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Después de mucho tiempo he vuelto a leer esta historia. Me di cuenta de que hay cierta ficción en la historia, pero bueno la ficción en los cuentos es inevitable. Pero también hay muchas cosas que sí sucedieron, y que combinada con la ficción dan como resultado este relato, que tiene mucho de mí, y mucho de mi abuelita.

“Érase una vez un curioso pajarito que se posó en una pierda cercana y chilló cuando los pies le quemaron. Chillando la avecilla le reprochó a la roca:
_ ¿Piedra, piedra por qué quemas mis pies?
Para con voz grave la sólida piedra responder_: Es que el sol me quema a mí…
Ya cerca del caluroso sol, el pajarito le reprende también_: Sol, sol, ¿por qué quemas piedra, piedra, que queman mis pies?
_Porque la nube me tapa a mi_ contestaba el sol altivamente.
Y la avecilla volaba más arriba hacia una nube cercana…”.
Era así como lo recuerdo, o es que tal vez no lo recuerdo. Pero empezaba ella con palabras como aquellas, con una sonrisa tan tierna como el alba, y yo esperando la primera cucharada de mi almuerzo aquella tarde.
No sabía como lo hacía. Simplemente, empezaba a hablar con una voz, que pienso ahora, era de ángel y que ahora yo ya no recuerda. Pues ¿quién recuerda la voz de un ángel? Sólo Dios, diría ella.
No teníamos una rutina. Nada más elegíamos lo que nos apetecía y listo. No nos molestábamos en ver la hora o anotar cada paso. Pues sino andábamos derribando una pila de botellas viejas con limones grandes, nos íbamos a la misma columna gastada de siempre y con uno u otro lapicero marcábamos cuanto era que medía yo. Aquella era una de las cosas que a ella más le gustaban. Es que lo que ella más quería era que yo creciera como mi tío, aunque eso a un niño de cinco años no le importara mucho. Un niño a esa edad prefería corretear por el patio, o bajar a ver televisión un buen rato. O tal vez, ir con ella al angosto jardín del primer piso a cosechar los mísperos en la temporada, o a buscar a la viejo tortuga que se perdía entre los matorrales.
Era muy hermosa aquella señora. Pues al describirla nadie sabría por donde empezar. Que ironía no poder describir tanta belleza. O quizá empezar por aquel ondeado y delicado cabello negro que caía sobre un blanco rostro tan fino como la tibia brisa al amanecer. Y dos manos que te acariciaban cuando te acostabas en su regazo y caías en un sueño tan profundo que solo podías despertarte con otra de sus caricias.
“_Nube, nube_ chillaba nuevamente el pajarito_, ¿por qué tapas sol, sol, que quema piedra, piedra, que quema mis pies?
Y la nube respondía triste y melancólicamente con los ojos húmedos, lo que anunciaba que se acercaba la lluvia_: Es que el viento me sopla a mí…”.
Pronunciaba más su sonrisa y ya con mis seis años me embutía en la boca otro poco de arroz, escuchando atentamente sus palabras. Aquella vez saltaba fugazmente las páginas del periódico y de cuando en cuando interrumpía el cuento con frases como “¡Qué barbaridades ponen en los diarios ahora!” o “Ya no voy a comprar más este”. Yo simplemente me reía por la forma en que lo decía: tan seriamente que muchas veces intentaba curiosear cuál era la raíz de sus quejas, aunque en vano.
“No cansado, el ave sobrevoló a la triste nube en dirección al viento que resoplaba en un profundo sueño. A picotazos, el viento despertó sobresaltado, y la avecilla chilló por una cuarta vez_: Viento, viento, ¿por qué soplas nube, nube, que tapa sol, sol, que quema piedra, piedra, que quema mis pies?
Bostezando el viento respondió_: Pues la pared me tapa a mí…_ y se volvió a su pesado sueño. Todavía soplando en dirección a la nube”.
