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El viejo Frederik sujetó el armazón sintético de sus gafas de lentes como catalejos y lo jaló, arrojando hacia atrás la cabeza incrustada en el cuello combo de dromedario.

Colocó los anteojos entre los papeles y circuitos de la mesa ante él y levantó el índice y pulgar de la diestra abatida por un temblor súbito. Desplazó los dedos hacia los ojos pequeños sumidos cual topos en los párpados, y los estrujó dirigiendo los pulpejos hacia el puente de la nariz como tubérculo.

Dos lágrimas impregnadas por la presión se diluyeron en la piel de pergamino, en tanto el anciano contenía un sollozo que le ablandó los goznes de la mandíbula, haciendo que entreabriera la boca de labios como trozos de salami para exponer sus pocos dientes obcecados en las encías.

Descansó la frente en la palma ahora sí incordiada por una perlesía desatada, y se mantuvo varios minutos encorvado hasta tranquilizarse.

Las emociones que alebrestaron su corazón se diluyeron en el engranaje de su organismo. Recuperó la serenidad y abrió los ojos sólo para percibir un panorama de manchas que seducirían al “Pintor Abismal” Van Ruthern.

Condujo la mano al mazacote ocre que parecían sus lentes y palpó hasta ubicar el armazón que reinstaló en su rostro, luego enfocó su mirada en la estructura inerte de su perro robot Sófocles y le extrajo la tarjeta de memoria de entre las costillas apenas disimuladas por una membrana del “gel sincrético” que lo mismo fungía de piel dándole el aspecto que tendría un perro-ajolote.

La tarjeta del tamaño de un cigarrillo aplastado se envilecía con una mancha de humo, sin embargo para Frederik representaba el alma extinta de la mascota que compartiera con él sus últimos quince años de vida, desde que falleciera su esposa y lo abandonara el último de sus hijos.

El rancio genio nanotecnológico todavía reposó unos segundos la mirada en la figura rígida del que fue Sófocles. Después se incorporó con dificultades y atenazó un bastón para llegar con pasos tortuosos hasta un árbol enorme aprisionado por un retén de cristal en el centro de la casa.

Ya en el lugar, Frederik se inclinó hasta un compartimento con algunas herramientas de las que extrajo una pala de jardinero. Abrió una puertita en el muro de cristal y avanzó hacia el círculo de tierra y pasto en que se encajaba el tronco lleno de insectos estupefactos.

Escarbó un rato hasta dar con algunos huesos adheridos a terrones repletos de lombrices. Alzó la cara para contemplar el follaje entre los pliegues del cielo plomizo del atardecer, y recordó cuando muchos años atrás enterró a su perro Pericles en lo que entonces era un jardín minúsculo donde se le ocurrió plantar el árbol.

Horas después Frederik bloqueó las compuertas de la nostalgia y concluyó la nueva memoria de las que nunca tenía respaldos para darles un aura de individualidad a sus robots.

Avanzó hasta Sófocles y le incrustó la tarjeta. Luego le restregó los ojos como canicas que de pronto se iluminaron mientras Sófocles soltaba un gemido de perrito recién destetado al que Frederik debería educar desde cero.

Texto agregado el 03-11-2014, y leído por 276 visitantes. (6 votos)


Lectores Opinan
08-11-2014 Otra joyita... mis felicitaciones alexandrocasals
04-11-2014 Ahhh.. Siempre un placer leerte Gustavo, en este texto me resordaste a Isaac Asimov. Además con tintes bellamente humanos. Cinco aullidos tecnologicos yar
03-11-2014 ¡Que cuentazo! Nunca había visto ese estilo, que buena mezcla. Lo disfruté muchísimo. pyara
03-11-2014 La soledad en tiempos de nanotecnología. El anciano dejó el contacto con los seres vivos para no sufrir pérdidas, y sin embargo, Sófocles es como un perro nuevo. Gran estilo para un buen cuento. Un abrazo. umbrio
 
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