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El Cerco


Nuestra ciudad es una olla. Vivimos en el fondo de ella, mis vecinos y yo, los comerciantes del centro, en su mayoría vendedores de ropa barata y pan de otras partes del país, los estudiantes de las universidades del sur que aún llevan el pelo largo y les compran la ropa barata a los comerciantes, algunos ejecutivos que usan saco y corbata a pesar del insoportable calor, algunas personas que viven del aire y obreros no calificados que son la mano de obra calificada de casi todo lo que aquí se hace. Nuestra ciudad está rodeada por montañas casi por completo, es como una cortina de muchos metros de altura que nos atrapa y no nos deja ver el valle. En las laderas de las montañas, en cambio, viven otras personas, diferentes, que sólo bajan a trabajar y en la noche suben otra vez. Los de abajo no sabemos qué hacen cuando no trabajan y cómo viven, pero no importa, nosotros estamos abajo y ellos arriba, así debe ser.

En esta ciudad la altivez es inversamente proporcional a la altura con que se viva al nivel del punto más alejado del sol. Me gustaría decir del nivel del mar, pero en esta ciudad no hay mar, sólo un río, sucio y abatido. Para ir al mar únicamente hay una vía, pero ya muy pocos la usan. Por ahí ronda gente mala, que roba, secuestra, mata y viola en nombre de un tipo que se murió hace rato y que luchaba por los proletarios. No sé quién fue él, no leo mucho, no hace falta hacerlo, en esta ciudad los que vivimos abajo tenemos muchas cosas que hacer.

Si está haciendo calor y las calles, así no sean liquidas, se están evaporando, vemos televisión. Hace años sólo teníamos tres canales, pero algunas personas pusieron antenas gigantescas sobre los techos y últimamente podemos escoger entre más de cincuenta. La bonanza televisiva emocionó a todos, nadie se quería quedar con los tres canales de antes, todos le pagaron a los de las antenas para que tiraran un cable sobre sus cabezas y así poder ver más canales. Sobra decir que los de las antenas se hicieron ricos, tanto que hace poco crearon sus propios canales, pero son tan malos que nadie los ve, sólo algunos, para burlarse. Aquí a la gente le encanta burlarse, eso me gusta.

También hay centros comerciales, llenos de palmeras y locales con el piso en mármol. Hay un estadio, que casi siempre se llena, y sobre todo están las calles. Las calles de esta ciudad han logrado el perfecto equilibrio entre la selva que nos rodea y la urbanización. Por cada habitante hay cien árboles, y en esta ciudad vive mucha gente. Además hay pequeños parques con largos trechos de pasto, en los que la gente puede hacer otras cosas, como jugar fútbol.

Si no hace tanto calor uno sale a emborracharse, o a jugar fútbol, o a jugar fútbol borracho. Me gusta cuando eso pasa, los jugadores se revuelcan en su propio vomito, nadando en el pecado, porque emborracharse es pecado. A mí me gusta eso, ver que la gente peca y peca, y entre más lo hace, más se ríe, más feliz se ve. A mí también me gustaría ser pecador, tomarme cinco botellas de ron, tocarle los glúteos a las muchachas, sentarme en las piernas de mis amigos y luego ir a jugar fútbol y vomitarme en la cancha. Pero no puedo, no me gusta el fútbol y el licor me da dolor de cabeza, no me hace feliz, como a los otros.

Pero hay otras formas de pecar aquí. De hecho existe una calle destinada exclusivamente para esos menesteres, es la calle sexta norte, porque en el sur también hay una calle sexta, pero en ella se peca de puertas para adentro, entre familia. La sexta norte es una calle larga, que nace al lado del río y que es sólo para uso de los que vivimos abajo. Si uno va de día puede ir a cine o a comer, o sólo a caminar, a pensar en por qué la gente se emborracha, creo que les debe gustar tanto el pecado como a mí y por eso lo hacen. Si uno se sienta en el ribete del andén y mira todo despacio, sin escrúpulo, puede notar que todos llevan un afán, que siempre hay alguien esperándolos en alguna parte, que siempre van tarde y temen hacer esperar a los otros, pero eso nunca pasa, porque todos se sincronizan para llegar una hora después de lo convenido, no sé porque se inquietan, será que nadie los espera y eso es lo que los preocupa. Antes la gente también iba al río, a emborracharse, a vomitarse en él, pero lo llenaron tanto de vómito que ahora el río huele a perro muerto. Creo que por eso se inventaron eso del fútbol, para tener que hacer en el día.

