Mi aliento se desliza por tu superficie de dulce de leche, como un tren sobre los rieles de tus venas, hirviendo el azúcar y anestesiando mi nariz con el vaho de tu voz. Afuera gritan los niños, los carruajes y los cascos de los corceles. Estás conmigo cuando deberías estar madrugando para servir a tus hijos y a tu esposo que, petrificado y entramado en su sillón de oro y jade, ve correr a las nubes púrpuras sobre los montantes de las ventanas. Y mi sangre rebota sobre tus pechos, los tambores secos del funeral ya redoblan y reflejan las lágrimas del cielo que caen de tu mejilla y las gotas van en todas direcciones, corriendo entre la tristeza, la pasión, el error y la infidelidad. Sus ojos ezquisofrénicos me llevaron contigo a otro milenio. Mientras estoy muriendo, tus alaridos de dolor sobre mi colchón pútrido de bohemio parisino, atraviesan el tiempo por pasajes oscuros, por los rayos de la luna, y se vuelven placer en un nuevo colchón latinoamericano. Me buscaste tanto en tantas vidas y tantos lugares que al fin me encontraste: cavar una tumba de París a Lima no fue sencillo. Y mi aliento nunca dejó de deslizarse por tu espalda hasta el final, siempre paseó, buscó refugio y nunca lo halló, hasta que volviste sin marido, sin cadenas, sin dinero y sin obligaciones. Cargas contigo un pasado pesado; tantos años y pocas alegrías; un trapeador para mi cabeza y un carácter agrio, pues creo me confundes con tu esposo. En ninguna vida fui tu esposo y en ninguna morí cumpliendo mis deseos: en ninguna encarnación morí contigo. Pero saltaste el muro de angustias, atravesaste el desierto de soledades y me encontraste entre los sarcófagos de la selva. Ahora podré morir contigo, no por mano de terceros, sino amándote como cuando los niños jugaban abajo, como cuando los corceles relinchaban frente a los bares, y en mi autopsia figurará: "por vivir una vida entera con mi esposa", y al lado estará tu nombre.