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UNA LECTORA DE CUBA LEYENDO LA PRENSA







El patibulario y flaco mensajero de mirada enconada y revuelta, que andando por el barrio repartiendo la prensa igual a pie que en bicicleta vigilaba a un lado y otro bufando empecinado contra el vecindario y contra el mundo de los muchos imaginarios y reales enemigos de la Revolución, sería su próximo visitante.
Lo conocía muy bien, con todas sus alternancias dentro de los diferentes organismos de la Seguridad del Estado, disimulados o no, siempre sin relevancia alguna, simplemente adherido al carro del poder Popular y haciendo mucha bulla para hacerse notar. Lo vio llegar por el medio de la calle en su vieja bicicleta, y lo vio detenerse frente a la planta baja del edificio en que ella residía. Y unos minutos después, lo escuchó subiendo las escaleras de granito. Hasta que se presentó, con la acostumbrada actitud desafiante en la que se escudaba sabiéndose apoyado por todo el poder del omnipresente Estado y sus intimidantes actividades represoras. No valía para mucho.
Como siempre, daba la impresión de vivir más empobrecido de espíritu que de la realidad de vida que mostraba en su escasez de carnes y de indumentaria, y en su aparente precaria salud. Se presentaba con una camisa de cuadros estampados, de colores gastados, que le quedaba muy corta, percudida y abierta de los dos botones de la parte superior del cuello que le permitía mostrar un triángulo ahuecado y pálido de piel bajo la nuez. Tras asomar la cara de absoluto trasnocho, le anunció en la puerta del apartamento la entrega del periódico Granma de ese día.
Se trataba de un mensajero de ojos y oídos incesantes, que se movía a la orden del llamado Poder Popular para hacer llegar el diario y completar los rutinarios sondeos y escuchas del Partido en todas direcciones, penetrando como daga inevitable en el escenario íntimo de cada cual, inmiscuyéndose desde temprano en el espíritu y las costumbres apacibles de todas las viviendas. Nunca faltaba al final de cada mañana. Y nunca faltaban tampoco quienes lo recibieran con beneplácito. El pan y la leche si podían escasear, a veces en exceso, como si ya no tuviesen mayor importancia, y podían hasta faltar, pero la propaganda y el adoctrinamiento no. Esa presión sobre la gente les era indispensable y los convencía, aunque no fuese así, de que la Revolución seguía presente y adelantando a pesar de sus tantos enemigos y de sus tantos fracasos. Parecía que tan solo la Propaganda los mantenía a flote.
Este repartidor no era más que otro miembro fisgón a las órdenes del Comité de Defensa de la Revolución, que como todos sus iguales, repartidos por el país entero, ejercían a tiempo completo la vigilancia de las conversaciones y las escuchas de radios y televisores, y las visitas de unos a otros, y hasta los gestos de todos los que habitaban y se movían en las casas de esa cuadra. Y lo hacían siempre comunicados con el equivalente Comité que se ocupaba de las personas de la cuadra siguiente, y de las otras, y de las otras, hasta completar el entramado del plano de la ciudad. No conocían el descanso. Vivían así, día y noche, averiguando entre los horarios de actividades de cada cual, sin perder detalle, funcionando tenebrosos y en voz baja, y a escondidas.
El Comité de Defensa más cercano, el que le correspondía a ella, estaba ubicado a dos puertas de ese edificio en que vivía. Allí estaba obligada un día a la semana a cubrir sus guardias nocturnas y pasarse la noche entera escuchando chismes y estupideces. Y no se admitían excusas, tenía que asistir a cada guardia, so pena de ser considerada contrarrevolucionaria y en caso de repetirse la falta hasta de ser enjuiciada.
El obligatorio periodiquillo matutino que este mensajero entregaba constituía una excusa innecesaria para la visita de este tipo de personajes inquisidores. Tácitamente estaban más que autorizados y en extremo empujados y apoyados para penetrar en todas las casas, para sus averiguaciones y necesarias delaciones, y casi que para cualquier cosa que se les ocurriera. Y peor aún, en caso de que quisiesen reventarte sin tener una verdadera causa, no tenían que demostrar nada, bastaría con acusarte y presentar unos testigos falsos debidamente aleccionados. No había escapatoria. Siempre que lo quisiesen podrían atraparte. Y todos tenían que soportarlo sin poner mala cara ni manifestar desagrado alguno. Y así, semana tras semana, dejar correr las horas, tragando en seco y en silencio, mordiendo las palabras y evacuando los pensamientos.
