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AGUA




Ella estaba a solas en la cocina, al final de la casa y al final de la tarde, en esa hora a medio andar en que la luz en su mansedumbre se va difuminando mientras se oscurecen los rincones y los techos sin apuro alguno. Abandonada de todo, dejaba correr su mente. En tal silente soledad se mantenía de pie y apoyada de costado contra el fogón que se afincaba bajo una pequeña ventana en la última pared de la casa. Aquel espacio, en el ángulo más estrecho de la cocina, le brindaba a medias la acostumbrada quietud de un insuficiente refugio. De una de las hornillas, en la que le mantenía el calor a un poco de arroz, le llegaba la radiación de restos de carbones cenicientos a punto de perecer. La envolvía el unánime verano que se condensaba dentro de la casa.
Y se quedaba parada allí, viendo desde su interior hacia una nada que sólo su mente podía imaginar y penetrar y que retrataba en el recuadro de pared que se borraba de sombras frente al contacto de su mirada. La cara y el cuello le brillaban finamente por el incesante sudor y un lacio mechón inmóvil le caía sobre la frente. Sentía que hasta el aire en su aridez exangüe también estaba fatigado, como ella y como cada objeto a su alrededor. Escuchaba voces de vecinos, y hasta los llamados y reclamos de un quehacer que estuvo detenido y a la espera, despertando ahora con la caída del sol, que se anunciaban levemente a diferentes distancias. Pero apenas los escuchaba y reconocía, ni intentaba alcanzarlos, negándose a dedicarles un mínimo de atención. Los dejaba pasar de largo sin identificarlos.
Ella estaba más allá de su propia presencia, apagándose también, como el día y como los carbones del fogón. Sólo esperaba por el agua tan necesitada que una vez más las autoridades habían prometido para las primeras horas de esa tarde. Pero que nunca llegó. Cuatro días llevaban esperando. Nada, en vano, ni por asomo, las tuberías continuaban secas y abandonadas. La falta de agua era una grieta más ahondando en una tragedia que duraba cualquier cantidad de años y que parecía no llegar a terminar jamás.
Y así se mantuvo, parada allí, hasta que, reaccionando al escuchar los ladridos del perro vecino que por momentos acercaba su voz a la ventana, dándole un algo de vida y movimiento al espacio que compartían, hizo conciencia de lo que la rodeaba y de sí misma. Y se dolió del peso del cansancio que le maltrataba el cuerpo entero. Lo sintió como si en aquel tiempo de aguardar hubiese arrastrado con sogas un bloque imposible y gigante que a cada paso se afincase en el piso para aumentar su resistencia a ser removido. Y mirando a su alrededor, pensó en la impertinencia de aquel verano que en las últimas semanas no había brindado ni un minuto de tregua y que a su vez pesaba en el espacio como otro bloque más. Pero éste afincado aún más profundo. Las encendidas temperaturas amodorraban la sangre y disminuían la voluntad de emprender cualquier acción. Y las noches, pensaba, las interminables noches, como ésa que se le venía encima para apoderarse del mundo y de ella toda, cual resumen de la pesadez del día, no eran mejores.
Asomándose por un resquicio aparte de su mente, se vio en su desánimo parada en aquel rincón de la casa, al igual que en miles de ocasiones, cansada de su inactividad y espera y sabiéndose sometida a permanecer sin alivios entre el abandono y la suciedad de lo que la rodeaba. A pesar de los tantos golpetazos recibidos de la llamada Revolución, que no daba tregua, nunca pensó que su vida podría alcanzar tal estado de asco y de naufragio. Después de tantos años de agobios y abusos, sobre ella se sumaban esos cuatro días de estar sin agua en la casa, esperando, sin fregar, sin lavar, sin limpiar lo más mínimo, sin poder bañarse. Podía dibujar caminos en el polvo que se acumulaba sobre cada objeto. Y el aire olía caliente y a todo tipo de basura. No provocaba estar allí ni salir a parte alguna. Tratando de quebrar su desagrado lo más que podía hacer era escuchar la radio mientras soñaba con la llegada del agua. Y de mala gana oía las noticias. Y en raras ocasiones acompañaba con su voz alguna canción, susurrándola, siempre por lo bajo, queriendo pasar desapercibida hasta para las paredes de su propia casa. Pero de igual manera aburrida, soberanamente aburrida.
