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Dudé mucho tiempo acerca de qué animal utilizar como protagonista de esta historia.
Araña, hormiga, castor u hornero. Con su tela, hormiguero, presa o nido, respectivamente.
Y decidí utilizar los términos genéricos de "bicho" y "guarida".
Para no herir susceptibilidades...

Me inspiraba ternura verlo.
Una y otra vez, un día tras otro, sin descansos ni dudas.
Cada amanecer era para él un comienzo, pero de nada nuevo.
Por el contrario: era el comienzo de aquella vieja rutina, perfeccionada a lo largo de tantos años de esfuerzos y desvelos, de tradiciones adquiridas y lecciones aprendidas.
El bicho tenía muy claro cuáles eran los pasos de aquel metódico proceso.
Comenzaba por una inspección ocular de la guarida, buscando grietas, fisuras, huecos o cualquier signo de peligro inminente en la estabilidad de su hogar.
Y anotaba en su cabeza.
Porque si algo tenía de asombroso el bicho, era su memoria.
Esa memoria asentada en un cerebro prodigioso, que lo había destacado nítidamente de los demás bichos.
No en vano, tenía el récord de apareamientos entre los de su especie.
A ciertas hembras parecía hipnotizarlas con su encanto, su forma estudiada y controlada de seducirlas.
De eso se trataba la supervivencia: dejar su semilla en todas las hembras que lo aceptaran.
Cuantas más fueran, mejor.
Y consecuente con ese objetivo, seguía revisando su guarida.
Era de suma importancia que fuera sólida, que inspirara confianza, respeto, y, por qué no... un poco de temor también.
La segunda inspección era un tanto más exigente: recorría minuciosamente cada rincón, presionaba, jalaba, tanteaba y rasgaba.
Con mucho cuidado, para no llegar a desprender partes sanas, probaba la solidez de aquellos puntos que le parecían vitales en la estructura.
O, mejor dicho: que él SABÍA que eran vitales.
Y lo sabía de una forma un tanto intuitiva, como si tantos años de aprendizaje le hubieran dejado bien en claro cuáles eran los puntos claves de su guarida, aquellos que debía cuidar y reforzar urgentemente, o correría riesgo la integridad de su morada y la suya propia.
Culminada la segunda inspección, comenzaba la reparación.
Obviamente, por esos puntos vitales.
Y luego, ya más tranquilo, se extendía al resto de las anomalías detectadas.
Para la reparación, utilizaba todo lo que tenía a su alcance: tierra, barro, ramas, hojas, piedras, clavos y alambres que encontraba abandonados, trozos de papel, cartón y vidrio.
Esta tarea le llevaba buena parte de la jornada, pero sólo entonces, el bicho se sentía en condiciones de dedicarse a otros menesteres básicos, tales como el aseo, la alimentación y el apareamiento.
Y así transcurrían sus días.
Todos muy parecidos... casi iguales.
Apenas cambiaba el sitio a reparar, la fruta o raíz que devoraba, o la hembra con la que se apareaba ese día.
Pero el proceso se repetía día tras día.

Nunca se supo a ciencia cierta cuándo comenzó el fin.
Un examen posterior de su guarida mostró señales evidentes de descuido en cuanto a la estructura.
No así en cuanto al interior, que se veía mucho más confortable de lo acostumbrado, aunque también, bastante menos sólido, signo inequívoco de un apareamiento sorprendentemente más duradero que lo normal: alguna hembra había estado colaborando y dándole sus "toques" a aquel tosco cubil, transformándolo en un cómodo y mullido espacio.
Todo indica que en cierto momento, el bicho comenzó a darle importancia a rincones menos trascendentes de su guarida, dejando de lado ciertos puntos básicos.
Prueba de ello, y paradójicamente quizás, el pilar central, el que sostenía el peso de la mayor parte de la estructura, hoy derrumbada, se encontraba apuntalado por una vieja y sucia botella vacía de un conocido whisky escocés...

Texto agregado el 01-09-2004, y leído por 219 visitantes. (0 votos)


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