El hombre le entregó el diario en el umbral de la puerta, mirando la sala detrás de ella por encima de sus hombros, con descaro y suficiencia total, siempre después de llegar a desnudarla con la mirada, cual una serpiente en celo y sudada que se ubicara libidinosa ante su pecho, reptando frente a ella. Al mismo tiempo escudriñaba el pequeño saloncito de un sólo vistazo, penetrando el espacio y examinando los muebles y artefactos y adornos sin perder pormenores. Se trataba de una mirada de radar y pájaro acucioso que podía y estaba acostumbrada a monitorear todo un ambiente en cinco o seis segundos.
Su actitud denunciaba la comunión de aquel mirar con el rango abarcador de su oído alerta averiguando en todas direcciones, atento y despierto, indagando si en el ambiente existía algo que no estuviese autorizado, sin excluir la identificación de los mínimos ruidos que le llegaban de lo que sucedía y se movía en el resto de la casa. En nada perdía detalle. Y sin lugar a dudas que el olfato lo auxiliaba. En su presencia se sentía el escrutinio de una memoria vigilante y perniciosa, dispuesta a la denuncia, que podía grabar en la malicia cualquier asunto que viese o escuchase llamando su atención.
Pero ya ella estaba más que acostumbrada a ese procedimiento de vigilancia y averiguación y no le concedía importancia alguna. Como en otras cientos de veces anteriores, repitiendo cada cual su procedimiento, simplemente lo ignoró. Ella también los tenía grabados a todos, a él y a muchos más, cara por cara, caminar por caminar, en cada una de sus palabras, y en sus gestos, y en todas sus delaciones. Y nunca los olvidaría. Vivía con la ilusión de que algún día podría pedirles cuentas. Simplemente lo miró a medias, como renegada de hacerlo, con la expresión ladina y socarrona de una cierta e innecesaria radiografía por saber de antemano cuáles otras mañas podría tener ese siniestro personaje dentro. Y en cierta forma, más que vengativa y en actitud ya rebelada de superioridad, en esa mirada también le decía “busca bastante maldito, que aquí no encontrarás nada con lo que puedas dañarme”. Estaba obstinada de la sumisión total y silente y dirigía sus pensamientos en el envío de esos contragolpes.
Después de agradecer la entrega del periódico con una fingida buena educación que ya inclusive estaba pasando de moda, y así lo sintió, cerró la puerta tras la espalda de este visitante, despidiéndose con dibujada sonrisa indiferente y a medias burlona, que además de burla era de desprecio y muchas otras cosas más que no se podían pronunciar ni exagerar. Y con su escueto periodiquito se fue hasta el balcón al paso de suaves arrastres de sandalias de tela, también ya gastadas y apenas haciendo ruido sobre el piso con sus suelas de goma. Y se sentó en su mecedora habitual, de espaldas a la luz exagerada que parecía fusilar la calle, dispuesta por costumbre y por aburrimiento a leer lo mismo de todos los días.
Planeaba quedarse sentada allí por un buen rato, siempre acompañada por los ruidos y gritos a todo dar que le llegaban de la calle que corría más abajo y que en realidad era una carretera que atravesaba la ciudad. Estar allí con el periodiquito pertenecía al mundo de sus rutinas y era a su vez como una especie de entretenimiento, alternando por momentos la lectura del periódico con la visión desde su piso del movimiento de esa interminable calle que entraba como ancha lanza desde el campo y al campo se iba.
Orientó la mecedora para acomodarse lo mejor posible al ángulo más suave de la radiación del día que avanzaba a plomo. El sol, implacable, subía hacia su verticalidad y estaba cercano a su mejor momento, a todo dar. Pero en el lugar en que se acomodó la sombra que proyectaba el techo del balcón ya casi la alcanzaba. En unos minutos más la cubriría. Eso sería un alivio.
