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Epílogo: “Una Sombra de Aquello que Fui”.
Nota de Autora:
Señoras, señores, hemos llegado al final. El capítulo anterior me dejó con un sabor agrio en la boca, ¿será que lo pensé por mucho tiempo y en el camino lo idealicé? Pues, fuere como fuere, este capítulo será distinto (y triste, muy triste, al menos para mí lo es. Este epílogo está centrado en la figura de un personaje casi mítico, centro de todas mis adoraciones y pasarán unas cuantas cosas muy interesantes en torno a este sujeto… ¿Os hacéis una idea de quién es? ¿Sí? ¿No? Venid y averiguadlo. La verdad, hay muchas cosas que desearía decir, pero no es el momento indicado: el momento lacrimógeno es la dedicatoria y estamos golpeando a su puerta.
Este capítulo contiene una escena que, el día que logre dirigir una película basada en esta novela, la rodaré poniendo de fondo el tema “The Children”, compuesto por Ramin Djawadi para el décimo episodio de la cuarta temporada de Game of Thrones, pensé en colocar ese tema, de hecho, como tema de capítulo, pero quedaba muy corto y reflejaba el espíritu sólo de una escena, no de todo el capítulo. Así que, el tema de este episodio será… “Replica” de la banda finesa Sonata Arctica. Como bien dice la letra: “Nada es lo que parece ser / soy una réplica / sólo una caja vacía / ya no soy yo / sólo una réplica de mí mismo”. ¿A quién le sucederá eso? Pues, averigüémoslo…
Capítulo dedicado a Carolina, quien ayer dio un examen muy importante en su carrera –deseémosle buena suerte- y porque mañana es su cumpleaños; además, es una de mis más fieles lectoras.










El hombre se acercó a la playa, solo. A sus casi setenta y cinco años era una soberana locura salir sin compañía alguna, vistiendo completamente de negro, con el cinturón y la chaqueta llenos de tachas y hebillas y luciendo una mohica que pasaba del verde al azul y del azul al negro, tonos que ni el tiempo había conseguido borrar. La gente lo miraba de hito en hito y él se dedicaba a ignorarlos olímpicamente. Se dispuso a caminar por la orilla… conocía los bancos d aquella blanca arena mejor que a su mano.
Miró con nostalgia hacia el mar… allí había estado el muelle… no, había estado más allá de aquellas palmeras. Le parecía verlo aún, edificándose en apenas unos palos de madera mal claveteada, con tablas de menos, raídas y quemadas por el tiempo, soportando estoicamente los embistes de las verde-azuladas aguas del Mar Caribe. Le parecía ver, amarrados apenas sí por una podrida soga, los bajeles; las blancas, a veces beige, velas desplegadas, ondeando libres, hinchadas, deseando navegar y, aunque sonara a ironía, aún podía ver las banderas tan diferentes entre sí ondeando al viento, siendo el único símbolo de la añoranza que esos rudos marineros podían llegar a sentir por su patria y hogar.
Después de todo, aunque apestase a sarcasmo y sonara a impertérrita mentira, nadie quería ser ciudadano de la República Pirata; aunque fuese imposible de creer, todos querían una vida de paz junto a la familia que habían intentado mantener y habían acabado por dejar atrás.
Siguió caminando. Aquella arboleda no era como la recordaba, el bordemar estaba muy cambiado… ¿tan fuerte era el paso del tiempo? Se sentó en una roca, apartado de todo, sólo el incesante sonido de las rocas con él, haciéndole compañía, brindándole su apoyo. Sacó unas hojas de marihuana y preparó un cigarrillo. Sonrió con vaga tristeza. Alguien hubiese rechazado esa actitud, pero ese alguien no estaba ahí para verlo; de hecho le sorprendía recordar a ese alguien después de tantos años y era por ese alguien por quien encendía ese cigarrillo y lo fumaba tan lentamente, para mitigar el horrible dolor que carcomía a su corazón, ¿por qué era tan humano extrañar?
Retrocedió cuarenta años en el tiempo y los últimos años de su vida corrieron como una vorágine frente a sus ojos. Pudo ver el rostro de un muchacho de apenas 22 años y sonrió… ¿Tan inocente había sido? Pudo ver sus propias lágrimas, recorriendo lentamente su piel, sus mejillas, milímetro a milímetro, en cámara lenta. Pudo ver sus ojos horrorizados, presa del pánico y la incredulidad.
-No, no puedes hablar en serio, Liss-había dicho, aún recordaba su voz quebrada y cómo se había meneado su cabeza en negativa, en un vano intento por persuadir a Liselot de que estaba a punto de cometer el error de su vida.
Ella le había sonreído, le parecía aún ver esa sonrisa, tan blanca, tan límpida, tan ingenua; Liselot apenas era una niña, dejándose arrastrar a un destino funesto sin siquiera oponer resistencia, totalmente confiada de que aquello que le ordenaban era lo correcto.
-Tranquilo, Lowie; todo va a estar bien-dijo Liselot.
-¡No, esto tiene que ser una broma!-gritó Lodewijk agarrándose la cabeza a dos manos, desesperado-. ¡Tú no puedes estar hablando en serio, Liss! Después de todos estos años… no quieres volver a casa-dijo, atragantándose con las palabras, aún le costaba comprender lo que ella acababa de decirle: no tenía sentido alguno y esa era la verdad de las cosas.
No era sencillo de comprender. Media hora atrás estaba a bordo del Evertsen, gritando como un imbécil, desaforadamente, al ver el Olonés y todo a su alrededor arder en llamas. Creer que Liselot, después de haberla protegido y servido por tantos años, estaba muerta no era fácil para él; por eso, su corazón se había hinchado de esperanza al verla en la cima de aquella extraña isla. Sin pensarlo dos veces había trazado el curso hacia allá. Había sido un momento impresionante haber visto a los cinco Van der Decken reunidos. Apenas tocaron tierra en las blancas arenas de Isla Ogigia, toda la tripulación del Evertsen saltó bajo la nave y Sophie e Ivanna, al ver a sus padres y su hermana mayor abrazados, corrieron a la cima –todavía no muy alta- y se unieron a ellos.
Lodewijk caminó tras ellas con la vista clavada en las rocas, marcando cada paso, viviendo cada segundo de una realidad finita. Pudo escuchar los grititos de alegría de Sophie e Ivanna, las risas, los llantos de los Van der Decken y se sintió inefablemente solo; ¿quién era él sino un muchacho sin padres, sin familia, sin hogar? Por una vez en la vida se preguntó si realmente tenía sentido regresar al siglo XXI; quizá todo había sido en vano. ¿A qué volvería? ¿Qué encontraría si no repudio?