Era mi cumpleaños aquella noche. No obstante, en mi octavo cumpleaños la foto no fue la misma que en los anteriores. Aquella señora que había aparecido tan bella, ahora estaba muy delgada aunque aún sonriente. Sí, sonriente, pero parte de ella se había esfumado. Esfumado de su cuerpo e ido a quién sabe dónde, abandonándola en una depresión total. Una vez oí a mi mamá decir con nostalgia “La enfermedad la está acabando”, y lo primero que se me cruzó por la mente fue a una monstruosidad devorándosela, y así lo pensé, esperando en vano algún milagro.
Cierto milagro, que le devolviera el habla tan solo, o la vida, si era posible...
“Dispuesto a resolver el problema, el pajarillo no dejó de aletear, y cayó frente a la pared que lo escuchó tan sólido como la piedra:
_ Pared, pared, ¿por qué tapas viento, viento, que sopla nube, nube, que tapa sol, sol, que quema piedra, piedra, que quema mis pies?
Y la pared le responde monótonamente_: Porque el ratón me agujerea a mí…
El ave se acercó al ratón gris que saltaba contento que vitoreaba a un gato gris que maullaba cerca quejándose.
_Ratón, ratón, ¿por qué agujereas pared, pared, que tapa viento, viento, que sopla nube, nube, que tapa sol, sol, que quema piedra, piedra que quema mis pies?
_ Es que el gato me persigue a mí…_ contestó riéndose y saltó dentro de la pared donde el gato apareció y escuchó al pajarillo por encima de su cabeza”.
Era una mañana del trece de mayo, tres años antes del cambio de poder y una supuesta mejora en el país que no he visto hasta ahora. Yo andaba por el tercer grado de primaria, y todos teníamos que rezarle a la virgen ese día.
Lo primero que se me cruzó por la cabeza aquellos días no podía ser otra cosa. La señora había empeorado terriblemente. Temía que la enfermedad la encontrara de sorpresa cuando los doctores no se dieran cuenta y…
Cerré los ojos en dirección a la imagen de la virgen y pedí con todas las ganas del mundo que acabara con su sufrimiento de una vez. Que dejara de sufrir ya, que nadie la quería ver así…
“_ Gato, gato, ¿por qué persigues ratón, ratón, que agujerea pared, pared, que tapa viento, viento, que sopla nube, nube, que tapa sol, sol que quema piedra, piedra que quema mis pies?
Malhumorado el gato contestó_: Es que el cuchillo me mata a mí…”
Mi madre me abrazo con fuerza derramando lágrimas sobre mi hombro esa misma noche. Yo no sabía si agradecerle a la virgen o sentirme culpable a mis ocho años de edad.
Cuando ella ya no estaba para consolarme, cuando era ella por quien lloraba yo, por quien lloraban todos en el silencioso sepelio al que entré tras la rechinante puerta de su casa. Sillas, casi todas ocupadas, alrededor de un ataúd con flores encima fue lo primero que vi al entrar. No recuerdo si salude o no a la gente que sollozaba por ella. Lo único que recuerdo que me acerqué a aquel ataúd ocupado por alguien. Por ella. No, no era ella dentro del ataúd. No había nadie dentro de él. Tan solo un cuerpo inerte de una guapachosa señora. Señora que no había visto antes, aunque me recordaba a ella. Pero no, no podía ser ella. ¡No era nadie!
Me persigné, y me aleje con los ojos húmedos. Me sequé los ojos y me dejé caer en una de las pocas sillas que quedaban vacías y cerré los ojos. Ya no para pedirle a nadie. No quería ya más nada si no alejarme de todo ese dolor. No solo del dolor que percibía a mí alrededor, sino el que sentía muy dentro de mí. Las punzadas en mi corazón. Quería alejarme del dolor. No por solo por aquella noche, quería irme con ella, adonde se halla ido, quería irme con ella. Al quedarme dormido, no me encontré con ella por más que lo intenté, aunque hallé el recuerdo más vivo que tenía…
“Y el ave voló hasta el cuchillo y le preguntó ansioso_: Cuchillo, cuchillo, ¿por qué matas gato, gato, que persigue ratón, ratón, que agujerea pared, pared, que tapa viento, viento, que sopla nube, nube, que tapa sol, sol, que quema piedra, piedra, que quema mis pies?
