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Esperando en la estación, cientos de rostros pasaban pero no los distinguía, estaban borrosos, como ausentes.
Todo parecía un circo barato e intolerable, un gran escenario.
Algunos sentados en el banco que estaba inmóvil frente al televisor que sólo funcionaba a monedas; otros abriendo las billeteras para pagar los chicles y las gaseosas; con una revista o un libro en la mano dispuestos a relajar las piernas y aceptar el tiempo que aún tenían que esperar para que llegue el micro.
Se agudizaban mis sentidos y yo estaba observando inquieta, resistiendo, disimulando y extrañándote demasiado.
En las sillas negras y gastadas instaladas en el corazón de la terminal, dos mujeres de tez blanca, más que blanca, pálida en cuyos rostros se asomaban ya las arrugas producto del paso de los años, discutían sobre quién sabe qué tipo de planta o comida; de lo que estoy segura es que no era nada importante, las dos luchaban cada vez más intentando tapar la voz de la otra. En ese alboroto absurdo, una nena de unos cinco años aproximadamente, cabello oscuro, ojos negros y saltones pasó a su lado mirándolas atónita mientras dejaba caer la mochila que llevaba en su mano izquierda.
Los ruidos de los pasos eran escandalosos, las risas se volvieron insoportables y perforaban mi cabeza, el ruido de las impresoras de pasajes era abrumador y la llegada de los colectivos me afligía. El olor se impregnó en mi nariz, no se iba y todos tan contentos, tan ilusorios, tan impertinentes, molestos, austeros y fastidiosos rondaban y rondaban cerca de mí sin dejarme en paz, sin darme lugar a rezar o hablar.
Lentamente me levanté y cargando la molesta y gastada mochila de cuero marrón oscuro que me había regalado mi madre dos años atrás me subí sin emitir palabra alguna y me dirigí directamente al asiento para alejarme de toda esa muchedumbre que me derrumbaba y abrumaba tanto.
Colgaban las tiras de los bolsos; la calefacción aumentaba y crecía junto con mi necesidad de verte y agarrarte tan fuerte que no pudieras soltarte y tocarte tan hondo que llegue hasta lo más profundo de tu alma.
La pareja del asiento de adelante viajaba de la mano y, entre turbios movimientos, la respiración se empezó a escuchar más fuerte y enérgica; el calor crecía y vos tan lejos, tanto que me costaba respirar. Sentía el corazón desgarrado, arrancado, mi ser empapado y vos tan distante, tanto que no era posible abrir los ojos porque me dolían, tanto que mis manos sudaban incansablemente y el corazón latía cada vez más lento, a veces desesperado, pidiéndote que vuelvas, que no me abandones más.
Los viajes son tan infernales, grotescos y vacíos sin tu cabeza apoyada en mi hombro, sin tus manos sosteniendo las mías, sin tu campera tapando mis piernas y si tu aliento erizándome la piel.
Te perdono, todos tenemos traspiés, fuiste un idiota, un incrédulo sin escrúpulos pero te quiero, tu ternura es perpetua y tu mirada inmortal.
Te perdono, la ruta es infinita; te extraño, no tengo rumbo ni destino. Sombría, vacía, te necesito más que nunca, acompañame, te pido, en esta desesperada ruta.

Texto agregado el 13-05-2015, y leído por 112 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
13-05-2015 Las ausencias nos llenan de tanto desasosiego que lo cotidiano nos puede provocar una inmensa ansiedad . autumn_cedar
 
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