-Tu familia ha hablado, Liselot; Niek, Aliet y Sophie están muertos; sólo a Ivanna le corresponde volver; un lugar de los muertos no es para los vivos, no si no van a gobernar-escuchó la voz de aquella extraña anciana que había visto en la cubierta del Evertsen y luego en la cima de la isla. Sintió cómo se le paralizaba el corazón. Caminó cada vez más lento, apenas levantando los pies; los tripulantes de la nave se esparcieron por todo aquel trozo de tierra mientras el mar cedía cada vez más espacio. Clavó la vista en el suelo, los ojos se le hacían agua. Se preguntó por unos momentos si acaso todo ello tenía sentido, si no estaban todos locos o si no estaban demasiado desesperados como para seguir las órdenes de una trastornada. Una trastornada que planeaba bien, demasiado bien.
-¡Lodewijk!-escuchó el alegre grito de una voz masculina. Su orgullo le obligó a que sus ojos se secaran en apenas milésimas de segundos y levantó la mirada. Lo había visto al desembarcar, pero aún le quitaba el aliento. Una sonrisa involuntaria se formó en sus labios. Niek Van der Decken caminó a paso jovial hacia él, siempre sonriente, tal como le recordara. Y no bien le alcanzó le atrajo hacia sí en un paternal abrazo, el más tibio que recibiera Lowie en toda su vida-. Has cumplido tu palabra, muchacho-le dijo apenas separándose, sólo sus ojos encontrándose-: la has protegido, ha sobrevivido sana y salva-en la mirada de Niek había orgullo y agradecimiento.
-No ha sido nada, señor Van der Decken-apenas pudo articular Lodewijk recordando aquella aciaga noche, esa triste promesa, los corazones desgarrados y el destino negro cerniéndose sobre ellos. Su corazón se estremeció, deseó poder llamar a aquel hombre sencillamente .
-Sé lo que pasó-dijo Niek con seriedad, refiriéndose a Dirck. Sus ojos eran graves y tristes y en ellos se leía una palabra más: hijo.
Una sonrisa triste afloró en los labios de Lodewijk, finalmente comprendía que siempre había tenido un padre: Niek Van der Decken. Quien fuera el almirante de la Zeven Provinciën lo atrajo nuevamente hacia su pecho y posó protectoramente una mano en su espalda y otra en su nuca.
-Gracias, muchacho-susurró apenas en su oído. Los brazos de Lodewijk se cerraron en torno a esa espalda tan querida. Quizá al fin estaba en casa.
Se separaron y aquella extraña mujer, que decía llamarse Naomie, tomó la palabra:
-Vengan, dejémoslos a solas: Liselot y Lodewijk tienen mucho de qué hablar-dijo. Lodewijk percibió en aquellos ojos avellana malicia, una crueldad que le oprimía sin que quisiera el pecho, pero no supo darse cuenta de qué era. La mujer se adelantó a descender de la cima y Niek, Aliet, Ivanna y Sophie la siguieron. Por unos momentos pareció que sólo les acompañaba la canción de las olas, ya ni siquiera el ruido de aquellos pasos contra la gravilla. Lodewijk sonrió a su peculiar manera.
-Liss, ¿sabes? He entendido una cosa-dijo mientras miraba abstraído las figuras que hacía el océano al retroceder y descubrir la roca. Se sentó en una piedra antes de continuar-. Este es mi hogar-sonrió, no podía sentirse más feliz. Liselot se sentó a su lado-. Después de tantos años, comprendí que este es mi hogar, que nunca debí intentar irme de aquí. Liss… ya no quiero volver al siglo XXI-confesó.
La sonrisa de Liselot pareció congelarse y su rostro palideció notoriamente.
-Lowie-su voz tembló-, lo que acabo de hacer, lo hice por ti-confesó. El rostro de Lodewijk reflejó su confusión. Liselot tomó aire antes de continuar-: para que pudieras volver a casa.
-Pero, Liss-Lodewijk sonrió, hubiese sido un mentiroso si hubiese negado la ternura que le producía aquella actitud por parte de su amiga-: éste es nuestro hogar.
-Me refiero al siglo XXI-dijo y ahora sintió una punzada en el vientre porque sencillamente no sabía cómo le diría lo siguiente a Lodewijk-. Lowie… maté al Olonés e hice un pacto: me quedaré aquí, a cargo de esta isla, para que tú, Ivanna y los demás puedan volver a casa.
El rostro de Lodewijk palideció, sus pupilas se dilataron por el espanto; sintió cómo le faltaba el aire.
-No, no puedes hablar en serio, Liss-dijo, mientras se le quebraba la voz y meneaba la cabeza en negativa.
-Tranquilo, Lowie; todo va a estar bien-dijo Liselot, sonriendo ampliamente.
-¡No, esto tiene que ser una broma!-gritó Lodewijk agarrándose la cabeza a dos manos, desesperado-. ¡Tú no puedes estar hablando en serio, Liss! Después de todos estos años… no quieres volver a casa-dijo, atragantándose con las palabras.
Se hizo el silencio gutural entre ambos, apenas quebrado por el último fonema que aún vibraba en el aire. De repente, la tierra tembló bajo sus pies. Por una vez en la vida, fueron los ojos de Lodewijk los que se abrieron desaforados, presa del terror y Liselot permaneció impávida ante el peligro. El mar retrocedió a una velocidad de vértigo, descubriendo una seguidilla de prados verdes y construcciones de piedra blanca, alba, que brilló ante los débiles rayos de aquel día gris, y que dejaba sus puertas y ventanas cubiertas de suaves linos de diversos colores. Las aguas siguieron su retroceso hasta que se detuvieron finalmente tras una playa de blancas arenas.
De entre las edificaciones de piedra caliza comenzaron a salir personas; hombres, mujeres, niños, ancianos, de diferentes razas y culturas. Se sentaban al borde de las cuevas y salían de las entrañas de la tierra. Lodewijk, en medio de su impresión, pudo ver un penacho rojo de algún desafortunado romano, más allá los tatuajes azules de un celta, un poco más cerca el velo de una mujer árabe y junto a ella el turbante de un hindú; en el otro rincón divisó un uniforme militar de los Estados Unidos, como aquellos que usaban los soldados en la Guerra de Vietnam, al lado distinguió lo que creyó un vestido medieval, verde musgo y con las mangas anchas, apenas un poco más lejos el hacha de un vikingo en cuyo pecho se leían aún las bendiciones de Tyr y, junto a él, una reluciente armadura de un caballero juramentado.
Sus ojos barrieron la isla en toda su extensión. En ella convergían y reían en conjunto, como vecinos de toda una vida, gente de todas las razas y épocas; y salían a raudales aún más.
-Liss, ¿qué es esto?-sus ojos recorrían la extensión una y otra vez, su corazón se encogía del pánico.
-Es isla Ogigia. Naomie en realidad no se llama Naomie: es la ninfa Calipso y este es su hogar. Antes de morir, necesita encontrar un sucesor para que cuide de esta isla y sea guardián de los océanos. Toda esta gente es la que ha muerto en altamar…-hizo un incómodo silencio, aunque Lodewijk sabía bien lo que seguía-: juré protegerlos a cambio de que el Evertsen pueda volver a casa… con toda la gente que transporta.
