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NO HAY RETORNO EN EL PARAÍSO

Khaled se mira una vez más en el espejo de la pared, momentos antes, una vez terminado el baño, había elegido cada pieza de ropa que usaría, ningún detalle iba quedar entregado al azar, sabe que toda su vida ha transcurrido para llegar a este momento, en unos minutos más terminará el sufrimiento y triunfante lo recibirán en el paraíso del cielo. El reflejo devuelve la imagen de un joven semidesnudo llevando pantalones negros, de tela fina y suave, la que se ajusta de manera natural al cuerpo. Los pies aun descalzos son bien proporcionados, los dedos largos y finos.
Comienza a ajustar los explosivos en su torso, con movimientos suaves y sinuosos, tanto que pareciera más estar llevando a cabo un ritual amatorio que la labor técnica y compleja de fijar la dinamita a su cuerpo. Mientras lo hace no puede dejar de pensar en las bellas huríes que estarán esperando su llegada tan pronto culmine esta misión, la más importante de toda su vida, sus manos acarician la piel del pecho a medida que va sujetando firmemente cada cartucho con cinta adhesiva, negra como el pantalón. Su pulso se acelera, el corazón late desbocado, pero no por lo que ocurrirá en un momento más, sino por la emoción del premio que por años ha esperado, por fin podrá conocer los placeres carnales hasta ahora negados y de los que solo tiene noción por los relatos de sus camaradas, el ardor de la piel femenina, el aroma embriagante de su piel, los suspiros entrecortados, la humedad producida por la unión perfecta de los cuerpos.
Cuando está conforme con lo que ve toma una camisa blanca, nueva, inmaculada, se la pone y comienza a abotonarla sin prisa. De vez en cuando mira su reloj, aún queda tiempo. Camina hacia el balcón y observa la calle, a esa hora, el atardecer, la ciudad parece más viva, palpitante, el calor es intenso, con gente moviéndose en todas direcciones queriendo llegar pronto a sus hogares. Por un instante se le oprime el pecho, se pagará un alto precio para que él pueda obtener su recompensa, la angustia aumenta al pensar en su madre, la única persona que lo ha amado, lo ha entendido, ha acariciado su rostro, ella desaprobaría por completo lo que va hacer en un momento más. Khaled sacude la cabeza, el también ama y reverencia a su madre, pero Alá exige estos sacrificios, ella lo sabe, ella debe saberlo.
Regresa al centro de la habitación y se arrodilla con gran ceremonia en dirección a La Meca, repite como cada día desde que tiene memoria las oraciones que todo musulmán devoto debe ofrendar a su Señor, solo así podrá estar preparado para recibir el premio sagrado. Terminado el ritual vuelve a observar el espejo. Un solitario ojo lo escruta desde el otro lado, ese donde su rostro aparece completamente desfigurado, falta casi toda la nariz y la boca no es sino una siniestra mueca, o más bien una herida.
Desde hoy nada de eso será importante, desaparecerá el dolor que desde la infancia lo acompaña, las burlas de los otros niños, las miradas compasivas donde quiera que fuese. Sus nuevas compañeras no tendrán oportunidad de rechazarle, pues cuando ingrese triunfante al paraíso prometido, será hermoso, perfecto, del rostro habrán desaparecido todas las marcas de su infortunio.
Vuelve a revisar la hora, se calza las sandalias y se dirige hacia la puerta. Decide utilizar las escaleras y por fin sale hasta la calle. Se detiene en la parada de autobuses y aborda uno cualquiera, imaginando el cuerpo perfecto y radiante de las 70 huríes que lo esperan, muchachas de belleza juvenil y desafiante, de hombros redondos como la luna que nace en el desierto, senos turgentes como frutos a punto de estallar entre sus manos.
La tensión aumenta para Khaled al sentir en su pecho el diminuto botón que lo separa de la felicidad, al mismo tiempo, percibe la presión urgente en su pantalón de la serpiente de amor que, al igual que él, ansía ser puesta en libertad; sabe que tan pronto oprima ese interruptor podrá por fin entrar en las tiendas de perlas blancas, caminar entre sedas y piedras preciosas, ver el lecho donde lo espera el placer negado durante toda la vida, y en ese momento sus 19 años le parecen eternos. Avanza hacia la mitad del bus, contiene la respiración, una gota de sudor se desliza por su frente. Con un gesto imperceptible presiona el botón adherido al pecho y una luz muy fuerte lo ciega por completo, - ¡estoy entrando en el paraíso! -, siente la humedad de los cuerpos femeninos, los gemidos, las manos que lo tocan y su rostro desfigurado comienza a esbozar una sonrisa. Por un instante el calor abrasador y los alaridos lo traen una vez más a la realidad, ve sangre por todas partes, fuego, trozos de cuerpos esparcidos junto a él, no logra entender muy bien que está sucediendo, pero su entorno comienza hacerse cada vez más lejano y la oscuridad a apoderarse de todo, cierra los párpados y repite con fuerza Al-lahu Akbar (Alá es grande) y entonces por fin pudo verlas aparecer, con su boca cálida como la vida y los ojos negros y profundos, como la muerte.

Texto agregado el 30-12-2015, y leído por 53 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
30-12-2015 Tu cuento es muy actual y verídico, muy bien escrito pero, no comparto las creencias de esta juventud que decide matar y matarse por conseguir algo que quizá no sea tal cual lo pintan. Te deseo un Felíz Año Nuevo. ome
 
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