La falta de agua no era otra cosa que un abuso más entre los múltiples a los que estaban sometidos en el vivir de aquel pueblo rodeado de campo y olvidado de alivios desde todas sus memorias y miserias. Y no se vislumbraba remedio alguno. Tan sólo restaba sostenerse y aguantar, quizás hasta la muerte. De eso estaba convencida. Y dibujando un gesto de dureza y burla, aceptando, pensó que de la capacidad de aguantar ya estaba más que graduada.
Por un momento pensó también que cuando llegasen las lluvias quizás todo mejoraría. Quizás. No quería ir más allá de esa expectativa. Ya ni la posibilidad natural de las futuras lluvias podía convencerla ni proporcionarle la certeza de que algo positivo para su alivio pudiese suceder. No, le costaba muchísimo creer en cualquier cosa. Frente a cada esperanza se cerraba siempre una cortina gris de imprevistos que obstaculizaba y negaba las posibilidades de mejorar. De eso se encargaba la Revolución.
Y así se mantuvo, en la reducida cocina, siempre de pie, atrapada y consumida de penumbras, taladrando el aire con sus emociones. Por momentos miraba sus manos, revisando las uñas que casi ya no podía distinguir y que no sabía de qué manera limpiarlas. Se reconocía sucia. Y se acompañaba con su propia presencia sin orientación alguna. Y la noche avanzaba. Tan sólo la vaga iluminación del patio, procedente de las primeras estrellas y de algunos bombillos vecinos, se adentraba por reflejo como fisgona escurridiza en la cocina. Pero aún siendo poca, para su vista acostumbrada a la naciente oscuridad de esas horas le era suficiente.
En el patio, como bandidos sigilosos, los grillos comenzaban a anunciarse con sus estridencias, subiendo de tono, insistentes, hasta penetrar de chirridos la cocina y la casa entera. Pensó que posiblemente llevaban rato en su monotonía sin que ella lo hubiese percatado. Los imaginaba escondidos en los matorrales de los alrededores, desplazándose entre la hierba, seguramente sedientos. Amaba a los grillos desde niña. Y gustaba de sus largas y ruidosas patas y de sus brillantes ojos y colores. Al menos por momentos, pensó, podía distraerse con los recuerdos y las imágenes de esos grillos.
Pero de igual manera, un pensamiento después, con o sin su mundo de ensueños, con grillos o no, no dejaba de estar allí y se sentía dentro de esa hora como había estado desde siempre en cada aniquilador mes de agosto, agobiada y sudada a más no poder. Y empujada por la actitud que la dominaba, y quizá más aún por la molestia del calor y el mal olor imperantes, y hasta el olor de ella misma, y más que adaptada a la oscuridad, repasaba hasta el cansancio la calamidad de su derredor. Nada agradable de ver.
Se pasó el dorso de la mano por la frente, por los pómulos y las sienes, echando el insistente mechón a un lado. La pesadumbre de no tener nada que hacer, el latente daño de la furia aplacada tras un muro, y el tránsito de un estado de ánimo a otro en un mínimo de tiempo, siempre amenazaban con romperla. Pero resistía. Volteada hacia la ventana, fijando la mirada y haciendo un esfuerzo por superarse, aplacaba su ánimo refugiándose en el sólo mirar y en el control de una apretada respiración.
Enfrentada a un sentimiento de nulidad interna que no la vencería, tomó conciencia del tiempo que llevaba de pie, y más aún de su propio peso sobre las piernas resentidas. Y después, mirándose a lo largo de las telas opacas de la blusa y la falda, desde el pecho a los zapatos, humillando el cuello, reconociéndose, pensaba en la posibilidad tan necesaria de encontrar un atenuante que la pudiese aislar de tanta molestia. Hacía demasiado calor y no había dónde refugiarse ni cómo lograr un poco de fresco. Estaba molida. Necesitaba un minuto de alivio. Y más que nada en este mundo le urgía darse un largo baño.