El silencio volvió a envolverlos, sólo roto por unas pisadas en el suelo de gravilla.
-¿Y bien?-escucharon la voz de Calipso. Liselot volteó a verla, Lodewijk se consumía en la ira y fue incapaz de desclavar la vista de las rocas-. Honra tu parte del trato, Liselot: saca a los vivos de Isla Ogigia.
Un estremecimiento recorrió la espina dorsal de Lodewijk y, entonces, volteó a mirar a Calipso como si lo hubiese picado un escorpión.
-Sólo los muertos pueden estar aquí-afirmó febrilmente-; pero los muertos sí… ¡Mátenme! ¡Mátenme y dejen que me quede en este lugar!
-¡No!-interrumpió Liselot; la sangre corría vertiginosamente por sus venas, el sudor la empapó mientras sentía cómo su plan se aventaba por la borda-. El Evertsen necesita un capitán… ¿Lo podrías llevar a casa por mí?-preguntó, las lágrimas querían salir.
-Esta me la vas a pagar, Van der Decken-afirmó Lodewijk mirándola a los ojos. Aunque en su mirada no había nada de rencor. No había nada en el mundo que pudiese negarle a su mejor amiga, aún si eso atentase contra su sueño de tener un hogar. La abrazó, fuerte y dulcemente, más de lo que nunca lo hubiese hecho; y le besó la frente, con toda la calidez de la que fue capaz. Liselot sollozó en su hombro y se aferró a él en un infantil intento de retenerle junto a sí-. Nos volveremos a encontrar-afirmó separándose finalmente de Liselot, en esa afirmación se escondía una pregunta. Liss asintió con la cabeza, las lágrimas rodaron por su rostro y por los dedos de Lodewijk que le secaban las mejillas-. Hora de volver a casa-afirmó él y comenzó a bajar de la cumbre.
Caminó hacia el muelle. Los habitantes de Ogigia le abrieron paso y, tras su espalda cerraron filas. Tras de sí podía sentir los pasos de Liselot, tenía que obligarse a no voltear, sabía que si lo hacía, no sería capaz de regresar a casa. Sentada en los maderos, al lado del Evertsen, ya listo para zarpar, encontró a Ivanna. Sentados junto a ella estaban sus padres y su gemela; Liss se les unió y las lágrimas los ahogaron. Frente a ellos el ocaso teñía de rojo el horizonte. El sol, como una vela encendida titilaba y se escondía en el mar de China hasta que éste pareció tragárselo. Sólo las nubes, tintadas de sangre y dolor les observaban, a sus espaldas galopaba la noche y las sombras. Sintió lástima por Ivanna como nunca la había sentido, cuando eran unos críos solían odiarse… unos críos, se mofó mentalmente; ellos no habían crecido, habían madurado. La remeció del hombro izquierdo, la chica reaccionó a su tacto cálido.
-Hora de volver a casa-intentó sonreírle y le tendió la mano.
Un grito desgarrador salió de los labios de Ivanna y los Van der Decken volvieron a aferrarse los unos a los otros en un desesperado intento de no volver a separarse, mientras lloraban a gritos. Liselot y Niek lo empujaron al abrazo, hasta que el viento frío y la oscuridad los envolvieron, entonces tomó de la muñeca a Ivanna y, contra su propia voluntad y la de ella, la subió a bordo del Evertsen.
-Todos están a bordo-le informó Sheila.
-Gracias-susurró. Sus ojos se enrojecían pero no por el frío.
El portal en las aguas volvió a abrirse, Naomie, la gran maga de todas las magas usó su poder y abrió un agujero gusano y el barco navegó tranquilamente, dejando atrás las costas de la isla hasta que sólo les rodeó el mar.
El cigarrillo se empequeñeció en la mano de Lodewijk hasta que terminó inhalando humo de casi sus propios dedos. Sonrió con ironía, lo apretó y lo aventó contra las rocas. Contempló por unos momentos más el quieto Mar Caribe y se puso de pie. Caminó por el bordemar hasta que se internó nuevamente en la ciudad: New Providence estaba muy cambiada, cada día le sorprendía más. Recorrió nuevamente las bulliciosas calles, ganándose de nuevo todas las miradas de los transeúntes, hasta que llegó al Barrio Cívico. Intentó orientarse. Se mezclaban cafés, bares, teatros, galerías de arte, cines y un museo sobre la Edad de Oro de la Piratería en ese sector de la ciudad. Había entrado en ese museo varias veces, la primera de ella se había horrorizado por la cantidad de mentiras que ahí decían, de cómo mitificaban el oficio de ser un pirata y lo romantizaban a niveles insospechados. La dura realidad había sido diferente, muy diferente. Recordó cómo aquella vez estuvo a punto de ir a hablar con el encargado y romperle la mandíbula a golpes por embustero hasta que su novia lo había tranquilizado diciéndole que no tenía sentido intentar siquiera hablar con ese tipo, porque ante cualquier argumento que pudiera darle, sería tratado como un lunático. Esa vez se había jurado que nunca más volvería a ese lugar, sin embargo había regresado una y otra vez por algo llamado masoquismo puro, o al menos eso era lo que le gustaba a él decir; porque, en realidad, le agradaba ir: volvía más fácil recordar viejos tiempos y, todo aquello que se recuerda con dulzura, es bueno recordarlo. Sin embargo, esta vez no iba al museo a sufrir por el incremento sostenido de mentiras que ahí se decían acerca de su noble oficio, esta vez iba a una de las galerías de arte.
Entró en la primera galería que encontró en esa calle. Era de mañana, así que estaba prácticamente vacía, a excepción de críticos de arte y los expositores. Se detuvo observando cada uno de los cuadros, algo que en su juventud hubiese catalogado como una pérdida de tiempo. Ahora, unos cuantos años más viejo, podía decir que nada era una pérdida de tiempo si se le daba un sentido… y si se hacía algo que no tenía sentido, pues, ese ya era un caso serio. Observó incluso los marcos de madera, algunos de bronce, con calados, repujados y tallados. A mitad del recorrido llegó ante la obra de un anciano. Se rió mentalmente al catalogarlo de anciano, él ya no era precisamente un muchacho… pero seguía estando en ventaja frente a la vida. El hombre era delgado y bajo, le calculó unos noventa años, usaba unos lentes que parecían cubrirle al menos la mitad de la cara y estaba perennemente encorvado, o eso parecía. Le saludó asintiendo con la cabeza y se concentró en la pintura. Su cuerpo comenzó a temblar e inconscientemente, su mandíbula inferior bajó al tiempo que los ojos se le volvían agua.
-¿Pasa algo, señor?-preguntó el anciano con voz cascada.
-¿Conoció usted a este hombre?-preguntó Lodewijk sin despegar la mirada de aquellos ojos celestes que le miraban desde la pintura.
-Todo el mundo lo conoce-dijo el anciano con exasperación, dando a entender que por mera cultura general, era obvio que a quien le preguntase quién era el hombre de la pintura sabría responder.
