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Inicio / Cuenteros Locales / albertoccarles / Muerte del cacique PAINÉ *por Santiago Avendaño

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Inmediatamente de morir Painé, su hijo primogénito Calvaiû sucedió a su padre (Chu): Ordenó colocasen el cadáver como es de costumbre en su lecho de muerte, que le vistiesen todas sus prendas, y mandó chasques á todos los caciques. Se dirigió á Pichuiû expresándole su sentimiento y pidiéndole fuerza armada para reunir en una junta general todas las mujeres de sus departamentos, á fin de hacer un ejemplar con las brujas que se habían ensañado tan luego con el cacique de más nombradía. Suponían que es por el poder de estas que aconteció la muerte del gefe indio.

Pichuiû mostró su pesar hasta donde pudo y condescendió con la requisición de mandar gente armada de lanza y bola. Mientras tanto en el lugar del suceso había una locura feroz.

Al día siguiente después del velorio de uso, mandó Calvaiû que le llevasen todas las mujeres que hallasen en los toldos. Evacuada esta operación, reunieron las que estaban allí con las recién traídas, les formaron cerco hombres de á caballo con lanza. Vino Calvaiû y determinó que todo hombre que en aquella reunión de mujeres tuviese dos, dejaría matar una, el que tuviese tres dejaría matar dos, y el que tuviese una, la perdería. Se ejecutó esta bárbara disposición sin que nadie dijera una palabra, por que además que era una necesidad, se decía, dar un golpe á las brujas, era un deber cumplir con la ley del caso. Una multitud de infelices tán alegres y llenas de vida el día antes ahora se desgarraban sus vestidos desesperadas por eludir el ser nombradas en la sentencia. Apiñadas todas y circuladas, no se veían más que semblantes llenos de angustia; cada una miraba a la muchedumbre que las guardaban con una sonrisa llena de amargura como implorando compasión. Todas lloraban, todas llamaban, pero nadie las oía, una decía en el colmo de la desesperación “para que nos tienen así, nosotras no somos brujas”. Otra repetía “yo estoy criando, mi criatura es pequeña”. Más allá decía alguna: “mis hijos son chicos y van á quedar chicoiû, huérfanos, pobres mis hijos. ¡El padre ni siquiera me defiende!”.

En medio de este caos se presenta Calvaiû con su escolta, ordena que de estación en estación se vayan entre sacando de la multitud y las vayan matando, hasta llegar á una loma donde había dos algarrobos y donde se había mandado cavar la sepultura. Las más ó menos muertes dependía de las más ó menos estaciones que se hicieran.

La sepultura distaba del toldo como unas seis cuadras, y este trayecto debía tener en distancia un montón de brujas asesinadas. Toda la vía quedó marcada con los cadáveres, bárbara y salvaje expiación á las manos del cacique.

Ya hemos visto que la mujer más querida de Painé era la vieja que él mismo la había separado de las otras tres que tenía consigo, sólo esta mereció el respeto de sus hijos y de los demás ardientes adictos a la matanza. Nadie osó incomodarla ni decirla una palabra, las tres recién viudas hacían parte de aquél rebaño de ovejas que se oprimían entre sí, revolviéndose para no ser designadas como cuando se entra á elegir una res en una majada, que todas se atropellan topándose unas sobre las otras, cayendo algunas para no levantarse sinó todas pisoteadas y contusas. Ni más ni menos tal era el aspecto de aquél espantoso drama con todos sus horrores.

Painé era casado con dos hijas del cacique Caibuñaim (Alcon-Azul, hermanas de padre y madre), jóvenes aun, especialmente la menor, y una cautiva llamada María, natural de Córdoba. Esta señora que tenía ya sus 40 años, tampoco se la hizo partícipe de la ignominia de sus colegas.

Por fin cuando fue tiempo de hacer la primera ejecución, se presentó Cailbuiñ (padre y abuelo político de Calvaiû) pidiendo se le concediese salvar sus dos hijas, aquél padre venía con el dolor escrito en su semblante. Calvaiû en atención al respeto debido á este anciano por sus méritos, hizo lugar á la petición concediéndole la menor, dejando la otra para cumplir con la ley y haciéndola seguir á su marido al Alhué mapú o tierra de la eternidad.

Entró Cailbuiñ al rebaño de infelices, extendió la mano hácia su hija que ya no veía por las lágrimas, se asió de la mano de su padre y al salir muchas se prendieron de ella creyendo salvarse; pero Cailbuiñ les dijo que no podía sinó librar a su hija. En esto vé la otra que sacaban á su hermana y la dejaban á ella, y le grita en medio de aquél bullicio:”padre mío, ¿no soy también su hija, por qué me deja? No sabe que tengo un puñín chiquito?” El padre hizo un movimiento desesperado con la mano, como quien dice paciencia y no pudo hablar.

