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LOS CAJONES SECRETOS DE LOS ÁNGELES

Había llegado hasta la sala de exposición atraído por el título con el que se anunciaba en el periódico la obra de aquel pintor español. Después de presentarse en las principales galerías de arte en Europa, se encontraban por fin en Bogotá “Los cajones Secretos de los Ángeles”.

El artista quería atrapar los fugaces momentos de plena felicidad que la vida escasamente prodiga. Si lo lograba cada obra era un genuino tesoro de la humanidad. En su técnica se trabajaban con pulcritud los conceptos de luz y profundidad, complementados con recursos externos cuidadosamente preparados para coadyuvar en la transmisión de su mensaje.

En la exposición literalmente no había cuadros. Sus lienzos se enmarcaban dentro de negras cajas de pulida madera, soportadas en trípodes que las levantaban un metro y medio por encima del piso. En la parte anterior de los cajones se habían construido periferias circulares u ovoides, semejantes al contorno que sobre la córnea dibujan los párpados abiertos.

La pintura estaba elaborada sobre una superficie cóncava desde la perspectiva del observador. El efecto se lograba mediante una red de hilos que halaban el paño con distintas longitudes y tensiones, invisibles y eficaces en el interior de la caja. Cuando alguien se acercaba para apreciar los detalles de la propuesta, tenía la sensación de hallarse dentro de un ojo maravilloso que le permitía contemplar una velada dimensión de la vida, ahora manifiesta en todo su esplendor.

Se paseó varias veces frente a cada una de las piezas de la exposición. Uno de aquellos ojos de felicidad permitía ver a una hermosa joven con el torso desnudo, arrodillada sobre una verde y grisácea pradera, tenuamente abrazada por un sol ambiguo que en la cresta de la distante cordillera no se decidía entre nacer o morir. Su rostro inclinado hacia un objeto que el espectador no podía apreciar era una magnífica representación de brillo y plenitud. Un biberón que permanecía entreverado en la hierba develaba por fin las razones de su arrobamiento.

Más allá otro exultante ojo espía enfocaba una escena perfecta dentro de un paisaje montañés. Una abullonada oveja semisumergía los cuartos delanteros en el borde de la cristalina y calma laguna, abrevando el transparente líquido multicolor con todos sus sentidos. Centímetros más adentro, una rana navegaba en un sombrero de esterilla puesto de revés.

Erguido sobre unos pedruscos que sobresalían del agua, un niño campesino de rostro amogollado y rojizo , con el pantalón remangado y mojado, portando un báculo silvestre en su mano derecha, contemplaba la escena a la espera del predecible naufragio, seguro de que el capitán saltaría en el momento preciso.

En otra pieza, una abeja cubierta de polen se embriagaba libando del pistilo de una generosa flor y en otra más, dos adolescentes con las manos entrelazadas juntaban sus narices reduciendo el tamaño del mundo a los límites de sus propios rostros. Pero definitivamente se sintió capturado por una de aquellas ovoides construcciones en la que se mostraba un cuarto sencillo, con un anaquel en el que se acomodaban decenas de libros. Había una silla que lucía cómoda, adentrada bajo una mesa amplia, en la que estaban estratégicamente dispuestos una lámpara, un posillo y una cafetera, un lápiz y una libreta, una manzana y un tarro de galletas, pero también un cenicero que agredía ese armonioso conjunto.

Hasta ese momento había estado básicamente de acuerdo con los planteamientos del expositor, pero le resultaba molesto que hubiera puesto allí aquel cenicero y decidió abandonar la sala inmediatamente. ¿Porqué se tomaba la libertad de suponer que los cigarrillos eran imprescindibles?.
Dos días después regresó y buscó directamente aquel cajón. Apreció detenidamente los libros puestos en los distintos niveles del anaquel. Saboreó el brebaje atrapado en la cafetera, escrutó largamente el brillo de la manzana, imaginó el cuarto en penumbra y encendió la lámpara, tomó el lápiz y escribió su nombre en la primera página de la libreta, iba a abrir el tarro de galletas pero tuvo que detenerse bruscamente al constatar con asombro la ausencia del cenicero.

Infructuosamente repasó la pintura una y otra vez. Se alejó varios metros, observó a otras personas que apreciaban la exposición, suspiró profundamente, cerró los ojos y visualizó con toda claridad el objeto extraviado. Se acercó nuevamente hacia el cajón frente al que ahora una chica con vestimenta de estudiante de artes juzgaba la composición.

Carraspeó para advertir su presencia y abordó inmediatamente a la estudiante. ¿No le parece que el cenicero desentona en ese contexto?. La chica volvió el rostro hacia él y lo miró sin ambages como evaluando qué clase de individuo y con qué intención formulaba aquella pregunta. Estoy interesada en el análisis integral de la obra –respondió secamente y se alejó-. No estaba totalmente seguro pero al parecer ella sí podía ver el cenicero. Nuevamente volvió a admirar la pintura y cayó preso del fulgor de la manzana. Era muy hermosa y apetecible.

Durante una semana se olvidó del incidente pero una noche despertó agitado por un sueño en el que la manzana yacía sobre el cenicero. Al medio día visitó una vez más la galería yendo directamente al cajón misterioso. Era inadmisible. La manzana no estaba allí. Cerró los ojos y se encontró con la misma imagen del sueño. Llevó sus manos hacia los párpados y los refregó con la parte externa de los índices. Lentamente abrió los ojos, se fijó en la profundidad de la negra caja y pudo ratificar la doble desaparición.

Aumentó la frecuencia de sus visitas. Iba tres o cuatro veces por día y en cada oportunidad uno o varios objetos desaparecían de la pintura y se fijaban en su mente, en un arreglo o desarreglo caprichoso que en poco o nada seguían el orden originalmente plasmado por su autor. Tan solo sobrevivían el anaquel vacío, la mesa despejada y la silla semioculta.

Decidió que no volvería más a la sala de exposición pero cuando vio que en el periódico se anunciaba la presentación de una muestra de pintura tradicional haitiana, corrió para ver por última vez lo que quedaba de aquel secreto cajón de los ángeles. Se detuvo en la entrada. Estaba ansioso. Miró al interior de su mente y sorpresivamente encontró que la silla, la mesa y el anaquel también se habían mudado allí. Se arrojó en busca de la caja de madera pero cuando ingresó al recinto comprobó que estaban levantando la exhibición.

Con alivio descubrió que aún no se habían llevado aquella caja, aunque estaba cubierta por una tela escarlata. No lo dudó. Se puso delante de ella y corrió la cubierta que ocultaba el frente de la obra. El ojo de mirada profunda asomado a aquel cuarto misterioso había desaparecido y lo reemplazaba un espejo donde vio cómo su aterrorizado rostro se congestionaba.

Cuando recuperó el sentido respiró profundamente. Al principio no podía ver nada. Todo estaba en penumbra. Tanteando encontró una lámpara, la encendió y descubrió un montón de libros tirados en el piso y otros más sobre la mesa y la silla. Volvió a respirar profundamente y empezó a darle su propio orden a todo aquello. Acomodó el lápiz junto a la libreta, se sirvió una tasa de negro café y finalmente puso el cenicero en un extremo de la mesa, se quedó mirándolo con rabia y fijeza hasta que desapareció de allí para esconderse en algún recóndito paraje de su mente.

Texto agregado el 16-09-2004, y leído por 247 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
16-09-2004 Muy bueno, me hubiera gustado ver esa exposición. Saludos cristian
 
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