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TRANSPOSICION

Rubén Mesías Cornejo

Ubicado en el último lugar de la fila aguardaba impaciente que ésta recuperase su capacidad de moverse hacia la distante ventanilla donde un abúlico empleado se encargaría de entregarnos el estipendio del día. Sin embargo, y por alguna razón desconocida, la fila había permanecido quieta durante un lapso de tiempo inexplicablemente prolongado, suscitando entre quienes la componían una estampida de comentarios que reflejaban la desazón que les inspiraba la incompetencia de los empleados del Banco, Nadie, aducía esa fracción de la masa, poseía la suficiente autoridad para inducirlos a perder el tiempo en una espera que estimaban infructuosa, otros, menos díscolos, se arriesgaban a suponer la existencia de una contraorden que suspendía indefinidamente la remuneración que recibían los desempleados en calidad de ayuda.
Sea como fuere, el percance planteaba una coyuntura desfavorable que el Banco estaba en la obligación de solucionar antes del arribo de la noche: sin dinero para cubrir las necesidades del día siguiente, la vida adquiría un cariz todavía más incierto para todos los que formaban aquella fila; un ejército de menesterosos que a duras penas conseguían sobrevivir con la exigua propina que el Estado les arrojaba para que se mantuvieran. Y para agravar las cosas la guerra amenazaba reanudarse de nuevo, pues el breve interludio de paz que estábamos disfrutando era también producto de una dádiva concedida por el enemigo a sus ineptos antagonistas. Para nadie era un secreto que la tregua se había pactado con la furtiva intención de reforzar las tropas que guarnecían los sectores más expuestos a la ofensiva enemiga, aduciendo el socorrido pretexto de que se procedería a evacuar a los civiles de la zona de combate.
Sin embargo la primera semana de la tregua había transcurrido, y pese a todo el empeño que la aviación había puesto para acelerar la evacuación, ésta no pudo concretarse por completo debido a razones que sería prolijo enumerar. Lo cierto fue que mucha gente había preferido ocultarse de los policías militares que buscaban a los civiles para deportarles a las ciudades neutrales pues temían, con razón, perder la protección económica del Estado. Otros, más osados, consideraban la posibilidad de ofrecerse a guiar a la vanguardia blindada del enemigo que, según se rumoreaba, había conseguido aplastar la resistencia de las fuerzas que protegían la periferia de la urbe.
En mi fuero interno procesaba silenciosamente estas informaciones recibidas aleatoriamente de las personas que pululaban a mí alrededor, ahora que el orden que mantenía unida a la fila había desaparecido , era evidente la inutilidad de seguir esperando una solución: la noche había llegado, y ni siquiera el portavoz del Banco había comparecido para justificarse ante nosotros.
Lamentablemente nos encontrábamos en manos de una camarilla de burócratas acostumbrados a manipular de las masas, una situación que se podía corregir apelando a procedimientos radicales, sin embargo mi análisis de la situación desaconsejaba efectivizar dicho recurso, pues el caos que generado por ese estallido habría resultado contraproducente en un contexto tan delicado. Por otro lado la inclinación de mi temperamento me exigía una solución deliberadamente sutil que beneficiaría directamente a las personas que estaban a mí alrededor. Aquella gente, catalogada oficialmente como pobre, me había proporcionado la cobertura perfecta para cumplir eficazmente con la misión que me había traído a este planeta: recolectar, clasificar e interpretar los fenómenos sociales producidos durante una coyuntura bélica. Definitivamente las dificultades que la guerra producía conseguía disociar la rígida estructura que los especimenes en estudio habían creado a su alrededor transformándolos en auténticas fieras impulsadas por un inconsciente deseo de sobrevivir a la matanza. En medio de tanta desdicha resultaba quimérico suponer que existiera algún planeta, semejante a la Tierra, cuyas condiciones sociales fueran radicalmente diferentes, y en el que fuese posible crear alguna clase de utopía.
