De pronto ya no sintió nada. Las formas geométricas que siempre conoció no eran las mismas y se transformaban en figuras en constante cambio que bailaban a su alrededor. Las luces destellaban sobre su cabeza, centelleantes, hacían zigzag desde el suelo hacia su cuerpo chocando con todas las superficies del pequeño cuarto. Levantaba las manos como para protegerse pero le parecían tan pesadas, como si los músculos hubiesen muerto. Los párpados se le estremecían y la piel de todo el cuerpo parecía estar anestesiada. Casi cayó al suelo pero se agarró del respaldo de la silla para evitar la entrega de su alma al dolor más profundo y desgarrador, los que fueron a avisarle se quedaron mirándola. Sintió que estaba en el centro de un torbellino sensorial y de improviso todo le pareció normal, real, que existía. Escuchó el llanto de la pequeña en la cuna y volvió a vivir. Sintió el trago de la saliva que se hacía dulce y vio de inmediato la imagen de él entrando por la puerta como todos los días, como debía haber sido ese día, como todos. La puerta está cerrada y ella espera.