El periódico era muy pequeño y venía enrollado cual un estrecho telescopio de papel, sujeto en esa forma por un fino cintillo de plástico. Constaba de ocho páginas, de las cuales siete sólo hablaban de las últimas conclusiones del Partido, de las declaraciones del Comandante en Jefe, de los asuntos internacionales más desagradables y de los supuestos logros alcanzados por el más que endiosado y mentido “aparato de producción”, organizado como “el mejor del mundo en las industrias y en el campo. Pensó que todo lo que allí no servía ni funcionaba debidamente, según ellos era “lo mejor del mundo”. Siempre lo mismo. Pura dialéctica aldeana de falsedades que sonaban muy bonitas a los que simpatizaban con ellos y a los que no conocían nada de ese otro mundo.
Leyó los encabezamientos: “La cosecha de papas alcanzará más del máximo esperado; habrá naranjas para todos; pronto se autorizará la carne de res al libre consumo; el Comandante en Jefe les contestó con duras palabras a los esbirros del Imperialismo; en Angola claman por el regreso de los cubanos; pronto terminará el período especial; el Partido establecerá las nuevas normas a seguir”. Y así, el resto.
Se dijo a sí misma que, ante la realidad que todos conocían y vivían, y padecían, sobraban los comentarios. Las noticias eran copias constantes de la poca imaginación que restaba de la necedad y el adoctrinamiento inyectados hasta el cansancio. Las noticias se daban al ritmo de cantaletas. El mensaje principal de cada día, que se disfrazaba entrelíneas, era que el Partido y el Comandante lo sabían todo y que ellos siempre salían victoriosos de cualquier “batalla”, como llamaban a casi toda actividad, aunque fuese inventada por ellos mismos, de minino enfrentamiento con lo que se manifestase contra la Revolución y que ellos dibujaban como una fantaseada resistencia. Y repetían, disfrazándolo y sin dar tregua, que estando ellos al mando nunca sería necesario que alguien más pensase por su cuenta. La octava página era de deportes.
Miró hacia la calle. Los transportes de carros tirados por caballos, con asientos de tablones y techos de lona, resonaban sus esfuerzos de sangre y herraduras sobre el disparejo pavimento bajo el látigo cruel de los conductores. Los taxis-bicicleta, improvisados y construidos por la necesidad de tener aunque fuese un mínimo transporte de alivio, con un cajón superpuesto al eje de dos ruedas en la parte trasera, destruían las espaldas y las cinturas de sus operadores al movilizar, a puro sudor y pedal, hasta dos pasajeros simultáneos por las subidas y bajadas de las calles de la ciudad. A todas luces se trataba de un esfuerzo sobrehumano. Y constituía una magnífica imagen del sistema.
Por un momento recordó que alguna vez, sin ni remotamente precisar otras escenas, llegó a revivir en su imaginación una película que había visto muchos años atrás, que se escenificaba seguramente en un país asiático, en Vietnam o en Hong Kong, o en la India, o en China Continental y acuática, y que quizá fuese el drama hollywoodense de El Mundo de Suzie Wong que tanto la había impresionado en esos años. Y recordó a los hombres y mujeres tirando en carrera de los carros que transportaban una o dos personas entre un río de gente y de miseria, y de muchísima ropa colgando de cordeles en los balcones de madera que parecían pender del aire en los que en la trama, no entendía cómo lo recordaba, eran días muy lluviosos.
Pensó también que de alguna manera era el mismo atraso y la misma desgracia y el mismo abuso que se vivía a diario y que con los llamados revolucionarios se había regado por la Isla. Lo único que a nuestro país llegó cientos de años después. Se sonrió con esta idea asociada a ese recuerdo de sus días de cine. Se trataba del progreso en marcha atrás. Con cierta tristeza alcanzó a reírse un poco más cuando hizo conciencia de la realidad que había imaginado. Sí, ahora lo recordaba con precisión, era de la película El Mundo de Suzie Wong, pero con mayor cantidad de basura y de prostitutas en las calles.
