revoque. El polvo recomienza a girar en su infinito remolino junto a las amasadas dudas de la mente del creador del universo. Se manifiesta súbitamente el signo de la derrota, el sello de la caída: un espantoso grito mudo, atragantado en la garganta por pelos de animales, aquella violenta y disgustante pelambre blanca que surge a continuación desde su organismo, una violenta espeluznante y incontrolable cascada de pequeñas agujas del color de la leche que priva a la lengua de la palabra, apagando cualquier luz de la voluntad con la mayor fuerza de su flujo imparable.

Perdida la palabra, remane solo su imagen reflejada en un espejo, que no podía evitar multiplicar la evidencia de su catástrofe, junto a aquellas blancas criaturas expulsadas de su boca. Y la casa que contenía su persona, escondiéndolo a los ojos indiscretos de la gente, junto a ese misterioso y cándido brote de pelusas, mientras los días pasaban como espectadores ignorantes del desastre. Las paredes, en vez, sabían todo. Ellas asistían a aquella pelosa liturgia, a aquel infinito, odioso fluir de aquellos minúsculos guiones blancos. Porque aquel flujo níveo e incesante no conocía termino, como un místico poseso en un delirio irrefrenable, o un televisor encendido en un apartamento vacío, o quizá un infinito solo de un saxofonista de jazz.

Una vez aquella era una casa respetable, frecuentada solo de la alta sociedad. Una vez allí vivía una familia honorable, una madre, un padre y dos hijos. Cuando se despertaban los niños encontraban el desayuno servido sobre la mesa. Y era una fiesta verlos comer todos reunidos, a la mañana antes de ir a la escuela. Los útiles eran ya preparados desde la noche anterior. La madre los había enseñado bien, no andaban a la camas si haber terminado sus deberes y sin haber preparado sus útiles. Así a la mañana eran siempre puntuales en la escuela. El padre acompañaba a los niños a la escuela y luego andaba a la oficina a trabajar, mientras la madre permanecía en la casa. Aquel era su reino, ella tenia poder absoluto sobre los objetos que poblaban aquel espacio. Todos los enseres obedecían a su voluntad. Ni si quiera el polvo no osaba posarse sin su permiso.

Y todos los días la decoración crecía, aparecían ramificaciones abstractas, vegetación vacua y flores etéreas, que convertían la sala en un bosque impenetrable. Solo ella conocía la exacta posición de cada singular grano de polvo sobre aquella milagrosa proliferación de vegetación invisible. La criada de la limpieza la seguía en aquellas expediciones a los bosques incorpóreos. Las hazañas de aquellas dos mujeres habrían merecido la pluma de un gran cronista, de un talentoso novelista o de un buen periodista aunque no seria fácil escribir con palabras aquel diáfano encanto, la continua maravilla de aquella continua revelada ausencia, la armonía de la naturaleza no existente, aquella tan suya y bárbara afirmación del no ser que iba creciendo todos los días en una nueva y diáfana ramificación, una flor de la forma y colores mas increíbles, tan brillante que no podría ser descripta, si solo fuese visible.

Aquella irrefrenable vegetación crecía en su incesante primavera, tambaleaba como un potrillo que caminaba desde poco sobre su propias patas, se revelaba en las formas mas impredecibles dejaba en el espacio vacío su verde proliferación desafiando a la leyes de la gravedad, arrojaba los colores que explotaban literalmente sobre el revoque de las paredes en miles de fragmentos luminosos, escalaba sobre la tienda como un experto alpinista y llenaba el aire de una furiosa vitalidad vegetal. Todos los días la señora con la fiel mujer de la limpieza, desafiaba lo ignoto adentrándose en lo profundo de aquella vegetación invisible. Armada de un plumero. Las dos mujeres entraban en aquella foresta impenetrable, sumergiéndose en aquel tumultuoso y primaveral florecimiento, en aquel bullir de exuberancia vegetal. Cuando volvía el marido para el almuerzo, aquel encanto desaparecía en toda su misteriosa inexistencia, eterna e inaccesible.


Mas todo esto es parte de un pasado muy lejano. El padre ha muerto, la madre se marchó junto a su fiel señora de la limpieza. También el hermano había partido. Quedaba solamente el. Mas permanecía aquella presencia-ausencia que lo asediaba, lo circundaba, lo desafiaba con todas sus incorpóreas ramificaciones, las innumerables hojas y la deslumbrantes belleza de las flores, invisible a sus ojos. La única cosa que podía hacer era percibir la furiosa vitalidad de toda aquella incesante e imparable exuberancia vegetal. Mas el cometió un error fatal: fue en busca de un truco para resolver aquel misterio. Un trágico error que debería pagar caro.

Empezó a frecuentar magos y prestidigitadores, comenzó a estudiar todos los estratagemas, toda astucia, todo expediente. El había memorizado todo: conocía el instante exacto y el lugar en cual sería encontrado el mazo de cartas perdido, la carta que había adivinado el prestidigitador, el tiempo, la manera necesaria para recomponer el cuerpo de la ayudante aparentemente segado a la mitad, el truco que permita al cuerpo del ilusionista flotar en el aire.
Un día para documentarse mejor, decidió llevar un grabador, sin pensar en las trágicas consecuencias de aquel gesto. El clásico número del prestidigitador que extrae el conejo del cilindro era acompañado de una extraña palabra incomprensible, que debía ser una especie de palabra mágica. El grabador corría y así aquella palabra incomprensible deviene capturada de aquel diabólico aparato. Llegado a la casa hizo un nuevo y mas grave error, enciende la grabadora y el sonido de aquella palabra explota en el aire como una potentísima bomba. La pago cara.

Texto agregado el 02-11-2017, y leído por 18 visitantes. (0 votos)


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