Calvaiû ordenó la primer ejecución designando una á una las que debían morir, y en el acto las sacaron de la masa de mujeres arrastrándolas, asiéndose estas pobres de aquellas que quedaban a su lado, metiéndose otras entre las piernas de las que no eran nombradas, creyendo evadirse. Más de ciento veinte esperaban esa suerte. Allí en medio de las súplicas las más conmovedoras, en medio de los gritos, de los llantos, mezclado todo con los relinchos de los caballos, se mataron ocho desgraciadas. La procesión se movió con el cadáver y el arreo de brujas por detrás con su correspondiente seguridad; á poco andar se hizo alto, era para repetir la matanza; se designaron otras ocho brujas ó no brujas, y luego fueron sacadas como las primeras y muertas á bolazos y á puñaladas, y la que se disparaba buscando salvarse, la lanceaban.

En esta vez aun no nombró Calvaiû la viuda de su padre y mandó seguir el cortejo fúnebre. En la marcha pausada que llevaban era mayor la angustia de tantas víctimas. Fue preciso hacer una tercera parada, y en ella designó Calvaiû otras ocho que fueron tomadas con la misma crueldad que las anteriores y muertas en el acto, quedando sus cadáveres palpitantes como para señalar aquella via de dolor y de sangre. Continuó todo el acompañamiento en el mayor orden y gravedad. Se oía de cuando en cuando gemir ya á un marido cuya mujer la había visto matar ó marchaba á la muerte, ya á un hermano, á un padre y por fin parientes ó deudos inmediatos de las que habían muerto ó estaban para morir.

Llegóse por último al pié de los dos algarrobos donde estaba ya la fosa para guardar la venerable reliquia de Painé. Allí se pararon todos, cadáver, acompañamiento, brujas, todo; se presentó Calvaiû y designó otras ocho mujeres que también fueron víctimas de aquél fanatismo feroz. Entonces se introdujo en la fosa el cuerpo de Painé vestido con lo mejor, puestas sus espuelas de plata, su montura bien envuelta llevando en ella sus estribos de plata, su llochocon ó chapeado, etc.etc. Mandó Calvaiû traer la criatura que criaba de pechos la mujer de Painé y que iba allí, y luego que la trajeron se la hizo entregar á la madre diciéndola “dale de mamar por última vez al niñito”. Ella desconcertada de esta voz le dijo, “¡Y qué!, ¿ni de estar criando me vale siquiera para que no me maten?” Calvaiû replicó: “Es preciso que sea así, no porque seas bruja, si lo fueras no irías acompañando á mi padre dentro de la fosa, bien sabes que su primer ó principal mujer tiene que ir con él”. Lanzó un grito de horror la china y llorando y en voz alta le dijo: “Yo no soy la primer mujer del muerto ó la principal, en ese caso tu madre es la que debe acompañar hasta en su vejez á su marido, no yo que soy nueva para él”. “Mi madre”, replicó él, “ya no era parte de las mujeres de mi padre porque para él ya no vivía, puesto que la separó por la vejez, si hubiera estado viviendo con él hasta ayer, entonces sería ella”. Durante este diálogo, la criatura llena de alegría lactaba del pecho y lo soltaba jugueteando con él. La china con sus hermosas trenzas de pelo sueltas sobre sus espaldas y el rostro en señal de pesadumbre, no hacía mención a las muchas monadas de la criatura porque su corazón ya no era de madre sinó de una mujer en agonía.

Llegó la hora, quítanle la criatura del seno, tómanla á ella y de un solo bolazo en el cráneo en la parte superior, fue lo suficiente para que dejase de existir, colocándola al lado izquierdo de su marido, cerraron con gruesos palos la boca de la sepultura; luego encima le pusieron paja y tierra de todo un terraplén. Ahorcaron cinco de sus caballos de pelea al pié de su sepulcro y le mataron un número crecido de ovejas. Concluido esto se retiraron todos.

Calvaiû llamó a la cautiva María que había sido mujer de su padre muchos años y le entregó la criatura huérfana para que la criase con todo cuidado. La pobre María lloraba tal vez de miedo y no por la muerte de su marido. Este fue el fin de ponderado guerrero Ranqueilche Paineguor, y el principio del gobierno de su hijo y sucesor Calvaiû que también tuvo su fin trájico tirando al blanco con una pistola sentado sobre unos cajones de cartuchos de cañón y muy cerca de un montón de cuñetes de pólvora. Tiró y por fortuna acertó á uno de esos cuñetes, la explosión del primero ocasionó la de todos y voló él junto con los cajones, acompañado de 25 indios. Estos cuñetes fueron dejados en la expedición al norte del señor don Emilio Mitre, diciembre de 1857, cuando se perdieron, murieron muchos de sed y se volvieron llenos de desaliento.

Escribo como testigo ocular

Santiago Avendaño

· La Revista de Buenos Aires, Tomo XV, enero de 1868.-


Nota: En el Tomo XVI, bajo el título “La fuga de un cautivo de los indios”, Santiago Avendaño cuenta en otra interesantísima narración de cómo fugó de las tolderías, y los avatares del cruce del desierto hasta llegar sano y salvo a las poblaciones de San Luis.

Texto agregado el 03-09-2004, y leído por 1282 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
08-09-2004 Ahhhh, los ranqueles doc, cuanta buena literatura han originado. Gracias por compartir este curioso texto. hache
 
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