Volvió a su periódico y leyó de nuevo. Frunciendo el ceño, y desencajando la cara de desprecio al ir revisando las noticias y poner más atención, leyó en voz alta el principal titular de la primera página: “Habrá mucha comida y los servicios médicos contarán con todo lo necesario. Cuba a la cabeza de la salud mundial. Sobrarán las Medicinas”. Y entonces sí se rio sin contemplaciones, en voz más alta aún. Siempre se reía de igual manera ante tales incongruencias y desparpajos y ya no se molestaba con indignarse frente a tanta mentira. Intentaba ahorrarse desagrados. Se dijo a sí misma, y hasta lo palabreó como a pedradas, que desde la caída de la insuficiente pero ahora añorada Unión Soviética lo poco que se conseguía había desaparecido. Total, que ese mismo día, se dijo, como de costumbre, no tuvo nada para desayunar y los medicamentos que le enviaban los familiares desde el extranjero no le habían llegado. Nada, de Correos era mejor ni hablar. Las medicinas que recibía del Departamento de Salud Nacional se las habían prometido hacía más de dos semanas. Tampoco llegaban. Estaba atrasada de todo. Hasta el azúcar seguía racionada.
Se puso de pie. Echó un último vistazo a la calle y decidió regresar al interior del apartamento para evitar que aumentara su furia sabiendo que al final terminaría aplastada por ella, además de derrotada y sin mucho ánimo para hacer sus tareas bajo aquel calor abrasador. A esas alturas no valía la pena molestarse y lo mejor era reír.
Entró a la sala. Y se sentó en una butaca. Sobre el cristal de la pequeña mesa de centro apartó varios adornos para hacer espacio. Deshizo el periódico por páginas, cortando después cuidadosa y certera cada pliego con una tijera por la mitad. Y los fue acomodando, despaciosa y calmadamente. Después, los fue estrujando en pelotas hasta quitarles lo poco de liso que tenían. Serían más absorbentes. La tinta aún le manchaba los dedos y las palmas de las manos. Lo hizo lentamente, estrujando y alisando, con pequeños destellos de la contenida rabia en los cortes y en los estirones que les daba. Maniobraba guiada por la costumbre de hacerlo a diario, sin dejar al mismo tiempo de manifestar su tristeza y aceptación en la rutina de arrastrar tanta miseria.
De cierta manera se regodeaba con la tijera y le agradaba la simple descarga de furia de hacerlo con el poder de comprimir y deshacer las noticias y las fotos de los detestables personajes que allí descaradamente sonreían, cortándolos de cuajo. Mientras hacía los cortes se quedaba por instantes viendo las fotos. Le provocaba romperlas y desmenuzarlas aún más, una a una, en trocitos cada vez más pequeños, hasta desaparecerlas y así eliminarlas de la faz de la Tierra, como viviendo una loca y mínima venganza contra el escuálido periódico y sus engañadoras propagandas, contra sus mentiras, contra sus editores, contra los personajes que cínicamente aparecían retratados y contra todo el poder que estaba tras ellos. Pero no podía desaparecerlos por completo, necesitaba el papel. Porque parte de los restos del Granma del día anterior estaban en la cocina y otro poco aún en medias páginas en el baño.
Estiró los recortes estrujados para después ordenarlos y apilarlos un poco más alisados, unos sobre otros, con sus reseñas desfiguradas o cortadas. Se puso de pie. Con los pedazos de papel en las manos se dirigió al baño que estaba en el pasillo que corría desde la sala, limitando los cuartos, hasta la puerta que más allá se abría a la cocina. Entró al baño y con esmero colocó los trozos de papeles sobre los que ya estaban del periódico del día anterior en la tapa del inodoro. Como el papel sanitario escaseaba y el de regular calidad sólo se conseguía con dólares, de los que ella no disponía, de algo siempre serviría el maldito y más que desagradable resumen de noticias. No había como escapar de lo usual. Un paño, mil veces lavado, era el sustituto del rudimentario papel de periódico cuando éste se agotaba. Otro paño, en iguales condiciones servía de toalla sanitaria para aliviar las menstruaciones. Pisó los papeles sobre la tapa del inodoro con un cenicero de cristal grueso y pesado que vagaba por el baño y sintió que había resuelto un gran problema. En cierta forma estaba aliviada.
