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EL ENFRENTAMIENTO

¿Por qué será que los adultos siempre piensan que tienen la razón en todo? ¿Por qué nos obligan a razonar como ellos? Esas preguntas y otras más sacaban de quicio a Juan Carlos. ¿Ellos no fueron adultos alguna vez? , reflexionaba. Si lo fueron, ¿no se hicieron las mismas preguntas? Entonces, ¿por qué sus padres actuaban de esa forma con él? Siempre le obligaban a hacer lo que no deseaba y él obedecía, sólo por darles el gusto, pero no más, ya era hora de hacer lo que siempre había querido.

Tomó el atril, sus telas, las pinturas inconclusas y los pinceles; caminó con pasos silenciosos hacia el fondo del patio y allí se quedó, bajo el ciruelo, entre el parrón y el damasco. Cada vez que sentía necesidad de pensar o pintar, lo hacía bajo ese árbol; y en esa ocasión particular de una soleada primavera, después de tomar unos cuantos damascos, los que les permitirían pensar con calma acerca de su situación, se sentó en la banqueta ubicada justo bajo la sombra del ciruelo, al costado del damasco y frente a su recién armado atril con la última pintura que esperaba los retoques necesarios para ser una obra ecléctica y vanguardista que en el cubismo haría gala.

Hacía rato que había dejado de lado las figuras en movimiento, retratos y paisajes porque, a pesar de su corta edad, pensaba que ya dominaba esa parte por completo, aunque muchas veces reflexionaba que sólo con el tiempo sería capaz de confirmar aquello; y si de tiempo se trataba, estaba seguro de que su vida sería muy larga como las de sus longevos antecesores, entre los cuales se contaba su querido abuelo Manuel, quien pasó de los cien años.

Juan Carlos tuvo la dicha de recibir los consejos de su abuelo hasta pocos días antes de su muerte, la cual había ocurrido un par de años antes. Para él, era una contradicción que su padre no tuviera las mismas actitudes de vida de su progenitor. De su madre no podía decir lo mismo ya que no conoció a sus abuelos maternos, y ella era parca en sus recuerdos con respecto a sus padres y a quienes los precedieron. No hablaba nunca de ellos y cada vez que él, como hijo único, le preguntaba acerca de sus abuelos, ella decía que ya le contaría y, como siempre, ese relato nunca llegaba, pues su madre encontraba la forma de cambiar el tema.

Montó el atril, preparó las pinturas y acometió la tela con una rabia contenida. Las figuras geométricas empezaron a destacarse con coloridos que no eran los acostumbrados. Era como si otra mano estuviera pintando y así estuvo largo rato. Miró su reloj y observó que había pasado toda la tarde sin darse cuenta. Como era sábado, le inquietó que sus padres no hubieran ido, ni siquiera una vez, a donde estaba él, cosa acostumbrada en ellos los fines de semana. Pensó que la programación de la tele debió estar muy buena para que ellos no salieran. Ordenó los útiles de trabajo y con mucho cuidado, después de haber subido nuevamente al entretecho, los guardó ya que debía cuidar que su padre no los encontrara y, otra vez, tuviera la eterna discusión con él en relación a sus estudios con la misma cantinela: “si no estudias, nunca serás un hombre de bien y créeme, pues soy tu padre y quiero lo mejor para ti, además, he vivido muchos años más que tú y por lo mismo sé que la pintura no te llevará a ningún lado de provecho…” y toda eso frente al llanto de su madre.

Observó las pinturas un tanto empolvadas que descansaban de pie junto a la muralla. -¿Cómo era posible que hubiera pintado tanto, sin que su padre lo descubriera?- reflexionó. ¡Qué osado he sido hoy, al permanecer tanto tiempo en el patio dedicado a mis pinceles! De inmediato se respondió que era precisamente evitar un enfrentamiento final con su padre lo que deseaba, para no tener que decirle lo de siempre: que no eran los estudios lo que le interesaban y que sus pinturas eran su vida, la razón de su existir y, por lo demás, ellas eran lo suficientemente buenas para poder vivir o subsistir; y si por alguna razón que desconociera no lo lograra, de alguna manera sobreviviría, sin tener que dejar su pasión por la pintura.

Si su padre no aceptara sus argumentos, ya lo había decidido: se iría de su casa, buscaría un trabajo que le permitiera comprar telas, óleo, trementina, pinceles y todo lo necesario para sus pinturas y aunque fuera para un mal comer, pues sabía que ese arte era su primera necesidad y que al mismo tiempo, luego de ese trabajo diario, pintaría. Descansaría, aunque fueran unas pocas horas diarias, pues intuía que podía ser agotador.

Su cara ya prometía incipientes arrugas. Sus dieciocho años no eran para tenerlas, pero los constantes sentimientos ocultos le hacían tener frecuentemente el rostro apretado, al punto de que sus profundos ojos negros se veían más pequeños de lo que eran. Ordenó con las manos su pelo liso, negro azabache y sacudió la ropa empolvada por el roce en la subida al entretecho. Después de bajar y permanecer un instante en el dormitorio, lo suficiente para poder saber que al otro día terminaría la pintura empezada y que, posteriormente, encontraría un lugar adecuado en el cual pudiera guardarla para que el óleo secara. No dejaría en su casa ninguna pintura, aunque estuvieran en el entretecho ya que cabía la posibilidad de que su padre las encontrara y, como era de esperar, las destruyera con placer.

También pensó que al día siguiente debía estar totalmente preparado, pues tendría el encuentro final con su padre. Sabía que se dirían de todo, incluso, lo que nunca se habían dicho. Debía acumular valor durante la noche para tal enfrentamiento porque, naturalmente, no sólo heriría al padre, sino también a su madre. Sabía, sobre todo, que el enfrentamiento lo tendría con quienes lo querían y lo habían mimado en sus primeros años como hijo único; y que el cariño que les tenía, nunca había desaparecido, pero era un asunto de sobrevivencia.

Salió de la casa, no sin antes mirar el dormitorio de sus padres y darse cuenta que estaban entretenidos mirando la televisión. Su espigado cuerpo comenzó la tarea de recorrer las diez cuadras que le separaban de la casa de su polola. A medio camino torció hacia los billares, pues no tenía deseos de estar con ella. Lo único que anhelaba era evadirse en esos momentos previos tan cruciales, y nada mejor que el juego para hacerlo.

© Lionel Henriquez B.
Valdivia, Noviembre de 1987.

Texto agregado el 01-12-2016, y leído por 278 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
03-12-2016 1. Me encantó Lionel querido. Me gusta ese final evasivo de quien experimenta problemas existenciales. Demuestras con fino tejido literario lo difícil que es decir cara a cara “las verdades” a quienes se aman. Verdades que a veces son más “fantasmas” que reales porque se tiene miedo de asumir responsabilidades. Es una realidad muy cierta entre los creadores de arte y su entorno familiar. SOFIAMA
03-12-2016 2. Destaco en tu narrativa la forma de conducir la intriga. Ésta que vas desgranando de una manera tan hábil que el lector elucubra hasta el momento final cuando junto al sujeto-actor de la historia, debe enfrentar lo no enfrentado. Sublime. Una lástima que nadie se haya dignado a comentar y, a lo mejor, ni a leer ya que es un trabajo de alta calidad en su estructura y en su contenido. Full abrazo, amado poeta. SOFIAMA
 
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