-¿Habló usted con él alguna vez?-Lodewijk parecía no salir de su trance.
-Nunca; mi hermana tuvo el placer de hablar con él una vez, era periodista y le tomó esta fotografía cuando lo ascendieron a Almirante-el viejo pareció perderse en una ensoñación de tiempos mejores; ¿cuándo había perdido su época de gloria? Prefería no saber eso-. Yo sólo la adapté e intenté hacer una buena pintura.
-Ese hombre era mi padre-dijo Lodewijk ante el suspiro de admiración del artista; una sonrisa se formó en sus labios y volteó a mirar al anciano pintor-. O al menos eso intentó-dijo. A sus espaldas Niek Van der Decken sonreía en la cubierta del HMNLS Evertsen aquella tarde de mayo de 2008 que precedía al día del desastre que marcaría para siempre sus vidas. El autor del retrato tartamudeó un halago, pero fue incapaz de formular algo coherente-. ¿Cuánto cuesta?-preguntó.
-Cincuenta dólares, se lo dejo en cuarenta y cinco-graznó el viejo pintor.
Lodewijk sacó de su bolsillo un grueso portadocumentos y le tendió unos billetes, al tiempo que descolgaba la pintura por sus propios medios.
-¡Pero, señor!-exclamó el artista-. Aquí hay sesenta-le tendió el excedente.
-Y no mereces menos-aclaró Lodewijk ya con el cuadro descolgado y se llevó la mano a la cresta de gallo a modo de despedida.
Siguió andando por ese pasillo lleno de pinturas, pero ya no pudo concentrarse en ninguna más sino en aquella que llevaba entre los brazos. Exactamente igual a esa fotografía que estaba en su billetera, sólo que en aquella además aparecían Liss, Ivanna y Sophie.
Esa fotografía había sido lo primero que había visto al despertar aquella noche de 2013 en el hospital y, durante meses, había sido lo único que le había evitado caer. Esa noche encontró todo oscuro a su alrededor a excepción de algunas luces verdes que titilaban indicando valores que no supo reconocer. El miedo se apoderó de él. ¿Qué hacía quieto, dormido, en semejante lugar? Intentó incorporarse, pero no pudo, una serie de mangueras y catéteres se lo impidieron, mientras las gotas del suero se deslizaban lentamente hacia su vena. Con la poca luz de la calle que entraba a través de las ventanas y que emanaba de esos aparatos, vio lo único que al parecer le pertenecía: su billetera. Estiró la mano y, entre sus dedos, se deslizó aquella fotografía. No tuvo tiempo de permanecer en el shock en que había entrado; la luz se encendió de enseguida y entraron al menos cuatro personas: un médico, dos enfermeras y un cuarto individuo en discordia que catalogó olímpicamente de sujetavelas.
Entre los cuatro le explicaron –o al menos eso intentaron-, que miembros de la Armada Holandesa habían encontrado el HMNLS Evertsen después de cinco años de desaparecido a la deriva en las costas de Rotterdam la mañana del lunes de la semana pasada. Inmediatamente habían dado la alarma a los altos mandos de la Marina y se habían acercado a la nave; grande había sido su sorpresa cuando encontraron a parte importante de la tripulación –al menos más de lo que nunca esperaron- viva y en buen estado de salud, sólo que inconscientes por lo que parecía ser una deshidratación que les venía apaleando de un buen tiempo. También encontraron objetos y artículos de procedencia bastante extraña, pero se abstuvieron de formular teorías locas y optaron por llevar a los sobrevivientes a distintos recintos asistenciales de inmediato. La mañana siguiente, cuando la Zeven Provinciën quiso subir a registrar la embarcación, ésta había desaparecido sin dejar rastro, afortunadamente nadie iba a bordo. Lodewijk, por unos momentos, obvió el evidente hecho de que no recordaba ninguna de esas cosas que le estaban narrando –su consciencia desaparecía cuando el Evertsen había llegado a mar abierto- y sonrió al pensar que Liselot no había querido separarse de su amada nave y que en esos momentos la tendría fondeada en Ogigia.
-¿Qué día es hoy?-preguntó.
-Martes-contestó el médico de cabecera mientras preparaba una inyección.
-¿He dormido una semana?-preguntó impresionado.
-Has estado inconsciente por la deshidratación una semana-le corrigió el médico-. Tienes que cuidarte.
Aquella noche, después de esa conversación, había continuado durmiendo. ¡Y vaya que lo apreciaría después! Los días que siguieron fueron inquietantes y agobiadores para todos los viajeros del Evertsen; los periodistas, uno a uno, se agolpaban para conseguirles una entrevista y no les dejaban en paz. Sin embargo, ninguno de ellos pronunció palabra y huyeron magistralmente de la Marina Holandesa.
Una semana después, Lodewijk era un ser libre y no tenía dónde ir. Todos sus camaradas, todos sus compañeros de travesía, tenían un hogar, tenían una familia: él no tenía más familia que la tripulación del Evertsen. Bajó las escaleras del hospital, peldaño a peldaño, lentamente. ¿Qué haría con su libertad? Cuando llegó a la recepción a firmar el alta médica dos hombres se le acercaron. Los saludó por inercia llevándose la mano a la base de la cresta de gallo y siguió caminando.
-¿No nos reconoces, Lowie?-preguntó suavemente el mayor, le calculó treinta años.
Si Lodewijk no hubiese sido un hombre lo suficientemente fuerte, se hubiese desmayado ahí mismo: aquel era su hermano Camiel y, el tipo que estaba al lado de él era su otro hermano, Hendrieke, que por la época rondaría en los veintiséis años. Camiel le dio un fuerte abrazo.
-Ya firmamos el acta, hermanito-le dijo, mientras lo guiaban a un auto negro del cuál no tenía precisamente buenos recuerdos: aquel era el auto de su padre.
-Nos hubiese gustado mucho que padre estuviera aquí-dijo Hendrieke mientras echaba a andar pausadamente por las calles de Ámsterdam-. Pero con volver a verte a ti, basta…
En ese momento, Lodewijk se sintió la peor persona del mundo: había privado a sus hermanos de volver a ver a su padre. Ambos nunca habían estado en buenos términos; pero sus hermanos no tenían la culpa de ello. Hendrieke y Camiel habían amado a su padre, aún lo amaban; y Dirck los amaba a ellos, eran los niños de sus ojos. Aún podía recordarlos, jugando en el jardín y podía recordarse a sí mismo marginado de esos juegos, sentado en un rincón. En un comienzo había odiado a sus hermanos, ellos no eran buenos con él, dejaban que padre lo maltratara y lo mantuviera lejos de sus diversiones. Recordó una vez en que Camiel y Dirck discutieron por ese motivo, y su hermano mayor, como era de esperarse, terminó con un feo castigo. Ahora, que ya tenía veintidós años sobre el cuerpo no podía culparlos: ¿alguien puede culpar a un niño por evitar el desprecio de su padre? ¿Podía él, que había hecho todo lo humanamente posible por ganarse su afecto, juzgarlos? No, por supuesto que no.