Un segundo después se enjugó la frente con el dorso de la mano tras sentir una gota de sudor que corrió por ella para entrarle ardiéndole en un ojo. Y hecho esto decidió regresar al balcón para una vez más sentarse a perder el tiempo sobreviviendo al calor y a los ruidos, y a la escasez de brisa, y para, sin poder evitarlo, darle vueltas a la cabeza y de ser posible, como inútil alivio, seguir buscando resquicios y fallas para burlarse con sus ocurrencias del mismo tema y de las mismas mentiras que la habían acompañado por más de cuarenta años.
Y hacia el balcón se dirigió. No quedaba mucho más que hacer. Y volvió a sentarse, esta vez de cara al exterior. Abajo, en la calle, continuaban los movimientos cotidianos. Los pobres caballos halando los carretones, las bicicletas con sus pequeños vagones montados de uno y dos asientos, el paso del autobús que llegaba de La Habana, los gritos de la gente que iba de un lado a otro pobremente vestida, los ruidos del quehacer de la recapadora de gomas que quedaba enfrente, al otro lado de la calle, y los tubos de escape de los tractores y camiones que constituían la monotonía y el movimiento callejero del vivir diario, con su baño de inevitables y asfixiantes y negros escapes de gases petroleros esparcidos en el aire. Se sintió casi vencida. Y siguió allí, ya arañando a la una de la tarde con un calor insoportable.
Se abanicó. Y se echó fresco en la cara y el cuello, alzando la cabeza y levantándose el pelo de la nuca. Y separándose la blusa también se abanicó las axilas y la parte alta de los pechos. Y se olvidó de todas las noticias. Sudaba a mares. Y separó las piernas y se abanicó entre los muslos. Sentía el desagrado de la ropa que se le pegaba al cuerpo, sobretodo en esos muslos y en la espalda.
Y se siguió meciendo. Y se siguió abanicando. Y así se mantuvo. Para aliviar un algo su agitación pensó que en cuanto llegase el agua se bañaría. Confiaba en que el ruido del aire atrapado en las tuberías, viajando en graves sonidos de gorgoteos y de ahogos desde el lavamanos del baño hasta el balcón, atravesando la pequeña salita, no la defraudaría y en su momento le daría el aviso de la llegada y subida del agua hasta su piso. Siempre la escuchaba y se sonreía de satisfacción al celebrarla. Quedaría pendiente de su identificación aún en medio del ruido generalizado. En ese momento eso era lo único que verdaderamente necesitaba y ya no le importaba la prensa y sus desagradables noticias.
Y siguió abanicándose. Sí, necesitaba aire. Hacía demasiado calor y por la cara no dejaba de chorrearle el sudor aunque la sombra del techo la hubiese ya alcanzado. Pero además no se movía ni una mínima brisa. El fogaje parecía poder detenerlo todo. Y en realidad lo hacía, todo menos los ruidos de la calle que en medio del malestar se aceleraban y podían burlarse de cuanto los rodeaba. Como tampoco podía detener los latidos de su amontonada pero contenida furia de sus cuarenta años soportando aquel malestar, que era inamovible y en parte también asfixiante y que se apretaba dentro de su pecho y de su cuerpo entero queriendo a su vez manifestarse y protestar en miles de gritos para aliviar su reclusión. Por momentos sentía que la ahogaba.
Cuando cerró los ojos, buscando en su interior un refugio donde descansar de su acostumbrada agitación, recordó de nuevo los pedazos del periódico reposando sobre la taza del inodoro. Y en silencio se sonrió. Y pensó que era cómico, pero sin lugar a dudas dentro de la tragedia una buena solución para ajustarse a la carestía frente a la necesidad de la limpieza. Y de aquel pensamiento, hasta llegar a la grasa que en la cocina se acumulaba día a día formando una capa sobre la superficie del fogón, no tardó más de un segundo en ese viaje desde la sala hasta el final del apartamento. Y quieta donde estaba, con los ojos todavía sudorosamente cerrados, sintió que continuaba cayéndole encima un baño de calor. No había dónde meterse. Y una ducha de agua helada sería la única solución. Tendría que aguantar.

Luis B. Martinez

Texto agregado el 02-11-2014, y leído por 54 visitantes. (0 votos)


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