Según recuerdo, pues la efervescencia del ambiente propició que emergiera de mi ensimismamiento, en aquel momento un insidioso rumor empezó a propagarse entre los presentes: se decía que el Alcalde había abandonado nuestra sitiada urbe con el propósito de buscar, entre los burgomaestres vecinos, algún apoyo para su desesperada causa. La difusión de estas habladurías propició una virulenta reacción entre la masa que, por esta vez, dejó a un lado el deporte de las conjeturas, para volcar su ira contra los atemorizados burócratas que asistían a la escena. Irónicamente dichos burócratas solo pudieron escapar del inminente linchamiento que les esperaba, acudiendo a la insospechada velocidad de sus pies. Poco después, cuando eran dueños del campo, la masa quedó estremecida por un ruido violento: ocurría que alguien había ordenado que se obstruyeran todas las salidas del Banco, apelando a los grandes tabiques blindados que se tenían dispuestos para tal fin. No era necesario, a estas alturas, ser demasiado perspicaz para advertir que la Administración tramaba nuestro fin, por lo tanto decidí poner punto final a mis investigaciones procediendo a transmitir telepáticamente mi informe y sus conclusiones al centro de mando instalado en un satélite que orbitaba la Tierra.
Ahora que mi trabajo estaba hecho era libre de intervenir en la historia de la sociedad que había estudiado, y como mi simpatía se encontraba de parte de los desposeídos, decidí otorgarles una nueva posibilidad de existencia. Con ese fin desconecté mi percepción del mundo exterior para así acumular la suficiente energía neural que precisaba para llevar a buen puerto la operación de transposición que pretendía
En ese instante, abarque de un vistazo a la vociferante muchedumbre que me rodeaba, mi intención era aprehender íntegramente la esencia de sus vidas, y retenerlas en imágenes que transmitiría hacia mi lejano exoplaneta. Para fortuna mía, conseguí terminar el proceso de captación de imágenes antes de que los tabiques se alzaran de nuevo, permitiendo el ingreso de los guardias que la Administración había llamado hicieran su aparición. Ahora bien, los disturbios que se sucedieron a continuación resultaron prescindibles para mí., a mi modo de ver no tenía sentido conservar en la memoria de los hologramas que tenía listos para teleportar recuerdos que les fueran molestos, aunque fuera imposible sustraerse, inclusive para mí, del dolor que producían los varazos que los agentes del orden propinaban a diestra y siniestra.
Unos minutos después, las sirenas de alarma remecieron el ambiente anunciando que una oleada de misiles estaba llegando. El retumbar de las explosiones acicateó el terror que reprimidos y represores sentían hacia la muerte, produciendo una extraña fraternidad que les indujo a deponer rencores para abandonar en tropel el lugar atacado rumbo a las escaleras que conducían a los refugios subterráneos, empero era demasiado tarde para todos, y un formidable huracán de fuego, producido por la detonación de un misil, se abatió sobre nosotros cortándonos la retirada.
Cuando los equipos de rescate empiezan a remover los escombros de los edificios encontraran cientos de cuerpos desfigurados por las llamas. Y seguramente no sentirán gran cosa la suerte de aquellos desgraciados, convencidos del carácter cotidiano de estas tragedias dentro de un contexto bélico., sin embargo ignoran que gracias a mi injerencia estos miserables tiene otra oportunidad de recomenzar sus existencias en un paraíso muy distinto al que se atrevieron a imaginar. Ahora despiertan desnudos como criaturas recién nacidas que buscan instintivamente el calor de su padre. Entonces al verme rodeado de tantas formas de vida naciente me digo, un tanto para halagar mi vanidad de alienígena, que mi procedimiento dio resultado, pues ya no están muertos.

Rubén Mesías Cornejo

29 de agosto de 2004.





Texto agregado el 11-09-2004, y leído por 123 visitantes. (0 votos)


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