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Un soleado día de abril nació Bartolomé, su infancia transcurrió como la de cualquier infante, sin problemas y con muchas ilusiones, ya en la adolescencia, el apoyo de su madre fue fundamental cuando decidió tomar los hábitos religiosos pese a la reticencia del padre, un afamado y próspero comerciante de Olmedo.
Estaba vagamente enamorado de lo que se decía del nuevo mundo por lo que un día se acercó al diácono encargado de la evangelización y le enteró su deseo de ser considerado para el siguiente navío que surcara el Atlántico. El viaje fue eterno, sufrió las consecuencias de mareo y vómito, por lo que resolvió quedarse por unos días en la isla de Santo Domingo.
Después de una tormenta que duró varios días en la golpeada isla, y en donde ayudó a las labores de rescate, decidió que era el momento de proseguir con su camino, por lo que decidió embarcarse a México a la zaga de su amigo Hernán.
Al día siguiente de su llegada al puerto de Veracruz, abordó la primera diligencia que salía hacia la capital de la Nueva España. Fue testigo de cómo un importante centro ceremonial indígena era destruido a pesar de férrea oposición de los nativos Cholutecos. Era difícil de entender para un recién llegado este tipo de actos, por lo que llegó a reflexionar que encargarle la paz a un puñado de soldados sin la preparación debida, legitimaría el despotismo. Fiel a su costumbre, este incidente de tanto dolor se lo hizo saber a su amigo Hernán quien era el capitán en Jefe de esta misión, pero además le informaba que permanecería en este lugar por algunos días. Jamás recibiría respuesta alguna.
Fue en este lugar que conoció a don José el “viejo pata de palo” decían los niños al verlo pasar, quien con la ayuda de una mula, deambulaba por todo el pueblo. Nada era más instructivo que dialogar con él. A juzgar por la forma de platicar, sentía que sus pensamientos estaban cargados de tristeza y de una extrema nostalgia pero con un pleno conocimiento de la vida. Cierta ocasión cuando caminaban por la orilla del pueblo, se detuvo bruscamente y añadió, “por esa vereda que va a la selva nunca se le ocurra caminar, viven los malos del pueblo”. Dieron vuelta a la izquierda y continuaron su camino de retorno. Sin embargo, Bartolomé grabó en su mente aquella intersección.
Cuatro años después en un mes de abril, en carta dirigida a sus superiores, daba cuenta de 18 pueblos indígenas ya cristianizados y de las muchas festividades de carácter religioso que se realizaban en este mes por motivo de la semana santa. El reconocimiento de tan importante labor llegó a oídos de Hernán, quien lo invitó a la capital de la Nueva España a hacerse cargo de un importante hospital.
Llegó a la capital después de las celebraciones de año nuevo, pero jamás le gustó esa altanería europea presente en sus compatriotas, sobre todo la forma de sometimiento que ejercía hacia los naturales. Decidido a no ser cómplice de esta situación, regresó al pueblo de Cholula, en donde consideraba que la vida era más lenta y más predecible.
Reanudó sus caminatas con el viejo José, el cual lo puso al tanto de lo sucedido en el pueblo en su ausencia. Don José tenía también un gran empeño en conocer como era el lugar de donde venía.
- ¿Cuánto tiempo se necesita para atravesar el mar?, le preguntó el viejo.
- Si no hay mal tiempo, por lo menos veinte días.
- ¿Y entonces se llega a “la tierra de usted”?
- Seguro.
- ¿Y no siente en ese gigantesco mar, que se va al fin del mundo en esas “canoas”?
Al final de su explicación en torno a lo seguro de los barcos y a la experiencia de los navegantes, notó como el viejo movía la cabeza y concluía con desconfianza:
- No respetó usted al dios mar y se subió en él sin su permiso.
No cesaba de hacer preguntas que lo hacían reflexionar, recapacitar, evidentemente José era un Choluteco inteligente. La lluvia fue su salvación, le dijo: tenemos que apresurarnos, la lluvia llega y no vamos a poder pasar el río.
Cierto domingo al oficiar una misa y en el momento de alzar el Cáliz en la liturgia, una certera flecha surgida de la selva atravesó su corazón, al caer lentamente creyó ver una extraña figura, frágil que se internaba al interior de la selva; fue inútil la ayuda recibida por algunas mujeres y del curandero, el artefacto con la punta envenenada había cumplido su cometido, acabar con su vida.
Casi a los cuatro meses después Hernán se enteró de su muerte, mandó una comisión para que llevaran su cuerpo a la capital, pero el viejo José con la ayuda de la población, impidió que trasladaran el féretro del fraile. Enterado de ello, Hernán ordenó que se construyera en el lugar una no modesta sepultura. En la lápida finalmente quedó grabado el siguiente epitafio:
“Aquí yace un noble fraile, cuyo error fue no respetar el mar y subir en él sin su permiso”.

Texto agregado el 12-03-2016, y leído por 172 visitantes. (5 votos)


Lectores Opinan
12-03-2016 Un cuento para reflexionar sobre nuestro lugar en el mundo. Clorinda
12-03-2016 El Viejo José no sólo era inteligente, sino un sabio. Y sí, amigo, hay que respetar el mar y sus misterios. Me gustó mucho. Full abrazo. SOFIAMA
12-03-2016 Muy buen cuento. Que gran aventura!. KQ58
 
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