Tan sólo por costumbre abrió el grifo del fregadero. Le contestó el aspirar burlón del gorgoteo y el ronquido del aire contenido en la tubería, Se supo tonta en ese intento que había repetido inútilmente durante los últimos cuatro días. Sin enojo, cerró la llave y se olvidó de conseguir un poco de agua donde bien sabía que no había. Se volteó y miró hacia el patio a través de la ventana. Anhelaba encontrar en el cielo de la noche una visión de nubes cargadas que anunciasen algo de lluvia. Mas no, ni remotamente. Entrecerró los ojos. Estaba obstinada de tantos fracasos y tanta negatividad. Y se supo una tonta al repetirse. Encima de saber de la ausencia de nubes borrascosas en la noche, aunque mirase mil veces hacia afuera, podía percibir en el aire la total ausencia de humedad. Pero quería seguir imaginando la cercanía de un ruidoso chubasco como único remedio a la necesidad que se acumulaba en su interior. Y aún más, imaginaba que sólo así, bajo la lluvia limpia y libre, se permitiría salir al patio para dejar que el agua fría le corriese por el cuerpo y la empapase de pureza hasta la médula de sus carnes, y del alma, y de su vivir enteros. Sí, un buen chaparrón la haría renacer y sentirse mil veces mejor. Y si acaso ocurriese, en medio de esa soñada lluvia, tan sólo bajo esa vivificación, estaba convencida que entonces, y sólo entonces, todo lo sucio, y hasta los sinsabores de su alma, desaparecerían al caer uno a uno, enteramente mojados, chorreando con la totalidad de sus desagrados hasta los pies.
Sí, dibujando un alivio sintió que en medio de sus decepciones necesitaba darse rienda suelta en ese aliciente de soñar. Sonrió, aún podía regocijarse con alguna ilusión, aunque siempre supiese que fantaseaba y que soñar era lo más que podía hacer dentro de aquel encierro. Y así, sumergida en sí misma, dócil y entregada, obtuvo el minuto que anhelaba para apaciguarse un poco.
Y en brazos de aquella transformación no quiso apartarse de ese sentir. Y manteniéndose lo más relajada posible, cerró los ojos para afirmarse y recordar pasados aguaceros. Y en su remembranza, como una imagen gris y lejana que se aproximaba con su caída y sordo rumor, más que presente en su mente sintiéndola precipitarse en el patio y dentro de su cuerpo, llegó a escuchar la refrescante caída del agua. Y la vio bajando también a chorros por las canales de latón que pendían de los aleros del tejado. Y la vio cayendo por los bordes sin obstáculos del propio techo, salpicando en derredor, mojándolo todo. Llegó a fantasear con los relámpagos y con la grave voz del trueno desatador de nubes. Sentía una espléndida tormenta en su interior.
Y alegre en su silencio, pensó que cuando se produjese la llegada verdadera de las lluvias hasta se contentaría de ver y escuchar la intermitencia de las goteras al caer y golpear en los cacharros distribuidos estratégicamente dentro de la casa. Podía recordarlas y sentirlas a todas en sus precipitaciones. Y de igual manera pensó que por primera vez en su vida, seguro que era así, cual si fuese en un momento como aquél en que soñaba, hasta le provocaría salir corriendo y desnudarse loca de alegría, pieza por pieza, en medio del patio, a la vista de la noche entera. Y quizás hasta lo haría. Sí, quizás.
Pero un instante después, ante el freno de su vergüenza, esa idea detuvo su respirar y la despertó casi en sobresalto, sintiendo que en su misma ensoñación se había excitado fuera de control. Por un momento lo pensó mejor y se contuvo con timidez, deteniendo su entusiasmo al saberse extrañamente absurda con esas ideas. No, era una locura, el peso de la timidez y el recato del pasado no se lo permitirían. No, no lo haría. Por más excitada que estuviese, no podría. Volvió a sonreír, esta vez con algo de desencanto y decepcionada de sí misma y de aquella obstinada mojigatería que fue por siempre un sello en su vida y que todavía lograba sacarla de tan hermoso sueño. Y pensó como excusa que tan sólo empujada por la exigua libertad de sus horas de soledad podía imaginar esos arranques que no iban con ella ni con su tonto pudor. Sabía muy bien que no sería capaz de desnudarse al aire libre. Se perdería en ese intento de escapatoria y de aventura excepcional en aquel mundo de tanta duda propia y de tantos posibles ojos murmuradores de vecinos saliendo a sus respectivos patios. Se convenció casi apenada, como si ya hubiese ocurrido, de que medio pueblo la vería desnuda bajo la lluvia.