En las noches no hace tanto calor y uno se va a caminar por ahí, para que los demás vean que uno también camina. Si hay plata, uno se va para un bar a emborracharse, o se queda en la calle y también se emborracha, o se paga una puta y se emborracha igual, también puede follar con ella pero si la emborracha, sino tiene que usar condón y eso no es follar, es masturbación sintética. Cuando amanece se pueden apreciar centenares de personas tiradas sobre aquella calle, algunas pidiendo desayuno, otras pidiendo un balón, otras preguntando por la puta que se les llevó la ropa y el reloj, todos sabiendo que pecaron y que eso les costó dinero, más del que tenían. Aquí la gente se preocupa mucho por el dinero, a mí eso no me gusta.

Lo que antes fuera el resplandor de la nueva estética ahora es una ataxia, la más repugnante baraúnda que bajo los cielos se haya gestado. Un día, mientras me confundía entre tantas opciones, caí en un canal nacional, en los que sólo dan telenovelas y noticieros, y se repetían ante mí imágenes de gente huyendo con la casa sobre el lomo, pueblos arrasados, aún humeantes como vestigio de una conflagración extinguida por la misma lluvia que enloda el éxodo. Por acá dicen que muchos se cansaron de la gente mala que secuestraba y mataba a las personas que quería ir al mar, y que esos muchos se organizaron, adquirieron armas y ahora los andan matando a todos, a los malos y los que estén por ahí cerca, a los que les den de comer o les vendan cosas. Se pensaría que los quieren matar de hambre. Eso parecía no importar para nada, en esta ciudad existía una calle hecha sólo para pecar, era tan larga que uno podía pecar por una cosa diferente cada día durante un año entero y aún así le sobraban pecados. A mí me encanta esa calle, me encanta pecar.

Durante los siguientes meses llegué nuevamente a los noticieros. Veía que era más la gente que arrancaban de los pueblos, que formaban caminos tan grandes por las montañas que se podían ver desde la luna. En la televisión decían que era por culpa de los mismos que mataban a las personas que querían ir al mar, pero alguna gente de las universidades del sur afirmaba que no, que eran los otros, los que querían matar a los malos, es más, decían que los malos no eran malos, que eran tan buenos que mataban, robaban y secuestraban a la gente para ayudar al pueblo, esa parte no la comprendía bien, yo pensaba que el pueblo era la gente, pero ellos dicen que no, que el pueblo es el pueblo y la gente es la gente, y que a la gente hay que matarla, robarla y secuestrarla. A estos también los empezaron a matar, por decir lo que decían, por pensar lo que pensaban. Bueno, pero para qué dicen esas cosas, robar y matar porque sí no es bueno, así sea pecado. Al final lo que importa es que mucha gente se anda muriendo por aquí, a algunos los tiran al río, que terminó oliendo tan mal que tuvieron que desalojar las casas vecinas, porque de los muertos que flotaban nacían unas moscas del grande de un dedo que podían matar a una persona de la infección sólo por parársele en un brazo.

Pero uno se termina acostumbrando a todo. Yo eliminé los canales donde daban noticias y con eso di por clausurada mi preocupación, aunque nunca dejé de preguntarme a dónde irían todos los campesinos que fueron desalojados y que ahora vagaban por la cordillera, alguna vez tendrían que cansarse de caminar y parar ¿ó serían nómadas por siempre?, pero bueno, eso era en el campo, yo y mis vecinos, los comerciantes, los ejecutivos, los estudiantes de pelo largo y los obreros sin instrucción alguna vivíamos en la ciudad, y teníamos toda una calle para pagar por pecar, eso parecía ser suficiente para todos.

Pero un día empezó a escasear la comida. Desde la capital decían que todo iba a estar bien, que sólo era el clima, que era un viento que venía del occidente el que estaba acabando con las cosechas y que dentro de poco cesaría y volvería a haber comida para todos. Unos creyeron, los que pudieron se fueron del país, otros esperaron. Los días pasaron y el hambre azotaba con ira a la mayoría de la población. Ya no tantos tenían ganas de ir a la sexta norte.

