La primera en desaparecer fue la zapatilla izquierda de deporte. Nada inusual en una casa con niños pequeños. Estaba seguro de que un día buscando el libro de familia, aparecería la zapatilla en la caja de herramientas, dentro del horno eléctrico o haciendo las veces de diligencia en el fuerte comanche. En mi casa podría vivir un ejército de fantasmas moviendo objetos a destajo de aquí para allá y de allá para acá y seguirían tristes e ignorados. Con niños siempre es así, mejor dicho, siempre había sido así. Al día siguiente no encontré un náutico azul. Mi esposa me dijo que yo no sabía buscar. Después desapareció una de mis botas de montaña. Y, poco a poco, me ha ido despareciendo un zapato de cada par. Y siempre el izquierdo. Una tarde, cansado de la bromita, no tuve más remedio que ponerme serio e interrogar a los niños, pero ellos, entre risas, echaron la culpa al fantasma. Mi mujer dice que no lo pague con los niños y que no dramatice, que sólo son zapatos, y que, a malas, siempre me puedo cortar el pie izquierdo… y después se ríe. (Los puntos suspensivos están ahí porque entre que ella dice que me corte el pie y su risa a mí me parece que pasa un siglo)