Pero aún así, atraída por esa idea y empujada quizá sin saberlo por esas posibilidades, caminó y se acercó a la ventana de la cocina para observar el patio. Puras sombras. Frente a la noche, sabiéndose borrosamente dibujada entre el marco de la ventana, sin llegar a salir por completo de lo imaginado y prohibido, se sintió deseosa de algo diferente en su vida. Y sin pretenderlo, hasta se desabotonó la parte alta de la blusa y se acarició el cuello y la parte alta de los senos. Y llegó a tocarse los pezones que de inmediato se endurecieron en crecida. El inventado aguacero y la fantaseada desnudez le habían hecho bien. Y se sintió mejor. Supo por primera vez en su vida, inundándole la sangre y las carnes, que la libertad, que por su manera de ser ella misma se había arrebatado, era lo más importante que se podía poseer para en verdad tener la posibilidad de vivir plenamente.
Y parada frente a la noche, mirando hacia la oscuridad, sin saber ni buscar explicaciones, envalentonándose, de repente sintió que la colmaba el deseo de aislarse por completo de aquel mundo tan opresor. Y sí, por qué no, sintió renovarse también la atracción y las ganas si acaso llovía de desnudarse locamente en medio del patio, dando voces que vaciaran su pecho y empinaran sus senos, llamando a todos, sin importarle nada, sumergida en la noche. Y esta vez, mágicamente, no se arrepintió de ese liberador sentir donde aparecería desnuda a la vista de miles de ojos. Todo lo contrario, estaba feliz.
Sí, la embriagaba la idea de salir al patio bajo la lluvia, y entonces, orgullosa de su sexo y de su piel, completa al aire, desahogarse y escapar de su vida, desatarse, borrarlo todo de un tirón, para después, sin más, agarrar la vida por el cuello y soltarse para que el mundo entero la viese desnuda, fresca y empapada, contenta y libre. Y a partir de ahí, cuando se hubiese rescatado de sí misma y de todos, cambiar de casa, de calle, de pueblo y de país. Hasta cambiar de cielo. Y quiso soñar que a partir de ese momento podría tener una vida lejana, donde pudiese desplazarse como si fuese ingrávida, ubicada dentro de un paréntesis de sosiego y frescura, donde nada ni nadie pudiese tocarla ni molestarla, donde no la conociesen, alejada de aquel pueblo y de aquellos interminables veranos resecos que la sofocaban y aplastaban sin salida alguna. Y así, vivir, limpiamente, sin los añadidos compromisos por donde corrían sus obligaciones y donde no existiesen tan crudas aquellas necesidades imposibles de solventar que le chupaban segundo a segundo los deseos de vivir.
Después, aún feliz por lo que había sentido, pero alejándose de sí misma y de esas emociones que la estremecieron, renunciando con cierta pena a ellos, volvió a su realidad y entorno, en esta ocasión con conocimiento y convicción de esa otra vida y de que resultaría arduo en extremo lograr escabullirse de las circunstancias en que vivía para ir hacia ella. Aquel ambiente, su mundo, no cambiaría nada, como nunca cambió en todos esos años de sufrir sus embates sin poder enfrentarlos. Todo el mal estaba a la vista y no conocía la manera de evadirlo. La carestía de hasta lo más elemental, y el omnipresente fastidio de la presión política y la vigilancia extrema en que se fundamentaba, se mantenían constantes para gritarle dónde vivía y bajo cuáles condiciones tenía que subsistir.
Y lo del calor y el agua igual, a la piel se le adhería como un mugriento sello el resumen sudoroso de los cuatro días que llevaba sin poder bañarse, para recordárselo, y que entonces no le quedasen dudas de lo que era la suciedad, y el polvo, y el mal olor en ella, en sus partes y en todo lo demás. Pero no, no tenían que recordárselo, lo tenía bien presente. Demasiado presente, hasta la médula de los huesos. Y en su momento, consciente de nuevo, se protegió por un instante de todas esas incomodidades al penetrar en la caverna de su resignación. No había cómo escapar.
Entre las sombras de la noche, en la reducida cocina, aún en la ventana, sin querer abandonar su sueño, sentía una vez más cómo le transpiraban las manos que durante horas había intentado secar en el delantal en un esfuerzo repetido por inútil. Su piel regresaba a comportarse como si cada poro se hubiese independizado y convertido en un fino manantial por donde brotasen sin freno, y sin brindar respiro alguno, todos sus sofocos y su irritada incomodidad interior. Llegó a pensar que hasta sus sueños sudaban.
Y así, callada y sola, lentamente, alejándose de la ventana en un regreso tantas veces repetido para volver al sitio acostumbrado en el espacio de la cocina y recostarse al inoperante y más que sediento fregadero, hizo conciencia de que ya estaban más que presentes las horas de la noche, las peores de cada día. Y pensó que lo único que le faltaba, para rematar la asquerosidad y el desagrado de ese otro día más, sería que se fuese también la electricidad.