En esos días detallé mucho la ciudad. Caminaba más que de costumbre, como nunca lo había hecho, tanto que al final del día tenía los pies hinchados, tan hinchados como los vientres de los niños que limpiaban vidrios en los semáforos. La calle sexta norte cada vez se hacía más angosta, más corta, más parca y desolada. Acostumbraba a caminar por el centro, llegaba al río y me devolvía, ya no hacía tanto calor, las montañas se comenzaron a nublar, el verde con vetas cafés se veía a través de una membrana gaseosa que se acentuaba en las mañanas y disminuía levemente con el sol de medio día. Se registraron bajones de hasta diez grados centígrados y algunos árboles comenzaron a envejecer como nunca se había visto antes. La gente salía a las doce del día a recibir el sol, se tumbaban en las calles, sin ropa, con los brazos abiertos, era una gigantesca mancha humana que se extendía durante dos horas hasta que el sol se ocultaba en el cenizo manto nuevamente y los pocos que no habían tenido que vender los carros para comer podían continuar su jadeante trasegar por las calles. En ese momento casi todos le dimos la razón al gobierno central acerca del porqué de la hambruna, obviamente algo pasaba en los cielos y el clima estaba desquiciado. Algunos decían que no era sólo eso, que había lago más que en la capital no podrían ocultar por más tiempo.

Hubo un tiempo en el que ya no se podía caminar sin llevar pala. Habían tantas hojas secas en el suelo que mucha gente se perdió entre los dos metros que llegó a alcanzar la capa vegetal que cubría a la mayor parte de la ciudad. Todavía no han encontrado a algunos. No creo que lo hagan ya. Un día se decidió quemar todo el follaje para poder reactivar el tránsito en la ciudad. Cuando se inició el fuego nadie tuvo en cuenta los efectos colaterales. La gente que no fue avisada murió quemada, nadie los pudo ayudar, salir a la calle era morir como ellos, y todos tuvimos que aguantar durante varias horas los gemidos desoladores de muchos que desgarraron sus gargantas antes de que alguien llegase a ayudarlos. Hubo un instante en que la temperatura fue tan alta, que la gente dentro de las casas también comenzó a morir sofocada por el humo, cargado de pequeños trozos de hojas quemadas que taponaban el tracto respiratorio hasta lograr la asfixia. El impresionante calor fundió los cimientos de varios de los edificios más altos, que se desplomaron como torres de manteca levantando una nube de polvo que cubrió el sol durante varios días intensificando el invierno.

Al salir, amaneciendo el día siguiente, encontramos que la ciudad entera estaba tiznada, que las señales de tránsito eran una sola melaza de aluminio derretido que casi no se distinguía del resto de las cenizas y escombros. Sólo un árbol se conservaba en píe, era el de la plaza central, la primera que se fundó en la ciudad y alrededor que la cual se había erigido el resto de ella. El tronco estaba tan negro como el resto de la plaza, pero aún conservaba una hoja, en su rama más alta, como reminiscencia de lo que antes fuese la ciudad y portadora de la última esperanza. Todos nos congregamos allí, instintivamente, sin concordar nada, ninguno se quería mirar a la cara, temían ver su propio miedo reflejado en el rostro del otro. Sólo nos fijábamos en la hoja, en su verde único, en el resplandor que resumía lo que antes fuera una ostentosa selva urbana. Muchos diluyeron las cenizas con sus lagrimas, otros pensaron que habrían más hojas verdes y que con algo de esfuerzo algún día se podría volver a sembrar la arboleda. Pero todos miraban la hoja, cada detalle, las extrañas gotas que resbalaban por su pequeño tallo, su misterioso brillo.

Entonces se hizo cierto lo que algunos insinuaron anteriormente. Tras la ciudad, pasando la barrera natural que representaba la cordillera, y rompiendo con la hojarasca, se escuchó una leve marcha, que se acercaba, que escalaba el monte, que irrumpía en su virginidad. Nadie dijo nada, todos callaron y se fueron a sus casas, unos robaron los pocos víveres que quedaban en las tiendas, a otros se les escapó el hambre.

En la noche todos escuchaban la respiración ronca de los demás, nadie dormía. Con el frío había llegado el insomnio. Esta era una ciudad en eterna vigilia, que no dormía cuidando algo que no teníamos. Durante ese lapso continuamos escuchando las pisadas, la marcha corrosiva que a cada paso duplicaba su afónico eco, que nos hacía pensar cosas, acoplar ideas, vincular hechos, imaginar causas y efectos. No había fluido eléctrico, ni agua potable. Los niños lloraban y ningún padre se apresuraba a callarlos, algunos querían que lo hicieran más fuerte para no escuchar las pisadas. Mediada la madrugada las andadas de la procesión eran insoportables, se hacían más lentas y más sonoras. Entonces uno pensaba que lo que fuese que se estaba acercando estaba cansado, que pronto se detendría, pero pronto un grito se filtraba desde la selva, llegaba hasta nosotros como un viento que lamía las cortinas, las pisadas parecían responderle con una vertiginosa arremetida por la montaña. No queríamos creerlo, pero no podíamos dejar de escucharlo. Algo venía hacia nosotros.

