El frio amanecer esparce su tenue luz por mi ventana.
Penetra esta habitación donde estoy trabando
una lucha feroz con las luces de otro amargo despertar.
Los gallos cantan la noticia de haber arribado
felizmente emplumados al borde de otra mañana.

El sol se ha asomado después de haber vencido
a las encumbradas montañas de este valle.
Me he erguido y estoy fumando frente al suave veneno
que segrega el aroma de este profundo y negro café.

El día se calienta, la gente se mueve
por los rumbos trazados en la locura de sus ensueños.
Desde algún lugar sin nombre y sin apuro
a la hora exacta fijada por cada exacerbado nervio
se han encendido las radios, los televisores, los automóviles,
las ambiciones, las preocupaciones, las alegrías y las penas.

En esta otra jornada sobre el que una vez más los sucesos
se encaminan sin saber hacia dónde, por qué, ni para qué.
Precisamente a las nueve de la mañana de este mismo día,
a los cuarenta y cinco minutos de esta misma hora
y a los treinta y dos segundos de este mismo minuto,
te hago saber que mi vida no empieza, porque no has llegado tú.