Se sintió un monstruo, y las atenciones de Camiel, siempre sobreprotector, como lo había sido incluso cuando eran pequeños, y los cuidados de Hendrieke, quien desde la niñez había sido afectuoso con él, siempre a escondidas de Dirck, no hacían más que recordárselo. Por las noches ya no dormía, tampoco comía, para frustración de sus hermanos. Cada gesto de ellos por ayudarle a salir del precipicio en que caía más y más no hacía sino recordarle aquella garganta ensangrentada, aquel hombre bamboleándose por ese balcón con los pasos de una persona ebria por los licores de la muerte, con el hombro dislocado por las llaves que le había hecho. Cada abrazo de Hendrieke y cada cita al psicólogo que le agendaba Camiel no hacían sino llevarle de regreso a ese duelo a muerte, a esa cabeza separada del cuerpo de aquel desgraciado que no era sino su padre. No había tenido opción, eso intentaba recordar; pero sí la había tenido: era la vida de su padre o la suya, podría haber dado la suya y todos hubiesen sido más felices; quizá aquel terror que era Dirck sólo era un terror para él. Se preguntaba qué hubiese sucedido si, bajando de esas escaleras en el hospital, sus hermanos hubiesen visto a su padre en lugar de él. Hubiesen sido mucho más felices, esa era la respuesta que se daba a menudo. Habrían entendido mucho más que él no había sobrevivido, es mucho más comprensible que los débiles caigan; y lo hubiesen podido superar mucho más… hubiesen vuelto a ser una familia, él no era parte de esa familia, no después del daño que les había hecho a ellos que eran sangre de su sangre.
Una noche, mientras bebían un vaso de whisky antes de irse a dormir y conversaban, decidió confesar. Sus hermanos, que sabían que tenía serios problemas con la bebida, o que al menos los había tenido en su adolescencia, vigilaban constantemente el nivel de la botella.
-Yo tengo la culpa de que no haya vuelto, padre-dijo con voz grave, nadie supo si lo hacía para romper el incómodo silencio que se había formado entre los tres o para construir uno mayor. Hendrieke quiso intervenir, dándole como siempre su consuelo-. ¡No! Yo soy el culpable-continuó-. Si quieren matarme, háganlo: están en su derecho; yo ya no quiero seguir viviendo-confesó.
-Lodewijk, no puedes dejarte caer así-intentó animarle Camiel.
-¡Yo lo maté!-dijo; ese era un grito desesperado por hacer que comprendieran que era un criminal.
-¡Hora de dormir!-exclamó alegremente Hendrieke, intentando ayudarle a parar; debía de pensar que estaba demasiado ebrio.
-¡Aléjate de mí!-exclamó Lodewijk, desesperado: aquel tacto, aquel cariño, no hacía sino herirlo más. Sentía que su hermano no merecía tocar a alguien tan sucio, tan maldito como él.
-Tienes razón-dijo Camiel-: está demasiado borracho.
-¡No es hora de nada, maldita sea!-bramó Lodewijk parándose, el vaso medio lleno cayó al suelo, quebrándose en mil pedazos-. Yo maté a su padre-remarcó cada sílaba, sibilante-. ¿Qué parte de eso son incapaces de entender?
El silencio se hizo en la habitación.
-¿Lo dices en serio?-preguntó Camiel, siempre el más serio de los tres.
Lodewijk, haciendo uso de toda su paciencia, lanzó un bufido. Cuando se calmó, tomó la botella entre las manos y, tras echarse un buen trago, procedió a contarles dónde había estado esos cinco años, con lujo de detalles les explicó todo lo que había hecho. Y, cuando llegó al relato de cómo había matado a Dirck Sheefnek, tuvo que tragarse media botella para continuar, pero no se ahorró ningún detalle.

-Esa mañana me tiré al agua a rescatar a Ivanna Van der Decken. Llegué a una nave de la East India Trading Company, su nombre no lo sé, pero ahí Sheefnek la tenía secuestrada. Cuando la vi… nunca podré describir lo que sentí, tan flaca, tan frágil… no era la Ivanna que recordaba. Cuando intentamos huir, él nos salió al paso-su voz remarcó con furia sibilante la afirmación al recordar a su padre-. Dos hombres intentaron retenerla mientras yo me batía contra él, intentando abrirnos paso. Me hubiese matado a los golpes, pero Sheila llegó y…-.
-¡¿Sheila?!-exclamó estupefacto Camiel al oír mencionar a la pareja de su padre.
-Sí, Sheila-Lodewijk le clavó los ojos, detestaba que lo interrumpieran a mitad de una historia-. Ella se la llevó… entonces los dos nos quedamos solos, frente a frente; él haciendo sus últimos intentos para evitar que ellas lograran escapar. Entonces, ya no pude más-esa mirada tan fría, tan gélida que hace unos segundos le dirigiera, se volvió pura, como el más limpio de todos los ventisqueros-, ¿cómo podría dejar todo el rencor atrás? ¿Cómo podía irme sin hacerle pagar todo el daño que me hizo? ¿Cómo podía dejar libre de volver a casa a alguien que no lo merecía? ¿Cómo podía dejar en libertad a un criminal?-su mirada se perdió en los recuerdos, en la bruma de aquella pelea, aún meciéndose en su mente-; no podía. Me batí a duelo contra él; lo vi pelearme, con el brazo dislocado por las llaves que le hice, lo vi sangrar, vi sus ojos enceguecerse por la locura. Tan loco estaba en mi venganza que no me di cuenta del riesgo que corría, estuvo a punto de lanzarme al mar. Cuando lo tuvo a tiro, Sheila le disparó, justo al pecho. Nada podría haberme producido tanto placer como ver aquella bala, negra, gruesa, clavársele en el pecho, ponerse roja, marrón y volver a ser negra de tanta sangre; ¡nada me parecía más hermoso que ver esa sangre gotear! Lo vi retroceder, ya sin fuerzas para hacer nada. Matarlo era hacer traición; ¡¿pero cómo puedes ser un caballero cuando tu rival no lo es?! No, no era suficiente-meneó la cabeza, los ojos totalmente fuera de sus órbitas-. No era suficiente para un niño que no tuvo padres, sólo odio; ¡No era suficiente pago por todas las noches que me dejó desnudo mientras nevaba! ¡Por todos los golpes que me dio cuando intentaba abrazarlo!-sus ojos se llenaron lágrimas, que rodaron por sus mejillas; Hendrieke intentó abrazarlo, pero Lodewijk lo rechazó de un empujón-. ¡Que no me toques! Yo soy tan indigno como él de cualquier muestra de amor. ¿Pero lo hubiese creído un niño que sufrió, que fue torturado? ¡No! Me lancé sobre él y le abrí el cuello: nada me ha parecido tan hermoso como esa sangre. Tan roja, tan espesa, corriendo brillante por su garganta y aposándose en el suelo, parecía una cascada, se veía mágica. Y luego lo degollé… ver su cabeza separada de los hombros es lo que me ha producido más alivio en toda mi vida, hasta que me encontré con ustedes… los obligué a no tener padre, igual que yo; y eso es siempre lo que más me ha dolido-por unos momentos lo único que se escuchó en la habitación fue la respiración de los tres.