Al amanecer los pasos se detuvieron. Sólo se escuchaba el crujir de los estómagos y eventualmente algunos gritos lastimeros en la cordillera. Nadie quería imaginar lo que estaba en ciernes sobre la ciudad, no se quería suponer nada, era mejor así, concentrarse en el hambre, en los dos meses sin probar frutas, leche, carne o verduras. La gente comenzó a salir de nuevo, querían ver que no eran los únicos que existían, sentirse acompañados en la angustia. Alguno sugirió escapar, él mismo se respondió con un silencio autocomprensivo. Sabíamos que estabamos cercados, que no habría forma de salir vivos, tal vez tampoco muertos.

La gente se empezó a enfermar. Las ulceras y las quemaduras se habían salido de control. Los pocos médicos que quedaban lo habían olvidado todo, sólo podían hacer un diagnóstico que ya era visiblemente obvio, la muerte. Unos morían vomitando, ya no de la borrachera, el licor se había agotado hace mucho. Muchos intentaron suicidarse, pero no habían edificios de que tirarse ni cuerdas con que ahorcarse. Nos sentamos a esperar a que algo pasara, horas enteras, algunas semanas quizá, pero nada sucedía, hasta pareció que nos habíamos vuelto inmunes al hambre. Ya nadie se moría, nisiquiera nos podíamos entretener con los entierros. Los carroñeros dejaron de sobrevolar la ciudad, se cansaron de esperar nuevas muertes, además no quedaba mucha carne abajo. Las horas pasaban idénticas, empezamos a confundir los días, los calendarios parecían escritos en otra lengua. Nadie quería entrar a la casa, allí quedaban cosas que se habían conservado como en viejos tiempos, y nadie quería recordar, sabíamos que en esos momentos los recuerdos nos matarían y nadie quería morir, sólo concentrarse en el hambre.

Un día se escucharon nuevos gritos. Más prolongados, más hirientes. Parecía que lo que nos aguardaba en la cordillera se estaba devorando a si mismo. Tras la capa nebulosa se observaba un humo negro que se dispersaba en la impía atmósfera. Algunas veces el viento traía el aroma propio de la carne cruda, se escuchaban algunos chasquidos. Los gritos fueron mermando en aspereza, se volvieron más suaves, como aullidos livianos, como un llamado. Las letanías comenzaron a surtir efecto en nosotros. Algunos parecieron olvidar el hambre y centrarse en las voces, en su arritmia, en su irresistible poder. Poco a poco se fueron levantando, llamados por la montaña. Algunos subían arrastrándose, otros conservaban algo de fuerza y ascendían lentamente, algunos familiares trataban de detenerlos, pero no los escuchaban, ellos tampoco insistían. Al anochecer se escuchaban nuevamente los gemidos, el desgarramiento, el suplicio, el chasquido, el humo, el silencio.

Cuando las nubes dejaron pasar algo de luz, y nosotros creímos que podía haber amanecido, un hilo de sangre se empezó a escurrir de la montaña, se abría paso entre las ruinas, llegaba a nuestros píes, nos mojaba las llagas y se secaba en nuestra piel. Oscurecía, de nuevo muchos iban a la montaña, se repetían los gritos, los chasquidos, el humo y al amanecer el afluente sanguíneo aumentaba su caudal, su brillo carmesí. La hemorragia en la montaña se hacía más evidente con cada respiro. Ninguno entró en pánico, sólo miraban las nubes y se dedicaban a sentir el ardor de las vísceras. Las últimas noches han subido la mayoría de los que aún quedábamos. Ya somos tan pocos que nos podríamos contar con los dedos quitando varios de ellos. Ahora que lo pienso, no somos los únicos que tenemos hambre.

Texto agregado el 29-09-2002, y leído por 591 visitantes. (10 votos)


Lectores Opinan
03-10-2002 !Qué caos tan degradado nos recreas a quí némesis! felicitaciones está muy bien construído el cuento. alegutis
30-09-2002 Muy intenso, me llegó mucho, se siente el terror de los habitantes al leerlo. Tú eres Colombiano cierto?... la ciudad que narras es Cali, porque en cali hay una calle sexta, mis tías viven allá y he ido a esa calle muchas veces... te felicito demasiado bueno. chao. persa
30-09-2002 Maravilloso, parece que lo hayas escrito de un tirada, sin releerlo, ni revisarlo, llevado por la desesperación. Enhorabuena, BERTA
 
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