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Espere y espere y hasta nos cayó la helada negra. No se me ocurrió jalar una cobija o algo grueso para atajarme el frío de esa madrugada. Lo único que alcancé a enjaretarme fue una chamarra vieja. Los dientes primero estaban brincadores y luego se me trabaron. Así permanecimos dos horas a la intemperie, helándonos los bigotes y las ideas, arrinconados por instinto bajo un árbol seco, tan cerca como se pudo de la casa de Oliveria. La helada comenzó a caer a eso de las cuatro y estuve tentado a dejar a mi compadre ahí parado y regresarme a la camioneta a calentarme siquiera las orejas. Pero no me moví y él menos.
Vino a salir la condenada vieja cerca de las cinco, cuando la estuvimos esperando desde las tres. Se armó el alboroto de perros a pesar de que su cuerpo se movió sigiloso y no proyectaba más que una sombra alargada y desvanecida de distancia, y sus pasos eran como hojas secas asentándose en el suelo. La vimos venir con los brazos cruzados, sin tambache ni nada. Pensé que se había rajado porque no pesaba su presencia y me dije: “Ya se le cebó a mi compadre con la Oliveria.”
Quise acompañarlo para que después no me armara cuentos, “que pues siempre no se animó la muchacha.”
Cuando me platicó, yo la mera verdad, pues no le creí. Se las gasta y despilfarra inventando cosas. Ora que también quise ir para cuidarle las espaldas, por si fuera cierto y el marido se le ocurría al final de cuentas, sentirse el agraviado. Aunque no tenía ni porqué. Las diligencias estaban arregladas muchísimo antes y si hubo aspavientos en un principio, provinieron de la mujer. Mi compadre se la ganó a la buena. La primera vez ganó con novena de oros y una tunda de palos en la tatema en las que yo también saqué tajada. Ese cabrón, ex marido de Oliveria, no guarda respeto por nada. Nada pues lo detiene para rifarse en un conquián hasta su propia madre. No la apostó porque deveras ya está muy mayor, sino con gustó me jugaba el tlalatl de mi casa.
Aquella primera vez, Oliveria todavía se resistió y nos repartió con la pala los trancazos. Luego ella fue la de la iniciativa de cambiar de marido y de casa. Viéndolo bien, está de buenos caireles la susodicha. Nomás que no le salga a mi compadre toda sinforosa porque yo mismo le cobro el palazo que me acomodó en las costillas. Y contento le cobraría.
Yo, esa vez, le entré al juego por el sonsacador del marido y por acompañar al suertudo de mi compadre. Pronto afloraron las intenciones del tipo. No podía despegar de la baraja los dedos y los ojos de los billetes de mi compadre. En dos partidas, ese infeliz perdió todo el dinero. Se quedó con ambos brazos extendidos en la mesa y chupando un cigarro sin decidirse a prenderlo. Luego dijo: “Me juego a mi vieja.” Mi compadre y yo pensamos al principio que era relajo y le seguimos el juego, nada más para ver hasta donde llegaba. Nos moríamos de la risa cuando salió al patio dizque a llamar a la Oliveria para entregarla. “Mis deudas las pago constantes y sonantes”, aseveró antes de salir. Regresó con la cola entre las patas y cubriéndose la cabeza. Detrás venía Oliveria con la pala embarrada de mierda de marrano. Nos acicateó a los tres sin remordimientos, menos mal que no cogió el pico.
Yo ni loco me volví a aparecer en esa casa aunque el marido no perdía la oportunidad de invitarme a jugar con la promesa de buenas ganancias y ya sabía a qué se refería el desgraciado. Mi compadre regresó a la semana siguiente, según que a pedir disculpas a la mujer. Quedó atrancado con otros juegos en varias semanas. Ella le bajó a sus rencores, tanto que un día dejó al marido apostarla otra vez, mas ahora con la presencia de ella. El marido alegará que estaba tomado. Pero yo soy sabedor que fue la propia Oliveria quién barajeó y repartió las cartas, y las mujeres son más abusadas y no se andan con tranzas, o ¿no?
Esa noche del recondenado frío, cuando por fin apareció Oliveria y se detuvo junto a nosotros, todavía creí que la suerte de mi compadre ya no lo favorecería y no iba a dormir calientito. Más con la oteada que me dio la vieja, como diciendo: “y este pendejo, qué instrumento toca en el velorio.” Pero se encaminó a la camioneta y la seguimos como dos perros falderos. Vieja cabrona, muy digna se le plantó a mi compadre antes de abrir la puerta de la camioneta y le exigió que yo no fuera adelante con ellos. Sin miramientos, mi dizque compadre me mandó para atrás.
La helada que cayó esa madrugada fue negra y de nada me sirvió la chamarra vieja para no entiesarme de frío en el trayecto de retache a la casa. Recuerdo ese día porque mis arboles de ciruela y durazno se secaron por la helada. Lo recuerdo además por la envidia que me entró de la suerte del compadre. Todavía llegué a dormir otra hora y me encimé tres cobijas, pero ni así me calenté. El frío estaba cabrón y me pasaba a los huesos mientras imaginaba al compadre entibiarse el pellejo con su cobija nueva.


Texto agregado el 22-11-2014, y leído por 208 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
24-11-2014 Es difícil conjugar la inspiración, el talento y la elegancia con el lenguaje vernáculo, pero aún así te animas y solventas el texto con ágil despliegue de competencia. Un placer leerte. ZEPOL
22-11-2014 Me encanta la historia y el lenguaje muy gracioso.Un Abrazo. gafer
22-11-2014 Muy realista en el lenguaje. Parece jerga auténtica de tahúres. Te lo voto. tsk
 
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