-Te entendemos-le sonrió Hendrieke, reprimiendo el impulso de abrazar a su hermanito.
-No te preocupes-dijo Camiel con la mirada triste.
Esa noche se fueron a acostar y Hendrieke y Camiel no pudieron siquiera sospechar el efecto que esas palabras tendrían en su hermano menor. Los meses se sucedieron uno tras otro y, para impotencia de ambos, Lodewijk se encerró en el que fuera su cuarto, impidiendo paso a cualquier persona. Desde afuera se escuchaba las botellas caer, una tras otra, o a veces, estrellarse contra la puerta o una muralla y luego resonaba un grito desgarrador. Por las rendijas de las paredes y de la puerta, a cualquier hora, todo el día y todos los días, se colaba un humo espeso que olía a hierba. Sabían que su hermano apenas comía y dormía, y que pasaba la mayor parte del día drogado y borracho. Ya no sabían de dónde sacaba más botellas de ron y vodka y pastillas de todo tipo.
Lodewijk sentía que se hundía, pero ya era incapaz de salir del precipicio en que se encontraba. La oscuridad lo envolvía, pero ya no tenía sentido luchar contra ella. Era un asesino; había matado a su familia. A su madre, para nacer, le había arrebatado la vida, a una mujer inocente y buena, que no había alcanzado a conocer… el mundo hubiese sido más feliz si ella estuviese viva en vez de él; los Sheefnek serían una familia, una hermosa familia, posiblemente su padre estaría ya jubilado de la Marina y se dedicaría a viajar con su madre.
Sheefnek… esa era otra historia. Lo había matado por un mal recuerdo por un rencor infantil. Sheefnek sólo para él había representado una amenaza; sí, le había hecho daño a más gente, no podía olvidar a Sheila, pero ellos jamás se hubiesen conocido si su madre no hubiese muerto y… ella estaba muerta por su culpa. Y, por ese asesinato, vil asesinato, paranoia, mejor dicho, había matado en vida a sus dos hermanos, privándoles de una familia: ellos no eran una familia, eran tres extraños con el mismo apellido viviendo bajo un mismo techo.
Las visiones se sucedían una de otra; ya era incapaz de distinguir qué era una alucinación y qué era cierto. Pero siempre volvía a Isla Ogigia, una y otra vez; ese asesinato se reproducía sin parar en su mente, día y noche, en un infernal e infinito loop. Luego recordaba ese anochecer, cómo Calipso había ido, junto a su fantasmal tripulación a bordo de The Storm, que al final de cuentas era su nave, y se habían internado en el océano, hundiéndose poco a poco, convirtiéndose en parte de él. Se preguntaba a menudo si ella no habría ido a parar también a la Isla, pero ahora como una habitante más y… entonces caía en la cuenta de que Sheefnek, muerto en altamar, también estaría ahí y que algún día se volverían a encontrar. Ese día le haría saber todo su odio y no podría hacer nada por huir de ese castigo, lo tenía merecido, siempre lo había tenido merecido.
Una mañana, una voz de mujer se dejó oír en la planta baja.
-Vengo a ver a Lodewijk-dijo.
-No está muy bien-escuchó la voz de Hendrieke.
Había sonreído burlonamente, sentándose en la cama con un cigarrillo en la mano.
-Lo presumí-había dicho la mujer-: no le he visto en las interrogaciones, hace una semana nos vienen citando a todos a la oficina de la Zeven a declarar.
-No está en condiciones de ir a declarar, de hecho por decreto de demencia ha quedado exento-contestó Hendrieke, se escuchó el crujido de la puerta al cerrarse.
-¡¿Demencia?!-exclamó la mujer, evidentemente impresionada.
-Dice que viajaron al pasado-la voz de Hendrieke se entristeció-. Dice que Sheila disparó a nuestro padre; ¡eso es imposible! ¡Ellos se amaban! Y no contento con todas esas locuras, dijo que él lo mató. Sabemos que lo odiaba, pero no sería capaz. Lo peor es que no hay nada que podamos hacer por él: se ha encerrado en su cuarto a beber, drogarse, no come ni duerme. Tampoco podemos citar un psiquiatra ni hacer que uno lo vea, cada día está más agresivo.
-¿Puedo pasar a verlo?-preguntó nuevamente la mujer.
-No te lo recomendaría-dijo Hendrieke con suavidad.
-Ver a alguien de la travesía puede que le haga bien-sugirió ella.
-Ve-pudo casi ver la sonrisa esperanzada en los labios de su hermano-: buena suerte.
Escuchó pasos en la escalera. Se volteó dando la espalda a la puerta, aferrando con la mano derecha el cigarro. La puerta se abrió, ni siquiera se molestó en mirar.
-¡Es increíble como el eje sensación-percepción hace cambiar las cosas!-exclamó la mujer, cerrando la puerta tras de sí-. ¿No es así, Lodewijk?
Lodewijk volteó a mirar a la mujer y encontró ante sí a nada más ni nada menos que Ivanna Van der Decken. Algo le pareció muy gracioso y largó una socarrona carcajada.
-La vida es una mierda, Ivanna-dijo finalmente, dando una calada al cigarrillo.
-Lo mismo puede decir tu vida de ti-le contestó ella, sentándose al borde de la cama.
Lodewijk largó una sonora risotada nuevamente. Extrañaba de veras tener una conversación inteligente con alguien.
-¿Me das?-preguntó mirando el cigarro.
-¿Qué quieres?-preguntó Lodewijk, parándose y caminando bamboleante, evidentemente ahogado de borracho, por su cuarto-. Vodka, hidromiel, ron-levantó triunfalmente cada botella. La única respuesta de Ivanna fue quitarle el cigarrillo, darle una calada y devolvérselo.
-¿Sabes? Hacía tiempo quería verte-le confesó ella-. Sabía que ibas a estar mal, pero nunca tan hundido.
-¿Qué quieres de mí?-preguntó Lodewijk a la defensiva: cada vez que alguien, por mucho tiempo quería verle, ese alguien quería algo en concreto.
-Quiero que huyas conmigo-soltó ella de repente.
-¡Qué romántica proposición, señorita Van der Decken!-se burló Lodewijk.
-¡No seas idiota, Lodewijk!-exclamó ella.
-Y, ¿se puede saber qué gatilla una decisión tan incorrecta en una señorita como usted?-se burló él, pasándole el cigarrillo.
-Tú salvaste mi vida, ahora a mí me toca salvar la tuya-dijo ella con total convicción antes de dar una buena cuenta del porro; Lodewijk enarcó la ceja y supo de inmediato que no le convencía-. La Zeven Provinciën quiere obligarme a declarar… mi caso es el más sospechoso de todos: no estaba a bordo cuando la nave zarpó, desaparecí meses después y… ¡heme aquí!
