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Estaba en su habitación y miraba el amanecer que teñía de rosado la bruma matutina. Tenía una visión perfecta de toda la ciudad y de sus calles desiertas, y de como poco a poco se extinguían las luces de las farolas nocturnas. Le encantaba cuando el mundo aun dormía y todo se volvía silencioso.

Hacía unas pocas semanas que había dejado definitivamente la clínica psiquiátrica para comenzar una nueva vida, aún con la maldición de esa enfermedad corriéndole por las venas. Con los nuevos medicamentos ya no volverían las visiones aterradoras, ni las voces. Aquellas voces frías y lejanas que le llenaban la mente con gritos lastimeros, aullidos y risas.

Fue un día cualquiera, cuando aùn no habìa terminado de ordenar e instalarse, cuando notó que su gata se portaba de un modo extraño. Había estado comprando enseres para lo que sería su nuevo comienzo y las cajas se apilaban desordenadas en el pequeño living del departamento. Galatea, una gata adoptada, no era como el común de los gatos quienes gustan de esconderse en las cajas; probablemente, pensaba ella, fuera el único gato del planeta que aborrecía cualquier tipo de escondite.

Pero ese día, la gata había desaparecido. Era muy poco probable que se hubiese escapado desde un cuarto piso. La buscó en todos los sitios posibles que su imaginación configurara. Cuando finalmente la encontró, estaba detrás del sofá escondida en una caja del tamaño de un microondas. Al abrir las tapas de la caja la cabeza de Galatea se asomó por el hueco que había quedado. Los ojos del animal la miraron desorbitados y con un sonoro maullido se escurrió de su prisión de cartón dando un salto para ir a acomodarse nuevamente en el brazo del sofá. Ese maullido le pareció extraño y la inquietó un poco, dejándole un tintineo de desazón.

Estuvo todo el día desembalando, ordenando y limpiando y al caer la noche, ya cansada, se fue a la cama; sin embargo, antes de que se cerrarán sus ojos, nuevamente pensó en el extraño maullido de su gata. No pudo conciliar bien el sueño esa noche. El maullido y los ojos dilatados de Galatea, la perseguían y unas garras de pesadilla amenazaban con desgarrarle la mente.

Los días siguientes fueron similares. La gata se esfumaba para acabar apareciendo en una de las muchas cajas que había por casa; siempre acurrucada en el fondo de los contenedores de cartón y con el perpetuo maullido extraño y los ojos fieramente abiertos.

Esos episodios la dejaban inquieta sin poder dormir bien. Las noches se convirtieron en sueños irregulares, girando y despertando con la imagen aterradora de esos ojos ambarinos desmesuradamente abiertos y la rara sensación de que alguien la observaba.

Una de aquellas noches en que las pesadillas le impedìan descansar, se levantó a las tres de la mañana con la horrible sensación de que había alguien. No vio a nadie en el dormitorio y fue a la cocina por un vaso de agua. Aún medio dormida creyó escuchar un crujido que la hizo volverse y mirar hacia la oscuridad. A medida que sus ojos se acostumbraban a la penumbra del lugar vio una forma que había en una esquina de la habitación. Tenía la silueta de una persona, pero sus brazos eran demasiado largos y su cabeza muy grande.

El vaso de agua cayó mientras ella se estremecìa de pavor. No sabía lo que era, pero definitivamente aquello no era humano. Emitió un grito que no logró salir de su boca. Quiso moverse, pero sus pies estaban como fundidos al piso de la cocina. El terror era tal que apenas podía pensar con claridad. Sus pensamientos corrían de manera desenfrenada e ilógica. Trató de tranquilizarse respirando y recordando las sesiones de terapia en la clínica. Y en un rapto de valentía corrió a esconderse.

Apenas sin pensar se metió en la enorme envase del congelador que había comprado unos días atrás. Temblando se ovillo en el fondo de la caja en posición fetal, aguantando el aliento para no hacer ruido mientras la oscuridad la envolvía. Algo peludo le rozó una pierna y su corazón casi se paralizó del miedo. Podía sentir como se le erizaban los cabellos de la nuca mientras un sudor helado le bajaba por la frente. Miró con los ojos llenos de espanto en dirección hacia el peludo bulto y notó un par de brillantes y amarillos ojos que la miraban; suspiró aliviada, tan solo era Galatea, su gata, que también se había escondido allì. Aùn con la respiraciòn entrecortada tuvo ganas de largarse a reír mientras acariciaba la peluda cabeza de su mascota. Era sin duda su imaginación, su tonta y alocada imaginación que le jugaba una mala pasada pensó, sin dejar de acariciar al felino.

Tardó unos momentos en reponerse. Pero, cuando ya se encontraba con la respiración más tranquila y los músculos más relajados, sintió de pronto que su mente se rompía en mil pedazos cuando escuchó que la gata le susurraba claramente en la oscuridad:
“No te preocupes, aquí estamos a salvo. Ellos nunca miran dentro de las cajas.”

Fin





Texto agregado el 03-07-2016, y leído por 114 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
07-07-2016 Un cuento muy sugerente y que pone a reflexionar. La mente o las fuerzas que desconoce uno, pueden jugarnos muy malas pasadas. Un placer leerte, Lotty. Saludos. maparo55
04-07-2016 Interesante relato seroma2
04-07-2016 Interesante historia y esta muy bien contada. Me gusto mucho los detalles, son muy importantes en cualquier narrativa. Felicitaciones. 5* dfabro
 
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