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¿Cuánto tiempo me queda?
Era una pregunta para sí misma. No esperaba respuesta de aquél rostro triste que le devolvía el espejo a través de las lágrimas. Había descuidado su aspecto en los últimos días y se sentía desfallecer en la inmensa soledad del cuarto desordenado.
Con un corto suspiro arregló una a una las cajas negras llenas de sencillas alhajas, regalos de su último cumpleaños. Acarició con amor las piedras que imitaban brillantes y volvió a colocarlas en su estuche. Se miró las manos ajadas, salpicadas de algunas manchas oscuras y en un absurdo intento de borrarlas las frotó. Las llevó luego al pecho y encorvándose rompió en sollozos desgarradores que nadie oía. El llanto hizo eco en las paredes de los siete cuartos y se disipó detrás de las puertas cerradas. Ella había caído de bruces y continuaba allí sobre el linóleo, estremecida por un dolor más que físico que le atenazaba el pecho. En su desesperada soledad se abrazó a sí misma, acariciándose uno con otro los delgados brazos y diciéndose con dulzura “ya está, cálmate, esto pasará, siempre pasa”
Despacito, con ruido de pájaros y gallos, la madrugada se coló por las grietas de la pared. Los primeros brotes de la aurora rozaron tímidamente sus pies descalzos. Entonces se incorporó para ir al baño. Por costumbre no encendió la luz. Tanto tiempo de no hacerlo para no molestar al esposo dormido le impidieron recordar la gota de agua que durante la noche había formado un charco sobre el piso y entonces salió a buscar el haragán.
Cruzó la casa desierta, tropezando con objetos caídos que decidió recoger después. A tientas encontró la llave sobre la mesa de la cocina. Abrió la puerta que daba al patio y que orientaba al Este, lo que le permitió ver en ese instante el color anaranjado de las nubes. Nacía el Sol con su derroche de vida.
Erguida, de cara al cielo, los pliegues de su pijama ciñéndose al cuerpo al compás de la brisa, la pequeña figura inspiraba ternura. Se había soltado el cabello que sujetaba el gancho de plástico y ahora le caía en desorden por la espalda cubriendo en parte su semi desnudez. El pecho, agitado aún por el reciente llanto, se movía con la respiración y levantaba a intervalos la escasa tela. Ella parecía hipnotizada con aquél fuego que veía en el horizonte. No hay prisa. No hay niños, ni adultos, ni mascotas a quien atender. Uno a uno fueron marchándose hasta llenar la casa de recuerdos y ahora el silencio reinaba, insoportable.
Giró sobre sí para regresar. La magia de un instante se había disipado y los ojos mostraban ahora todas las arrugas de sus 55 años.
¿Cuánto tiempo me queda? Volvió a repetirse. El terror de la sentencia médica la envolvió nuevamente antes de decidirse a encender la cocina para preparar café.
Volteados sobre sí, los trastos brillaban impecables. Asió una olla pequeña de mango de caucho y con precisión le echó agua y azúcar. Una lágrima tibia, resignada, rodó suavemente sin que ella se moviera y fue a mojar un poco el primoroso cuello de encaje de la blusa. Entonces alzó el rostro y se obligó a sonreír.

Y el día comenzó su peregrinar de horas iguales colgadas impasibles de un reloj en la pared.

Texto agregado el 21-09-2016, y leído por 162 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
23-09-2016 Muy bueno y esta muy bien escrito. Presenta las imágenes adecuadas por la prosa. Felicitaciones. 5* dfabro
22-09-2016 Qué extraordinario relato. Con una prosa impecable, desgranas todo lo que significan esas horas y el tiempo para esa mujer. Un beso con ternura. MujerDiosa
 
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