Lodewijk enarcó una ceja y oprimió una carcajada: la situación de Ivanna le parecía hilarante.
-Quiero librarme de ellos, para eso necesito huir de Ámsterdam… ¿Quieres venir conmigo?-al ver que Lodewijk no contestaba, lo aguijoneó-. No pretendes quedarte encerrado en este cuarto burlando a tus hermanos de por vida, ¿o sí?
Lodewijk alzó una botella de vodka, la destapó y se echó un buen trago.
-¿Cuándo?-fue la sencilla pregunta.
-Tengo dos boletos para hoy al tren de la medianoche, rumbo a Groningen-dijo.
-¿Tienes donde quedarte?-le preguntó Lodewijk.
-No, pero no te preocupes, ya encontraremos…-dijo ella.
-Tengo amigos allá, dos días en su casa no creo que sea demasiada molestia-dijo él pasándole una botella de ron.
-Bien… Tampoco traigas muchas cosas, es algo rápido y…-continuó ella.
-¿Tengo cara de tener más que esto?-abrió los brazos señalando la habitación en toda su extensión. Ella guardó silencio, si respondía se sentiría humillada. Él alzó la botella otra vez-. ¡Esto merece un brindis!
Aquella noche, a las doce, huyeron a Groningen. Lodewijk se sentía como un niño otra vez, de pronto volvía a tener trece años y volvía a escaparse de la casa. Sus hermanos se llevarían un susto impresionante, pero prefería que fuese así; las despedidas y cursilerías varias no eran para él, prefería que decantaran las aguas. Llegaron a destino en la madrugada y fueron a buscar la casa de los amigos de Lodewijk, punk como él, díscolos como él, algo estrafalarios, libertinos y ruidosos; la clase de gente que él sabía de cierto no le parecería bien a Ivanna, ¡grande fue su sorpresa cuando la descubrió yéndose de juerga con esos –buenos- tipos! Ella, sin duda, había cambiado. Estuvieron allí dos días, hasta que encontraron un pequeño apartamento para arrendar.
Con el paso del tiempo e instado por la joven, ingresó en una clínica de rehabilitación para desintoxicar su cuerpo de las drogas. Llevaba años consumiendo cuanta cosa se le pasaba por delante, era un milagro que estuviera vivo. El tratamiento duró seis meses, demasiado largo, doloroso y tortuoso para su gusto. Cabe mencionar que nunca logró dejar la hierba y algunas pastillas del todo, tampoco el alcohol, pero ahora la mayor parte del día la pasaba sobrio y lúcido, lo cual para Ivanna era un logro.
Cuando volvió al apartamento, con una óptica nueva de su vida, de sus sueños y de las cosas que había logrado, Ivanna Van der Decken adquirió un cariz mágico para él: siempre sonriente, instándole desde su estudio –había ingresado a un sistema de clases secundarias con exámenes libres- a seguir, a crear, a hacer lo que fuera que pasaba por su mente. Esa jovencita, que tan desagradable le había parecido durante su adolescencia, se convirtió en su principal amiga y aliada. Y, sin que siquiera pudiera darse cuenta, se había enamorado de ella. Al principio sintió miedo, no sabía lo que era amar; era una sensación que lo aturdía, lo enloquecía, amenazaba con hundirlo, pero cuando estaba a punto de caer, ella aparecía y le tendía su mano para sacarlo a flote de nuevo. Era un vicio. Así que, una noche, confundido y con un latente temor al rechazo, fue hacia ella y se declaró.
-Démonos una oportunidad-fue la increíble respuesta que recibió.
Una oportunidad que funcionó bastante bien, por lo demás. A ella sucedieron peleas, oportunidades, nuevas discusiones y otras oportunidades hasta que no les cupo duda de que su relación tenía cimientos sólidos. Entonces decidieron lo impensado: casarse. Entonces, Lodewijk, contra la costumbre, tomó el apellido de su esposa: Van der Decken, y Sheefnek, con todo lo que representaba y los negros retazos de su pasado, se perdió para siempre. Varios años después, concibieron a su único hijo: Niek, a quien llamaron así en honor al hombre que había sido un padre para los dos.
Lodewijk traspasó los umbrales del hotel sonriendo y se dirigió a su habitación: la vida no había sido tan mala con él como había pretendido hacerle creer. Dejó el cuadro sobre su cama, su esposa estaría fascinada con él.
Bajó las escaleras, tenía costumbre de usar las escaleras y llegó al hall.
-¡Wooo!-escuchó exclamar a una voz juvenil-. ¡Lodewijk Van der Decken!
Volteó a ver y vio, corriendo hacia él a un empleado del hotel, un camarero de aproximadamente dieciocho años. Tenía algo que le recordaba a Aloin. El jovencito se detuvo justo frente a él.
-Disculpa, ¡pero eres el mejor músico que he oído jamás!-exclamó con vehemencia, mientras sus colegas se descostillaban de la risa-. ¡Escucharte tocar con tu banda me salvó la vida!-continuó.
-Créeme que a mí también me salvó la vida-Lodewijk contestó sonriendo, esta vez no se burlaba, sino que algo en su corazón ardía de orgullo.
-¡Son realmente impresionantes! La primera vez que los oí, quedé impactado. Esas guitarras, la batería tan potente, la voz desgarradora, las letras. Son una crítica contra la sociedad, que nos intenta hacer creer que nuestra vida no vale la pena, ¿verdad?-preguntó ansioso de obtener la aprobación de Lodewijk, quien asintió. Cada tanto lo detenían jovencitos y hombres más o menos pasados en años a felicitarle por su banda, y siempre tenían el mismo efecto arrollador en él-. Los tengo incluso en mi mochila-se quitó la mochila negra para enseñarle una fotografía bordada en el género negro, era la carátula de quinto disco, En las Alas de la Muerte. Ante esa muestra de fanatismo no pudo sino reír de genuino placer, sacándole una sonrisa al muchachito-. ¿Te tomarías una foto conmigo?-preguntó, a lo cual Lodewijk no pudo menos que aceptar.
El chico insistió en que imprimieran la fotografía para que se la firmara, como no llevaba prisa, accedió. Y, mientras el papel se teñía con la imagen de ambos, se detuvo a hablar con él para contarle su experiencia, cada vez que podía, la narraba. Luego de que había salido del centro de rehabilitación, sus amigos en Groningen le habían propuesto formar una banda. Recordaban aquellos días, diez años atrás, en que cantaban y tocaban y se iban de juerga perenne en la casa Okupa. Y recordaban la voz descarnada, la euforia de Lodewijk. Consiguieron una sala de ensayo –luego de la primera práctica, los vecinos del edificio no quisieron tenerlos más tocando música punk cerca de ellos a todo volumen y pasada la hora de las noticias-, como no tuvieron para pagarla tuvieron que irse a ensayar a un bar y así se volvieron conocidos hasta que sencillamente causaron furor en el verano de 2018, ellos eran Ogigia.