Pero hasta eso no sería ya tan grave. Pensó que era una tonta. Lo esencial era que el agua llegase a inundar las cañerías y corriese libre por las tuberías de la casa, aunque fuese por una o dos horas, para que se llenase la cisterna, para bañarse, para poder fregar un poco de cachivaches y para lavar algunas piezas de ropa, sobre todo ropa interior. Dibujó una mueca de desagrado e impotencia que culminó en una sonrisa afirmativa y de convencimiento hacia sí misma de que todo seguiría igual, quizá hasta la tumba. Sabía mejor que nadie que aquel estado de constantes enfados y renuncias, añadido a la incomodidad de vivir entre la suciedad y el desorden de no poder colocar las cosas limpiamente en su lugar, la marchitaban mucho más de lo que la habían deteriorado los embates de la Revolución y el paso de los años.
Y levantó la mirada, buscando un aire para recuperarse. Se revolvía. Sabía que la disminución gradual de sus esperanzas con el tiempo la dejaría prácticamente sin fe alguna, vacía de ilusiones. Y sin fe en el futuro, sin esos ensueños, el resto de la vida sería una muerte lenta y un estar carente de sentido. En las condiciones en que vivía, donde resultaba imperioso guardárselo todo, y además tragárselo en seco, hasta esa sutil aflicción tenía que ser acallada y anudada firmemente. Y así tendría que seguir.
Se irguió. Y con su mente viajó al patio y recordó el baño de desnudez que tanto la ilusionó. Y regresó. Un instante después, miró hacia el reloj que se acomodaba sobre una tabla adosada a la pared. Acercando la cara y aguzando la mirada, pudo ver que era más tarde de lo que creía. Pasaba de las ocho de la noche. Tardaba más de lo acostumbrado, pero pronto llegaría su marido.
A pesar del peso emocional acumulado, se puso de nuevo en acción. Encendió la luz, tirando de un cordel ajustado al bombillo que colgaba de un cable cayendo desde un travesaño a ras del techo. El mundo de la cocina volvió a presentarse con todos sus trastos. En seguida ordenó algunos platos y tazas que estaban a su alcance en la pequeña meseta y en el abarrotado fregadero. Por la rutina de cada día, como olvidada de la hora anterior, o sin haber hecho conciencia de ella, levantó la vista una vez más y se fijó en el reloj. El tiempo no corría. Pero su marido tendría que arribar en cualquier momento, como a diario, cansado, con el uniforme verde olivo igualmente sucio y con su inseparable y ladeada gorra roja que nunca lograba cubrirle todo el cabello.
Lo dibujó en su mente. Él vivía como si lo externo le golpease sin hacerle nacer un reclamo, sin violencia, aguantando, sin una queja, pero ciertamente atragantado de todo lo que tenían que soportar y con mil gritos ahogados en su interior. Quizás aquel su silencio era un escudo que portaba para protegerla de los chismes y delaciones que los rodeaban y así mantenerla lo más aislada posible de las provocaciones que reinaban en el pueblo. Él, ni tan siquiera se lamentaba por la falta de agua. Los llamados revolucionarios que ostentaban y paseaban el poder por las calles, y lo alimentaban tras los postigos y cortinas entreabiertas, que no daban tregua en su intimidación, aún en aquel pueblucho insignificante, interpretaban de otra manera cualquier reclamo que se hiciese. Seguro que lo verían como acciones contrarrevolucionarias. Era demasiado peligroso.
Y se dolió de aquella presión que funcionaba a la par con la necesidad sistemática que no había dado un respiro en tantos años de sufrir las mentiras y los fracasos de la cruel y siempre presente Revolución. No resolvían nada, todo era un discurso de pura palabrería. También en este pensar y sentir se contuvo, con lo de la falta de agua era suficiente. No quería pensar en ello. La Revolución y todas sus calamidades asimismo la tenían más que cansada y aburrida. Ya no le importaba Fidel, ni el comunismo, ni nada. Se conformaría con el agua. No valía la pena sufrir más de lo que hacía tanto tiempo le sobraba. Aunque pareciese imposible, lo más importante para ellos dos, y para todos, y hasta para la jadeante Revolución, era tan sólo sobrevivir.