_ Pues el hombre me hace a mí…”.
Me desperté temprano en su habitación. La misma donde me acostaba en su regazo y la escuchaba ansioso mientras me acariciaba. Por la ventana, vi como llevaban el ataúd vació a la calle. Ese día se llevaría a cabo el entierro. Me lavé la cara casi sin darme cuenta de lo que hacía. Bajé las escaleras, entonces, y saludé a los que encontré. Todos recordándola y riendo de sus ocurrencias. Mi tío me sacudió el pelo y salí riendo también al patio a buscar a la tortuga.
Me sentí mucho mejor porque en ese momento me di cuenta de que no la olvidaría. Ni a ella ni a nadie lejano. Sentí que estaba vivo. Sentí que ella, la bella señora, estaba viva en mí y en todos los que la querían, como todos los que estaban ahí.
La vida es eterna, y ahora sé que nadie deja completamente este mundo terrenal. Sé perfectamente, que a mis ocho años no entendía muchas cosas, pero estaba seguro de que un sentido de la vida ya estaba claro en mi mente. Tal vez no en aquellos asesinos que matan sin razón, pero en la cabecita de un niño cualquiera treinta años menor aquella idea no iba a ser olvidada jamás.
“Cercano al cuchillo estaba el hombre, y aleteando todavía, el pajarito le preguntó_: Hombre, hombre, ¿por qué haces cuchillo, cuchillo, que mata gato, gato, que persigue ratón, ratón, que agujerea pared, pared, que tapa viento, viento, que sopla nube, nube, que tapa sol, sol, que quema piedra, piedra, que quema piedra, piedra, que quema mis pies?
_ Porque Dios me hace a mí…”.
El cementerio era un lugar silencioso y lúgubre. No, no los fallecidos no lo hacían ver así. Era culpa de los vivos que infestaban ahí y lloraban por los que les hacían falta. Quizá tuvieran razón, pensé, pero ellos no sabían tal vez que por quienes lloraban siempre estarían ahí con ellos. No sólo en el corazón, sino en cada recuerdo de ellos que quisieran revivir en cualquier acto.
Me persigne cuando pasé ante la imagen de una virgen de piedra. Ahora no le echaba la culpa de nada. Y mi propia culpa ya se había ido. A pesar del dolor que había sentido la noche anterior, la virgen hizo lo que le pedí. Dios hizo que la señora ya no sufriera más, y estoy seguro que el lugar que le aguardaba en el cielo ahora ya estaba ocupado por ella.
“Dios, Dios, ¿por qué haces hombre, hombre, que hace cuchillo, cuchillo, que mata gato, gato que persigue ratón, ratón, que agujerea pared, pared, que tapa viento, viento, que sopla nube, nube, que tapa sol, sol, que quema piedra, piedra, que quema piedra, piedra, que quema mis pies?”
El entierro fue tan afligido como el sepelio de la noche anterior. Solté un suspiro de alivio por ella, y traté de no escuchar al cura mientras decía las bendiciones y el ataúd descendía por debajo de los lamentos de todos los presentes en un mar de dolor y lágrimas…
Fue la primera vez que lloré por alguien. Por ella que ya no estaba. Lloriqueaba por su ausencia a pesar de que ella me secaría las lágrimas y que había aprendido que ella no se había ido aún, yo lloraba como todos lo hacían.
Y fue aquella otra de las cosas que me enseñó. Existían cosas inevitables: inevitables como la caída de la noche e ineludibles como no llorar por la ausencia de alguien aunque sabes que no debes hacerlo…
“Y Dios Todopoderoso ordenó un terrible castigo para aquel pajarillo chismoso, y sin poder objetar la avecilla empezó a saltar de piedra en piedra, obligado por los grillos en sus patas…”
Este es uno de los tantos cuentos que ella me contaba, y que nadie se cansaba de oírlo. Esta es la historia de aquella hermosa señora que me enseño a vivir. Esta es la historia de la madre de mi madre. Esta, es su historia, bella señora…

Texto agregado el 15-09-2004, y leído por 1818 visitantes. (1 voto)


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