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-Mira esto, es semen.
Braulio me mostraba unas manchas amarillentas en las sábanas que seguro eran suyas. Tenía 73 años, pesaba 100 kilos y no sujetaba el esfínter. Llegó al hospital por una parálisis en su lado derecho producto de un ataque cardiaco. El tercero según él. Apenas me vio empezó a contarme que en urgencias lo habían torturado, que le preguntaron cosas de las que no tenían por qué enterarse y que seguramente querían las claves de su cuenta corriente. Después lloró un poco porque una hija suya se había casado sin su consentimiento, puta, dijo, la desheredaré. Otro día hablaba de los olores, la mala atención y los abusos de los funcionarios. Creía que uno de los internos lo había sedado, le había subido la bata y se había masturbado en su cama. A veces discutía con alguno de ellos, pero no le hacían caso.
-Sí señor, lo revisaré -le decían con desgano y se iban tan rápido como llegaban. En fin, al poco le dieron el alta. Antes de irse me susurró al oído el nombre de un anestesiólogo.
-Cuídate de ese depravado -dijo y cerró un ojo de una manera extraña que no supe interpretar.
A su cama llegó un anciano menudo que estuvo poco tiempo. Cuando lo trajeron vino con él un grupito de médicos y enfermeras. Lo revisaron, tomaron algunas notas y bien serios cruzaron un par de frases en clave doctoral. Una enfermera revisó las conexiones en sus brazos y auscultó los signos vitales. Yo miraba de reojo, cuando el dolor me lo permitía. El viejo era tan pequeño que parecía un niño. Estaba dormido y respiraba con suavidad. Tenía los pómulos salientes y el pelo desmarañado. Bajo la piel translúcida se notaban las venas del cuello y leves pulsaciones. Al despertar conversamos un poco. Se llamaba Renato, vivía con su esposa y no tenía hijos. No me supo explicar el motivo de su llegada, pero por lo que entendí había sido un fumador empedernido y tenía malos los pulmones. En la tarde vino la enfermera, revisó mis conexiones, me preguntó cómo me sentía y luego se fue a la cama de al lado a lo mismo. Renato quiso saber qué le pasaba y la enfermera respondió lo habitual:
-Usted está en observación, tenemos que esperar el resultado de los exámenes.
Al rato comenzó una de mis crisis. Dicen que el dolor es lo más difícil de explicar, porque es personal y subjetivo. Pero sentía como si me metieran punzones calientes por entre las costillas y me empezaran a hurguetear y quemar las tripas. Me di vuelta y me doblé. Los analgésicos intravenosos no eran suficientes, y las crisis que me venían cada cierto tiempo eran terribles. Duraban diez a quince minutos, los que para mí eran la misma eternidad en el mismo infierno. Lástima que uno no pueda controlar los procesos internos del cuerpo igual como mueve piernas y brazos, comenté otro día al médico. Me respondió que la naturaleza era sabia, que no estábamos capacitados para regular tan bien los órganos vitales como sí pueden hacerlo ellos mismos. Es más, desde afuera lo que más hacemos es perjudicarlos.
-No, mejor dejemos que las vísceras hagan su trabajo.
Aun así yo lo intentaba, y apretaba las piernas con todas mis fuerzas, el esfuerzo físico, pensaba, junto con agotar mis músculos agotará el dolor. No sé qué tanto ayudaba, lo cierto es que al rato me dormía. Ese día desperté como a las tres de la mañana por el alboroto que armó Renato. Uno a cada lado de la cama los médicos le tocaban el pecho y la espalda.
-Es una crisis terminal.
-Aha, esto no tiene vuelta.
-Enfermera, estabilícelo y contacte a un familiar.
Los médicos se fueron, la enfermera cambió las botellas de suero y medicamentos y puso oxígeno. Esperó un tiempo y también se fue. Entonces me di vuelta y lo miré. Ahora el cuello se le hinchaba, tenía más conexiones en los brazos y una mascarilla le cubría casi toda la cara. Pero lo que más me llamó la atención fue la irregularidad de su respiración. Por cada cinco o seis inspiraciones cortas le venía una muy larga que inflaba su estómago, y le salía un quejido profundo cuando botaba el aire. Estuvo así varias horas. Cuando vino la enfermera le pregunté qué le pasaba y me dijo en tono monocorde y rutinario
-El paciente agoniza.
Sentí escalofrío. Ese hombre, con el que había hablado en la tarde, iba a morir pronto y nada se podía hacer. Hay gente que trae a sus familiares a morir al hospital dijo al pasar una vez un funcionario. Hay gente que va a dejar a sus padres a un asilo, le respondí. Cuando llegó su esposa le trajeron una silla, se sentó y lloró bajito. Después de un rato, ya más tranquila, conversamos. Me contó las últimas cosas que había hecho Renato, así, en pasado lejano y definitivo.