Y en eso regresó a la realidad de su espera. Vio la cafetera a un lado del fogón y recordó que después que cenaran no podría ni preparar un poco de café, a pesar de que había conseguido una nimiedad de polvo con una vecina. De nuevo lo mismo: no había agua. Se fijó en el rincón junto a la puerta que daba al patio y vio el montón de ropa sucia atiborrando el cesto de mimbre. Otras cuatro piezas, tres camisas y un pantalón de trabajo, de mezclilla, se regaban en el piso alrededor de la base del cesto de donde cayeron. Y a un lado de la meseta, en un cacharrito, tan sólo quedaba un resto del último tinto que había podido colar. Ese residuo se iba consumiendo a pequeños sorbos de mojar los labios para acariciar el sabor tan concentrado del café, tanto por ella como por su marido. Por supuesto que no podía ni estirarlo aclarándolo con un mínimo de agua antes de volverlo a calentar. Dolía mucho el tener tan poco que comer y nada con qué limpiar. Pensó que no sabía cómo, después de tantos años, podían soportarlo todavía. Por un momento se detuvo frente a la imagen precisa de ese pensamiento y se vio a sí misma como una estúpida. Un segundo después se sonrió, con malicia: sí, sí lo sabía. Lo sabía demasiado bien.
Pasó los dedos entre el abundante cabello y lo sintió grasoso y pesado. Su piel de igual manera estaba así, pegajosa y caliente. Y peor aún, se reconocía de aspecto horrible en aquellas condiciones en que vivía, casi sin feminidad ni atractivo, sin algo con qué arreglarse, sin perfumes, sin buenos jabones ni champú, sin desodorante, sin ropa limpia. Ahora no era su imaginación, ese abandono la colocaba a punto de amargarse para siempre al reconocerse en aquel estado calamitoso. Ya casi no era una mujer. Y no podía hacer otra cosa que aceptar y callar. Pero, dándose un respiro, también sabía que tenía que domeñar la retahíla de sus pensamientos y emociones. No había de otra.
Y de nuevo se enfrentó con su realidad, envalentonándose. Buscando un nuevo ánimo para no caer desplomada en el abandono de sí. Sabía y se repetía que tenía que seguir tragando duro, sin quejas ni debilidades de espíritu que a nada conducían, aguantando, para no acrecentar las cargas que se acumulaban en aquel vivir sucio y aparentemente sin salida. Y así, respirando hondo enderezó la espalda para entrar nuevamente en acción. Y lo hizo. Olvidándose del bochorno que reinaba en la cocina y en toda la noche, y superando el dolor de la cintura que había dejado en el olvido, con un paño seco limpió enérgicamente de residuos dos tenedores y dos platos que previamente había colocado también sobre la meseta y que sirvió con el arroz, un poco de frijoles negros y unas piezas de cerdo que había recalentado antes. Los colocó sobre la mesita con dos sillas que estaba junto a la puerta que daba acceso al resto de la casa. Después, los cubrió con otros platos para conservarles el calor. El olor de la grasa recalentada y el del humo del leve chisporroteo provenientes del carbón en la hornilla, reinaban contagiosos en el espacio de la cocina. Los sentía casi fundidos a su garganta y a su respirar. Pero los eliminó de su mente y de un golpe también de sus preocupaciones. Siempre mecánicamente, hizo un último intento por acomodarse el cabello, surcándolo con los dedos. Después, se quitó el delantal tras secarse el sudor y la grasa de las manos una vez más y lo colgó de un clavo en la pared.
Abandonó la cocina, con paso rápido, dirigiéndose al dormitorio. Y sintió con más presencia de la acostumbrada que el sudor le corría por todas partes y que la ropa le resultaba incómoda al pegársele como otra piel sobre el cuerpo. Sabía que arrastraba con ella el halo de todos los tufillos que reinaban en la cocina. Camino del cuarto se olfateó los brazos y la blusa a la altura de los hombros y las axilas para comprobarlo. Sentía los diferentes olores adheridos a ella, a toda la ropa y también en el regusto que no podía eliminar de la boca y la garganta. Sí, los olió, estaban allí, en su piel y a su alrededor.
