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En mi tierra estas hormigas, aunque sería más apropiado llamarlas hormigones, para los campesinos son simplemente las "Poto de oro" (Camponotus chilensis).
Ignoro el origen de este nombre común, fuerte y apropiado, porque los heminópteros en cuestión tienen el abdomen dorado, y bajo los rayos del sol brilla como el oro más puro. El resto del cuerpo es noche sólida, de un color negro metálico, y recuerdan algunas inquietantes hormigas de Escher.
Son insectos de una belleza singular, y sus vidas vienen de los tiempos profundos del planeta.
El primer encuentro con ellas, posiblemente Poldo lo tuvo caminando con sus hermanos por esos polvorientos caminos campesinos, rodeados de montes. Aromas de avellanos, humedad de esteros.
Quizás tendido plácidamente en algún sendero bajo los robles, peumos o mayos floridos, de improviso debe haber sentido el agudo dolor de pequeñas lanzas incrustadas en un pie, el pinchazo en las manos, un pequeño fuego quemando en cualquier punto de su cuerpo. Así debe haber conocido esos enérgico y veloces insectos.
El dolor era lejanamente similar a las mandíbulas cerradas en la piel, de esas familiares hormigas, negras, cafés, rojizas con que se divertía con sus hermanos en apuestas de dudoso coraje, en pruebas de resistencia al dolor de esas picadas, o pequeños mordiscos más bien.
Bastaba colocar, al unísono, una mano sobre el hormiguero y apretar los dientes. Quien la retiraba por último había vencido a su rival y a su propio modesto dolor, que entonces parecía significativo, y quizás hasta lo era, con el pasar de los segundos.
Poldo recuerda el ataque de esos pequeños guerreros, el olor picante del ácido fórmico llamando a la multitud del liliputiense pueblo a defender su ciudad, su casa, hasta el final. El ataque era febril, furibundo, impresionante. Las manos se cubrían rápidamente de un guante oscuro y palpitante, patas traseras alzadas y rígidas, antenas agitadas y vibrantes. Sus cabecitas de extraterrestres moviéndose alternativamente hacia un lado y el otro, de modo de consentir a sus mandíbulas de penetrar al máximo de sus posibilidades dentro a la epidermis infantil de esas manos enemigas, y monstruosamente grandes para sus cuerpecitos, pero que no provocaban el mínimo temor a ese pueblo de guerreros, con una historia de millones de años a sus espaldas, y según los científicos, capaces de sobrevivir a una guerra termonuclear.

Esa imagen de una pequeña hormiguita sobre una piedra, limpiándose sus antenas, es impresionante y simbólica. Alrededor de esa piedra con la hormiga, un dantesco, crepuscular e infernal escenario de muerte: la guerra termonuclear había arrasado, aparentemente con toda forma de vida. La hormiga renacía a la vida; el hombre se había auto-desaparecido.

Pero cuando los hermanos descubrieron los hormigones poto de oro, las cosas y las apuestas cambiaron: tiempo y dolor fueron experiencias radicalmente nuevas: tiempo mínimo, dolor máximo.
Estos feroces y hermosos hormigones, amigos de las asoleadas barrancas y de caminitos y senderos cercanos a los montes más asoleados, más bien arbustivos, rodeados de chepicales secos y luminosos, pareciera eran golosos de avellanas, porque el recuerdo de Poldo los asocia a esos exquisitos frutos, y a las gruesas vainas de los mayos de flores amarillas, y también a polvo y sombrita bajo los hualles.
Como decía, estos hormigones eran feroces y desmesurados en todo, en su agresividad, siempre que provocados, en caso contrario pacíficos recolectores de semillas, también desmesurados en su entomológica belleza, áurea, resplandeciente, simétrica, perfecta.
Cuando los hermanos probaron, por primera vez, sus aceradas mandíbulas fórmicas, supieron de inmediato que no habrían ganadores. La mano, envuelta en un dolor intenso, agudo, picante, se retiraba instantáneamente. Sólo restaba contar el número de ronchas rojizas en el punto del mordisco, que aparecía con fulmínea rapidez.
Seguramente, desde la distancia de los años, el dolor no era equivalente al aguijonazo de una abeja, o de una avispa, pero sí era lo suficientemente intenso, como para dejar morir la apuesta, por la ausencia del parámetro tiempo.
La particularidad de estos hormigones era, como decía, su característico abdomen dorado, no recuerdo si estaba cubierto de una vellosidad o era metálico y liso, el caso es que al sol sobre él brillaba como el mejor y el más puro oro.
Los hormigones en sus correrías, resplandecían bajo los rayos del sol, sobretodo cuando se sentían amenazados, y enfrentaban con valor sin igual cualquier tipo de enemigo, ya la pata enchalada de algún campesino que estiró su humanidad al reposo, cerca del hormiguero, la de alguna oveja que saboreaba la chépica, por falta de pastos más tiernos, la oreja de un perro, algún niño. En general cualquier cristiano, bestia, insecto o pájaro capturado por la distracción que pasara o sombreara cerca del pueblo negro áureo de los hormigones de la infancia de Poldo. Todo lo que se moviera en sus territorios quedaba bajo ataque.
Era un espectáculo ver a este dorado ejército atravesar los barrancos, solitarios caminos y senderos, sobre las hojas caídas, el pasto, viejos troncos asoleados y en múltiples e infinitos rincones y lugares diversos, curiosos e inesperados, que madre natura les ofrecía como hogar.
Hoy, en los tiempos tecnológicos y solitarios de la contemporaneidad, ya no quedan campos ni bosques nativos, sólo los pinos comerciales, bajo los cuales no hay vida que permitan sus ácidas agujas.
¿Dónde se habrán ido los hormigones poto de oro, estas maravillas de la natura?
Un manto verde, soporífero, con un pesado silencio lo cubre tristemente todo. Hasta los pájaros emigraron, quizás hasta los verdes choroyes, cuyas bochincheras bandadas veíamos pasar hacia la cordillera, en busca de piñones, ya no han vuelto a pasar, o desaparecieron ellos mismos.
Me duele la nostalgia por esos tiempos de hormigas y hormigones y, como dice la canción: "Campos de mi tierra, para siempre adiós".
Almas demasiado inteligentes y sensibles se han suicidado por el dolor de la natura, que se muere en manos del hombre.
Un nombre, un libro, y mi homenaje: La sobrevivencia de Chile, Rafael Elizalde MacClure.

Texto agregado el 19-07-2016, y leído por 246 visitantes. (7 votos)


Lectores Opinan
14-09-2016 Oh Dios! Cuánta Belleza. rhcastro
01-09-2016 Me gustó mucho! narita
20-07-2016 Muy hermoso tu ensayo :) Isa-bell
 
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