La foto se imprimió, Lodewijk la firmó y volvió a salir del Hotel. Cada vez que Ogigia salía de gira no perdía la oportunidad de agendar un concierto en New Providence, esa isla le había dado mucho y no podía no visitarla, era su forma de pagarle. Afuera, en la calle, el sol pegaba fuerte. Deseó que Niek e Ivanna, que habían ido con él esa vez, se hubiesen echado bloqueador solar antes de ir a la playa. Sonrió; ellos entenderían.
Llegó a los altos roqueríos, casi pequeñas montañas, de la cara norte de New Providence, detrás de ellas se oía el mar. Su vista chocaba en las piedras negras y brillantes, cubiertas de musgo, y más arriba en el cielo azul, perfectamente despejado. Subió las rocas, que parecían estar ahí formando una suerte de escalera, y, haciendo un último y agotador esfuerzo, llegó a la cima. El viento ligeramente más fresco y arremolinado de las alturas le llegó al rostro y le agitó el pelo y la ropa perfectamente negra. Sonrió y cerró los ojos, dejando al aire bailar por su cara y llenarle los pulmones. Abrió los brazos, disfrutando de la deliciosa sensación; se sentía liviano como un pájaro, el viento le impulsaba hacia atrás, a volar.
-¡Soy libre!-gritó a viva voz, con ese timbre descarnado tan característico suyo. Una sonrisa se formó en sus labios. Su única respuesta fue el repiquetear de las olas al fondo del precipicio, allá abajo, y unas pisadas en la roca. No le importó que alguien le viera así y volvió a gritar-: ¡Soy libre!
-Soy libre-en un susurro gastado pareció formarse la voz del mar; le pareció una soberana locura, un imposible.
-¡Soy libre!-esta vez se desgarró los pulmones en un grito que traía lo más profundo de su espíritu.
-¡Soy libre!-gritó una voz de mujer, esa voz sabía a mar, Lodewijk la recordaba bien.
-Liselot-susurró, mientras una sonrisa se formaba dulcemente en sus labios; volvían los sonidos de su juventud.
-¡Soy libre!-gritó con todas sus fuerzas una voz de hombre, un hombre joven. El rostro de Lodewijk demostró sorpresa, su corazón se conmovió en la vorágine de mil recuerdos.
-Aloin-susurró. En ese nombre había más que un recuerdo, un tributo a un amigo que no había podido salvar.
-¡Soy libre!-gritó una voz de mujer, la reconocería hasta el último de sus días como la de Sheila Zeeman.
-¡Soy libre!-se escuchó la socarrona voz de un hombre que creía olvidado: John Morrison.
A sus pies, las olas parecieron rugir. Abrió los ojos alarmado por la extraña alucinación que acababa de tener. Pero no, ahí estaban, sonriéndole desde las aguas. Los otros cuatro líderes de los amotinados del Evertsen se alzaban entre el océano, sus cuerpos parecían hechos de mar. Nadaron grácilmente hacia los pies del risco, sin dejar de mirarle; parecían ser el espíritu mismo del océano, haciendo cabriolas bajo él, meciéndose con la suave música de las olas y de la playa. Sintió la firme tentación de ir junto a ellos. Sonrió con picardía, alzando una ceja. Cerró los ojos y se balanceó un poco hacia adelante. Unos peñascos cayeron al vacío, sus pies aún pudieron afirmarle en la cima.
-¡Padre, no!-rugió la voz agitada de Niek; quien corría intentando llegar al punto más alto de los roqueríos.
Lodewijk pareció no oírle, una parte muy recóndita de su cerebro lo escuchó, pero no le importó; no procesó que era su hijo quien le hablaba. Abrió los ojos y el deseo de unirse a la danza de aquellos espíritus del mar fue más fuerte; tomó aire y se dejó caer en el vacío.
-¡Padre!-el grito agónico y desgarrador de Niek no llegó a sus oídos.
El chapuzón no lo sintió. Liselot, Aloin, Sheila y John le salieron al encuentro, nadando alegremente a su alrededor. Se giró, yendo de hito en hito; intentando reconocer los rasgos de unos y otros.
-¡Padre, no!-el grito de Niek acarició sus oídos que parecían estar sordos.
Miró a Liselot, tan dulce como la recordara siempre; sonriéndole. Sus ojos se dirigieron al frágil espectro en que se constituía Aloin, intentando perennemente de volverse más rudo de lo que en verdad era; lo estrechó en sus brazos.
-¡Ayuda! ¡Mi padre se ahoga!-gritó Niek, desesperado. ¿Qué podría llevar a su padre a suicidarse? ¿A dar ese mortal salto que le había visto dar?
Los gritos de su hijo parecían ser música en los oídos de Lodewijk. Se dirigió a Sheila; ya no tenía los rasgos de la anciana a cuyo funeral había asistido diez años antes, a quien recordaba subiéndose alegremente a bordo del crucero que le arrebataría la vida. Volvía a ser la enérgica, sardónica y algo calculadora mujer que recordara viajando a bordo del Evertsen.
-¡No!-lloró Niek, cada vez le faltaba más la voz.
Giró apenas un poco más y distinguió a quien catalogara como su principal rival y, a su vez, su mayor aliado en su juventud: John. Ambos asintieron fríamente con la cabeza, aunque en sus labios se formó la sonrisa que crecería en los labios de cualquier persona que sabe que su amigo ya no se separará más de su lago.
-¡Nada hacia la orilla, padre!-le rogó la voz descarnada de su hijo desde las alturas, pero no supo reconocerla; no supo ver lo que él veía.
Los otros cuatro giraron frenéticamente a su alrededor, a una velocidad de vértigo, como en las rondas que suelen hacer los niños. Le costaba distinguirlos. Seguían la maravillosa música de las olas; quiso bailarla él también; comenzó a girar con ellos, en círculos, en todas las direcciones, sintiendo que al fin su espíritu era libre.
-¡Por favor!-suplicó en un llanto la voz de Niek, apenas audible.
Su cuerpo comenzó a cambiar, sus brazos ondearon, espumantes; comenzaba a convertirse en parte del mar, a acoplarse en aquella danza con él. Giró, deseoso de ser uno con el océano, anhelando que su alma pudiera ocupar esa inmensidad.
-¡No!-ese grito resonó en sus oídos, se hundía cada vez más, se fundía con las aguas, ya no sentía el frío del océano lamer su piel: ya no tenía piel. Las aguas cubrieron su rostro, su nariz, sus ojos. Su consciencia se fue a negro. Entonces ya no supo más. "¡No!" ese grito aún vibraba en el aire y en el mar.
FIN.

Texto agregado el 10-01-2016, y leído por 169 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
10-01-2016 Felicitaciones a Carolina! y a ti por finalizar tu obra. Sobre ella podré opinar una vez me ponga al día. Un abrazo, sheisan
 
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