Ya dentro de la habitación se quitó la blusa y el sostén, y se quitó también la falda. Se vio en el espejo de la peinadora ayudada por el bombillo del pasillo. No quiso encender la luz. Se rio de que siempre se resistía a prender las luces, como rechazando la certeza de ver más realidades. Frente al espejo, se consideró un verdadero desastre, con su belleza marchitada sin llegar a cumplir los cuarenta años, con hondas ojeras, sin una gota de frescura. La piel le brillaba por la grasa y la incesante transpiración. Y el ánimo se le ensombrecía ante las necesidades y la lucha por mantenerse siempre dispuesta y no ceder frente a la latente posibilidad de sucumbir en el temido abandono.
De igual manera, una vez más pensó que si aquél era su destino no se rendiría para echarse a morir. Después de secarse la cara, el torso, todo el cuello y la entrepierna con una toalla limpia, suavemente, a toques, oliéndose, se vistió de falda beige y blusa blanca y se echó un poco de colonia sobre los senos y los hombros. Luego repasó la colonia sobre la parte alta de los pechos para refrescarse un poco más. Se peinó como pudo. El pelo estaba sucio y no se dejaba someter ni se soltaba. Ahora, un poco más arreglada, no se reconoció tan mal. Y se sintió mejor. Aunque la improvisada frescura de piel que había logrado más arriba de la cintura no fuese ni remotamente suficiente al no opacar ni remotamente el olor a sexo de varios días y al de la cocina que le ascendía por el cuerpo entero. Lo sabía demasiado bien. Aún emanaba a su alrededor lo que sólo el agua y el jabón podrían eliminar.
Pero así, sin remedio, se fue hasta la ventana del cuarto que daba a la calle, corrió la tela de la cortina improvisada y se inclinó para apoyarse con los brazos sobre el marco de madera. Sintió alivio en los músculos de la espalda. Aquel estar allí, sin hacer nada, aunque fuese esperando, dejando correr los minutos al observar la calma y el espacio en derredor, era su antídoto preferido contra la ansiedad y contra la rabia. Allí, serenándose, esperaría por su marido.
Al poco rato, volvió a cerrar los ojos con agradecimiento cuando una mansa brisa, seguramente extraviada de un viento aventurero y lejano que viajando por el campo repasando arboledas y cañaverales logró llegar hasta ella, le aligeró la piel al acariciarle fríamente el sudor que ya estaba fluyendo de nuevo de la cara y el cuello. Sintió el roce fresco del aire sobre la frente y las mejillas y se alegró al sentirlo entrar y atravesarle las mangas y la botonadura de la blusa para acariciar sus senos y erizarle los pezones libres de ataduras. Este ligero contacto le indujo una sonrisa de sensualidad y le regaló un bálsamo momentáneo. Y le hizo recordar el aguacero que había soñado en la otra ventana.
Resignada y consciente levantó la mirada para refugiarse una vez más en la hondura del firmamento. Ahora las estrellas brillaban como si todas fuesen luceros. Sonrió con satisfacción al recordar su soñada desnudez bajo la lluvia: aquellas luces la hubiesen denunciado en mil gritos luminosos llegando del espacio. Simpatizó con ellas y sus imaginados chismes de iluminación sobre su apetecida desnudez. Fue así que se amalgamó con la noche que la había rodeado, envolviéndola con su manto de cerrazón y lejanía, disfrutándola medularmente en ese momento. Aquel cielo era un regalo que ni la Revolución le podría quitar jamás. Estaba tranquila. Ya no le sudaban las manos, aunque el calor seguía siendo el mismo. La que no creía ser la misma era ella.
La magia del momento de esa contemplación quedó interrumpida cuando vio en la penumbra de no más de sesenta pasos que su marido, tan alto y delgado como era, con su andar sin apuro de pantalones anchos, doblaba la esquina y se acercaba lentamente por el medio de la calle, como abriendo camino entre las sombras y las casas. Lo observó con cariño y comprensión. Salió del cuarto. Estando en la sala abrió la puerta un momento antes de que él llegase al portal. Ya afuera, lo miró sonriéndole, despejando de la cara los restos de preocupación por todo lo sentido y no mentando el horror de la falta de agua que no les permitiría bañarse, con todas sus consecuencias.
El hombre tenía muy mal aspecto y lucía sus profundas ojeras como si jamás durmiese. La barba naciente de varios días le hacía verse peor y el uniforme que usaba para trabajar estaba gastado y sucio, con numerosos redondeles de manchas de grasa en los pantalones. Cruzaron un ligero abrazo mientras ella le daba un beso en la cara, sintiendo a su vez en los labios el sudor y la grasa y la erizada barba de varios días. El hombre sonrió y le acarició suavemente la cabeza y la nuca cuando entraban a la sala. Inmediatamente se dirigieron a la cocina.