-Era de los que no podían estar mucho tiempo sentados, siempre haciendo algo. Lo malo es que fumaba tanto.
Hablaba con voz quebrada y le corrían las lágrimas. Se sonaba despacio y educadamente. Con el pretexto de sacar algo del velador me di vuelta para dejarles un poco de intimidad. Ella estuvo toda la mañana recordando cosas y sufriendo. Le tomaba la mano, le acariciaba el pelo y se ponía a llorar. La enfermera, que venía cada vez menos, mientras revisaba mi ficha en una se quedó pasmada, miró lo que sucedía en la cama de al lado y salió presurosa. Al poco rato llegó un asistente y puso una cortina entre las camas. Lo último que alcancé a ver de Renato fue que respiraba con más dificultad. A los pocos minutos de poner la cortina, murió. Lo supe por el llanto sostenido de su esposa, y por el pitito de la máquina. Se la llevaron del brazo y le dieron un vasito de agua con un calmante. Luego dos diligentes funcionarios sacaron el pequeño cuerpo y lo metieron en una especie de féretro metálico. Una mujer rechoncha y ágil pasó a limpiar con cloro todo lo que estaba a su alcance. La calma y el vacío que quedó me sumieron en un pesado sueño. Cuando desperté la cortina estaba arrollada y un asistente, muy orondo, preparaba la cama para recibir al próximo paciente.
Mis crisis se hacían más espaciosas y menos intensas, pero todavía no podía comer. El nuevo hablaba poco y dormía mucho. Venía por problemas en un riñon y tenía un humor de putamadre. No se le podía conversar. Al día siguiente empecé a comer papillas y me sacaron algunas conexiones. Sin embargo, el amargo de mi vecino me había contagiado el mal humor. Y no me hizo ninguna gracia la visita del médico, su amabilidad fingida y su tono optimista cuando me dijo que estaba mejor, que eran necesarios unos exámenes para salir de ciertas dudas, nada preocupantes, y que mientras me agendaban la hora iba a mandarme un kinesiólogo para que me sacara a pasear en las mañanas.
-Tenemos que fortalecer los músculos y la circulación, ¿eh, Sansón?
Las primeras veces apenas pude salir de la sala, pero de a poco aumenté la distancia y ya al tercer día recorrimos el pasillo. Cuando salimos vi el ajetreo que antes imaginaba sólo por los ruiditos y cuchicheos. Ancianos en sillas de ruedas, aseadores con sus carros, enfermeras con papeles en las manos, otros funcionarios con bandejas llenas de medicamentos o pocillos con comida insípida. El kine me llevaba del brazo y me decía que no me apurara. Qué me iba a apurar si tenía el corazón a mil con los diez metros que había avanzado.
-No te preocupes, aunque tengo ganas no saldré de aquí corriendo.
Llegamos al final del pasillo y me quedé mirando por la ventana. Estábamos en el quinto y abajo se veía una plazoleta en forma de media luna. Los bancos todos ocupados por enfermeras, practicantes y asistentes. Mas allá había dos torres de siete pisos unidas por un puente con amplios ventanales. A través de los vidrios se divisaban siluetas blancas que se cruzaban. En una esquina, una enfermera con las manos en los bolsillos conversaba con un médico. Él hablaba y le mostraba el celular. Ella lo miraba con atención, se reía y se pasaba la mano por el pelo. Me habría gustado ver en qué terminaba ese coqueteo, pero el kinesiólogo me arrastró de vuelta a la sala. El esfuerzo del retorno fue descomunal. Llegué a la cama como si hubiera corrido la maratón. Me dieron una jalea, y mientras me la comía llegó mi médico y me comunicó que al otro día iríamos al quirófano
-Llegó la hora, prepárate.
Llamó a la enfermera y le ordenó ubicar a un familiar mío. Lo miré asustado.
-No te preocupes, es protocolar, el riesgo es bajo, muy bajo.
Y salió tan rápido que no alcancé a oírle quién sería el anestesiólogo.

Texto agregado el 28-11-2016, y leído por 270 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
20-12-2016 Yo no pondría ese título porque me remite enseguida al famoso cuento Chuck Palahniuk aunque no tenga nada que ver con esto (además "tripas" me quedaría mejor). No sé si es bueno que me hubiera olvidado el asunto del anestesista hasta que lo mencionás al final, y sucede que no quiero pensar que escribiste todo lo anterior para recaer en eso. Por lo demás, me gusta cómo está escrito. guy
29-11-2016 Parece que este ""cuento"" como dice la etiqueta representa tu vida pero no por lo que dice sino porque es una enredadera de estilos copiados con un final ridículo. MITNICK
 
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