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( perdonen tantos cuentos, los estoy almacenando aquí )

Todo estaba dispuesto para mi funeral cuando abrí los ojos, los dolientes estaban inmóviles, petrificados, no se movían los árboles por el viento y un silencio absoluto taladraba los sentidos, también mi reloj se había detenido.
Lo primero que hice fue salir del ataúd, volver a mirarlo para cerciorarme que estaba vacío y acercarme a los dolientes, no sabía si estar feliz por no estar muerto o si espantarme, si era un espectro o si soñaba.
Me pellizqué el brazo varias veces recordando la sensación de dolor, me acerqué a mi esposa que tenía una lágrima varada a mitad de mejilla y a mi hija Andrea, pálida como la luna apretando a mi nieto de los hombros, escondido entre sus piernas y haciendo rabietas.
Nada era lógico.
Traté de recordar el día anterior, estaba comprando arándanos en el supermercado cuando una niña como de seis años y vestida de blanco me abordó.
- Señor - me dijo señalando una galletas – me alcanza por favor una de esas?.
Amablemente la ayudé y al pasarle el paquete me miró a los ojos y por un momento también me perdí en los suyos, grises como el humo, como si me hipnotizaran al instante.
- Crees en el más allá? - preguntó la niña.
Miré a los lados y no había nadie, debía ser una broma, una cámara oculta, de mal gusto por cierto porque se erizó mi piel ante el cuestionamiento.
- Perdón? – pregunté.
- Tengo un regalo para ti –respondió y un escalofrío recorrió mi nuca.
Me asomé al pasillo siguiente, tampoco había nadie, la caja registradora pareció estar a varios kilómetros de distancia y los empleados en una siesta colectiva.
- Qué está pasando?.
- Morirás a las cinco de la mañana, antes de la quinta campanada – dijo – tienes catorce horas para saldar tus cuentas, de eso depende si vengo por ti o si vienen los otros.
- Los otros?
- Si, ellos no visten de blanco.
Insistí en buscar alguien en el sitio con la mirada y al volver mi atención a la aterradora niña, había desaparecido.
Caminé a casa tratando de encontrar en mis recuerdos las cuentas pendientes de las que habló la niña, el corazón se agolpaba dentro de mi pecho y preferí pensar que había sido un mal sueño. Mi casa estaba vacía, mi mujer había dicho que iría a la peluquería, pero yo sabía de sobra que hacía varios meses se frecuentaba con un tipo menor que ella, que se habían conocido en la estación del tren y que era bueno con la lengua, según Patricia, su “ mejor amiga ”, no me importaba en lo absoluto. Patricia me tocaba por debajo de la mesa con disimulo en cada cena reunión familiar y habíamos terminado por conformarnos con hacerlo una vez al mes cuando había la oportunidad y mientras fumaba un cigarrillo mentolado me contaba las intimidades de mi esposa, ja, bonito juego, la verdad no me importaban ninguna de las dos.
Mi hija era otra historia, era mi razón de vivir, mi enana consentida, no soportaba a mi nieto con sus berrinches incontrolables, pero Laura, mi dulzura de hija, me daba fuerzas para disimular mi desprecio hacia el pequeño.
Laura era escultora, odiaba también sus esculturas pero siempre la animé con mentiras piadosas acerca de sus creaciones, total, no necesitaba ganar dinero por ello gracias a mi generosa pensión por mi carrera militar.
Fueron tiempos gloriosos.
Patricia y mi mujer entraron a la casa unas horas después y me encontraron en la sala, mirando la pantalla apagada del televisor, pensando en la manera de escabullirme de la muerte, mirando el reloj con desesperación.
- Te pasa algo?
No respondí y las vi alejarse.
Teniendo en cuenta que faltaba poco tiempo para saber si era cierta o no aquella fatídica visión, llamé a mi hija sin poder lograr comunicación y fui a la cocina por un cuchillo.
Pensé inicialmente, dando vueltas al cuchillo, que la decisión de morir era algo personal, que yo podía decidir cuándo y cómo y que aquella visión no era una sentencia obligada, miré el reloj, faltaban ya dieciocho minutos para las cinco am y me di cuenta en todo el tiempo perdido hurgando en recuerdos inútiles, mi pulso se aceleró.
Entré al cuarto de Laura, no me percaté de su llegada, ahí estaba, dormía con el insoportable niño acunado entre sus brazos y me di cuenta que no había tenido tiempo de despedirme.
Mi esposa encendió la luz y al verme empuñando el cuchillo comenzó a gritar temiendo lo peor.
Laura se despertó y se arrinconó con el niño mirándome con espanto, no lograba explicarles lo que pasaba y mucho menos podía creer que me creyeran capaz de hacer lo que imaginaban.
Entre los gritos logré oír las campanadas de las cinco de la mañana y justo a la cuarta, el golpe en la nuca con un bate de béisbol me devolvió a mi nueva realidad. ¿ Quién lo hizo ?
La niña de ojos grises me señaló a mi amante entre la gente, Patricia no lloraba, tomaba de la mano a mi esposa de una manera demasiado amable, sin consuelo, con victoria.
- Esos son los otros – dijo señalando una tumba abierta de la que salían fauces que parecían lamentar haber perdido el festín - Hoy no se alimentarán, las víctimas son perdonadas por las sombras.
Tomé la mano de la niña y comprendí que no existía el tiempo en aquel instante y nos alejamos entre las tumbas a quién sabe a dónde, quién sabe a cuándo.

Texto agregado el 13-06-2016, y leído por 129 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
14-06-2016 Me ha gustado tu relato, sobretodo por su creatividad... me hubiese gustado saber en qué pensaba el protagonista mientras miraba la pantalla de la televisión apagada. Un abrazo dulce. gsap
 
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