No estuvieron cenando por más de diez minutos, comunicándose con la mirada que comprendían y aceptaban aquel compartir de escasez y poca higiene. Al terminar, sin levantarse, él estuvo leyendo muy por encima las ocho páginas del único periódico que circulaba en el país y que invariablemente traían hasta la puerta durante las mañanas. El agua sí, pero el periódico no faltaba jamás. Las noticias eran de igual cariz todos los días. Decían que pronto se daría por terminado aquel nuevo período especial y que abundaría el agua en toda la isla, y también la electricidad. No se necesitaban tantas palabras, Los grifos muertos eran una definición exacta del sistema y una tortura más para aumentar el grado de penuria y de impotencia en que se vivía. Había que resignarse.
Cuando más tarde fueron al dormitorio y cerraron la ventana, el hombre se desnudó y se acostó. En un instante el bochorno del encierro se superó a sí mismo. Y el olor imperante también. Ella ni pensó en quitarse la ropa, tan sólo se echó sobre la cama y se sintió tan acorralada como cada noche. Y el tufo de él le llegó como una bofetada. Cerró los ojos y a pesar del calor se cubrió con la sábana. Se sentía aplastada y sucia y sujeta a su vergüenza. Él se volteó hacia ella y pretendió un juego amoroso, observándola y tocándola por encima de la sábana primero y luego metiendo las manos bajo la tela de la blusa, hasta mimarla y acariciarla directamente sobre la piel sudada y los senos generosos. Pero ella no podía responderle. Le retiró la mano suavemente. Le mintió avergonzada diciéndole que se sentía mal, que al igual que en otras noches le dolía la cabeza, que la perdonara, que estaba muy cansada y que hacía demasiado calor. Le dijo cualquier cosa. No podía resolverse en otra acción que no fuese resistirse y decirle que no, aunque le dijo que también lo deseaba. Y era cierto. Pero en verdad no podía.
Cuando él renunció, ella se quitó la sábana de encima y hundió sus penas hacia lo oscuro de su interior. Sentía el cuerpo más sudado que nunca y se sabía tan repugnada o más que en las noches anteriores. No, no podía jugar al amor. Simplemente no podía. Estaban demasiado sucios. Los quejidos se le acumulaban en la boca reseca y en el pecho reducido y se dominó para no deshacerse en un grito que en nada se parecería al que había imaginado que la liberaría bajo aquella soñada lluvia en el patio. Hasta que cerró los ojos con la amargura de un grueso nudo en la garganta y el dolor de contener dos gruesas lágrimas intentando brotar ardientes entre sus párpados apretados. En esa encrucijada era cuando aquel mundo se tornaba más intolerable y cuando se maldecía con más fuerza a la hostil y torpe Revolución. Sí, estaba sucia. Y él también. Y no tenían agua. Y en el vecindario entero se respiraba la inmundicia del abandono. Sí, era un horror, las cañerías, los tanques y los grifos estaban mugrosamente muertos. Giró sobre las caderas y le dio la espalda a su hombre.
Habían transcurrido cuatro azarosos días sin que hubiese agua en el pueblo. Cuatro días sin una gota de agua. No había duda alguna: tenían razón esos señores del omnipresente Partido cuando decían que se vivía otro período especial. Otro maldito período especial. Sí, demasiado especial: faltaba hasta una mínima gota de agua. Y peor aún, ella, por su absoluta incomodidad ante lo horrible que se sentía, por el asco de sí misma, el deseo que al igual que a su marido le latía entre los muslos, y que sí gritaba en su negrura su excitada humedad, también tendría que esperar. Y cual una caverna sin final, interminables serían la noche que le caía encima y las horas de mirar impotente hacia el techo.
Y así se mantuvo, oculta en sí misma. Hasta que en un instante se apagó, quedando seca, de sexo y de ganas de cualquiera otra cosa. No podía con todo aquello. En ese momento, deseando que se abriese bajo su cuerpo un hueco que la succionase hasta caer hacia una nada en remolino, más abajo de la cama y del piso, y de la tierra toda, desesperada, lloró de nuevo hundiendo la cabeza entre sus propios antebrazos. Seguía sudando a chorros.

Texto agregado el 13-11-2014, y leído por 93 visitantes. (0 votos)


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