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Una mañana dominical, mientras disfrutaba del tibio solcito primaveril, de la lectura de un libro: La vida de las hormigas, de Maeterlinck, relajado y feliz en mi sillón preferido, cuando una felicidad de trinos, seguramente mayor que la mía, interrumpió mi nirvana y me llevó hacia la ventana de mi pieza, desde donde observé un espectáculo maravilloso, de felicidad pajaril incontenible y contagiosa: sobre la reja que delimita los jardines de los condominios había seis pequeños pajaritos, ya perfectamente emplumados.
Estaban severamente alineados, inmóviles sobre sobre una reja, en el extremo de la cual, separada un par de metros de emplumada nidada, estaba la madre.
Desde mi distancia la identifico como una “cinciallegra” (Parus major), y es ella la intérprete del alegre jolgorio que me separó de la lectura, afortunadamente.
Los pararillos severamente posados sobre la reja, inmóviles al rito milenario, todas las cabecitas simétricamente giradas en dirección al trinar de la madre que a un cierto momento se alza en vuelo y ejecuta una audaz danza aérea: sube y baja verticalmente a gran velocidad, efectúa círculos que agranda y empequeñece, vuelos rectos como flechas, giros repentinos en ángulo recto, acrobacias impresionantes, y siempre trinando a toda garganta sus melodías múltiples.
Pasa una y otra vez a gran velocidad sobre las cabecitas de sus hijos que no dejan de observarla, y a un cierto momento, como obedeciendo a una orden secreta que sólo ellos escucharon o vieron, casi todos, al unísono, se alzaron en vuelo en una aérea explosión de plumas, siguiendo direcciones diversas: unos volaron alto, hacia los árboles cercanos, otros aterrizaron sobre los techos de algunas casas o en balcones de departamentos.
Mientras, sobre la reja había permanecido inmóvil un pajarito, el más paqueño, el ballico, como decíamos en tierra de murciélagos. En tanto la madre, que había alcanzado el punto más alto del condominio, desde donde observaba el adiós definitivo a sus hijos, según las leyes perfectas de la natura, donde los pajarillos no tienen que seguir buscando senderos y caminos, como los humanos, para llegar a sí mismos. Ahora son perfectos: son un destino.
A la madre, desde su oteador no se le escapó ese, dentro de poco, trágico particular. Se lanza en piquero en dirección al pequeño, recomenzando con su vibrante trinar que deliciaba, imagino, a todo el vecindario humano, y alertaba gatos y demases.
La danza aérea y musical se repite, ahora sólo para el hijo indeciso, gira, regira, señala perímetros, espacios para su vuelo.
El vuelo y el maravilloso trinar es una singularidad de belleza, mensajes y misterios del alma pajaril. La primavera está de fiesta!
Finalmente el tímido pajarillo, con la tibieza y seguridad del nido, aún en su cuerpecito, se decide al vuelo; pero ésta es una débil parábola de algunos metros, con aterrizaje sobre un seto de laureles. Después, silencio.
Regreso a mi sillón, y antes de retomar el libro, dejo espacio a una reflexión, aún bajo el efecto de la emoción vivida. Acabo de ser testigo de un hecho único, en mi escasa experiencia de “etólogo-ornitólogo”, he visto y vivido una maravilla, una ley de la natura en su plena realización. Una oportunidad única, quizás irrepetible que me regaló esa pequeña familia de avecillas cantoras.
Decidí escribir lo observado y compartir así breve historia alada, que llamaría: cuando los pájaros se van.
Sólo que, pasados algunos minuto, debo precipitarme a la ventana, pero esta vez reclamado por un fuerte y angustioso griterío de varios pájaros, son mirlos que revolotean y se lanzan en piquero y alzan el vuelo, repitiendo este ataque simulado, como si trataran de golpear algo.
Entonces veo que un enorme cuervo negro tiene entre sus patas al pajarillo, ese que no supo volar alto, entre sus gruesas patas, mientras con su afilado pico lo golpea en los ojos. El pajarillos chilla, los mirlos gritan y revolotean sobre el cuervo, que se agacha ante sus ataques, pero vuelve a golpear, indiferente y poderoso, una y otra vez al pajarillo.
Atraida por los gritos de los mirlos, la madre aparece por entre los jardines, con un vuelo bajo y veloz. Su canto se había mutado en chillidos angustiosos, y con toda su pequeña materia e inmenso coraje, se une al grupo de mirlos en defensa de su hijo.
El espectáculo es dramático, impresionante. Abro la ventana y comienzo a golpear mis manos lo más fuerte posible. No estoy muy lejos del cuervo, pero en un segundo piso. El mitológico e inteligentísimo pajarraco no me consideró para nada.
A un cierto momento alza el vuelo entre la nube de mirlos enfurecidos que siguen tratando de golperlo; entre sus patas cuelga el pajarillo, seguramente muerto.
Me asombró el hecho que los cuervos, famosos a los lectores de Allan Poe por su vuelo tenebroso, su plumaje negro azuloso y estridente como destemplado graznar, también se comporten como aves rapaces.
Quizás sean omnívoros, estos hermosos hijos del mismísimo demonio, que me recordaron la presencia del mal, una tranquila mañana de primavera.

Texto agregado el 07-07-2016, y leído por 261 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
14-07-2016 Un historia muy triste, pero contada en forma excelente. El cuervo de Poe me seduce, mas no éste que causa dolor a los más débiles. 5* para ti. Saludos. maparo55
09-07-2016 Una historia muy bien contada y con varias reflexiones de fondo. Gracias .5* grilo
08-07-2016 Un relato atrapante y muy ameno de leer. Me invitaste a la reflexión. Gracias. Julia_Flora
07-07-2016 Impresionante relato, del que comparto el sentir, como amante plena de la naturaleza en su totalidad. MujerDiosa
 
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