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Recuerdo aquellas sesiones de terapia. Era pequeña, y el psicoanalista me parecía un gigante bueno que escuchaba lo que yo decía con una sonrisa comprensiva.

Un día le conté que mi madre preparaba el desayuno muy apurada para llegar temprano a la consulta. A ella le gustaba la puntualidad. Llegábamos diez minutos antes a todas las citas.
En el consultorio, ser puntual implicaba más tiempo de incertidumbre porque él siempre se demoraba con el paciente que me precedía.
Yo intentaba distraerme mirando los cuadros colgados en las paredes mientras imaginaba cómo se verían en la casa de papá. A papá le gustaba la decoración minimalista. Yo desconocía qué significaba eso, pero odiaba ver las paredes desnudas. Su casa era fría y casi no entraba el sol.

Mis padres estaban separados. Creo que por eso me llevaban a terapia. Recuerdo poco de los años que estuvimos los tres juntos; cuando se separaron yo tenía cinco años. Después de la separación viví deambulando de la casa de uno a la del otro.

Fui por primera vez a terapia un día lluvioso y gris. Mientras esperaba mi turno me sobresalté al escuchar el celular de mamá. Sabía que era Daniel. Cuando él la llamaba, me dejaban en la casa de papá. A Daniel no le gustaban los niños. No lo decía, claro, pero yo me daba cuenta.

Mi padre no tenía amistades; nunca lo visitaba nadie. Prefería estar solo en aquel caserón oscuro que había alquilado al separarse de mamá. Él también se veía oscuro, hablaba poco y ya no jugaba conmigo a la rayuela.
A veces se levantaba tarde; mi madre decía que estaba deprimido.
Un día pintó mi habitación de color verde manzana y hasta compró cortinas con estampas de pájaros.
Estaba segura de que mientras yo dormía, los pájaros escapaban de las telas que los retenían y se iban al cielo.
El cielo de las aves era distinto del cielo de Maxi. Él se había ido al cielo de los perritos, dijo el gigante bueno.

Mi padre nunca me llevaba a terapia y tampoco era puntual. Cuando iba a buscarme a la escuela siempre llegaba tarde. Su barba crecida pinchaba mucho y sus ojos se veían cada vez más profundos.
Un día le pregunté sobre los pájaros de la cortina y quise saber si las personas podían volar.
Me miró y dijo que ya no se acordaba.

Yo creo que él sabía porque tiempo después mi terapeuta gigante me explicó que había volado rumbo a un cielo diferente: El cielo de los papás.

Texto agregado el 31-10-2017, y leído por 142 visitantes. (7 votos)


Lectores Opinan
25-11-2017 Tu texto produce una ternura inmensa,esa que siempre se encuentra en la ingenuidad de los niños.Esa que hace que nuestra alma necesite algo así como el aire de un suspiro profundo. Me emocioné al imaginarlo todo***** Un fuerte abrazo Victoria 6236013
21-11-2017 Un placer para los sentidos leer tu texto. Me encantó ***** grilo
09-11-2017 Excelente trabajo donde encontramos magia, realidad y cotidianidad, buen hilo conductor e historia atrapante, me gustó. Saludos desde Iquique Chile vejete_rockero-48
02-11-2017 oh... que triste final. Es increíble lo distinto que ven las cosas los niños, porque así se siente: que una niña nos habla. Excelente! Saludos sofi_al
01-11-2017 Debió ser muy duro. Cinco aullidos volando yar
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