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CAPÍTULO IX DEL CUENTO ENTRE LA PIEDRA Y EL ARCOIRIS


IX-LA PIEDRA

Las sombras del tupido follaje y las brisas ocasionales que sutiles llegan templan el ambiente aunque bajo el sol la piel se tostaría en minutos. La humedad invisible sofoca y alimenta la mezcla salina que resbala desde la frente librando obstáculos en cejas y pestañas hasta hundirse tras los párpados haciendo que los ojos ardan en la salmuera.
Por fin la mirada salada descubrió parte del cuerpo encorvado del puente, el paso se torna entonces más lento, probablemente más cauto.
Viejo, solitario y triste el puentecillo ruinoso pareciera estar allí desde siempre, cubierto por la hierba crecida entre uniones y grietas de las piedras de una estructura rustica de mampostería construida en épocas tan lejanas. Alongado se vuelve el tiempo cuando toman sus cortas edades como referente.
Se detienen a unos metros de él y lo contemplan. No lo saben, pero si los ojos que lo ven fueran de artista, disfrutarían esa visión como una representación del impresionismo de fines del siglo XIX. Qué importa de qué inspirado artista se tratase, sienten lo vívido de los colores, lo rico de los tonos, lo enérgico y sublime de los trazos, pero ante todo, captan la esencia más allá de las formas. Allí están ellos y allá el puente diciendo: Soy el guardián. Soy el vigilante fiel del portal.
Tres figuras contemplan la imagen, y si nosotros retrocediéramos en la perspectiva, acortando el zoom en el objetivo de nuestra cámara imaginaria hacia un plano anterior, ellos encajarían perfectos en la composición.
Hasta el arroyo ha adquirido personalidad y perdido algo de su hedor. Los sentidos sobreexpuestos no se bastan y la excitación rebasa la capacidad del entusiasmo. Jorge rompe entonces el trance y corre primero, llega al puente subiendo hasta la parte media con el aire de triunfo que adquiere el montañista cuando alcanza la cima, después Darío y José lo siguen uniendo a él su algarabía.
Atemperada la euforia, Darío cruza el puente y mata la curiosidad hurgando en los alrededores. Comienza por revolver el terreno en busca de sus preciados bichos, los que huyen de inmediato al ser descubiertos, se acerca luego a la base del puente y con malicia premeditada sale de su boca un lúgubre pensamiento.

_¡¿Qué tal si es cierto lo que cuentan? ¿Y si algo malo pasó aquí de verdad?!

Darío lo dice no porque lo crea, sino por la excitación que le provoca lo extraño, y más que nada porque las interrogantes tienen como destinatario el miedo escondido en Jorge y José, éstos, que aún permanecen sobre el puente, giran el cuerpo al mismo tiempo en dirección a Darío con expresión que no se define si es de asombro o turbación, pero la referencia les despacha una espiración helada que crispa su piel mientras la boca se queda abierta sin saber responder.
En tanto los amigos terminan de digerir aquellas preguntas, Darío posa la mirada en algo que ha llamado su atención. De la hendidura cercana a la base del puente, sobresale algo que contrasta con las piedras blanco amarillentas del derredor. Resalta por el color negro intenso y su brillo. Esta piedra es claramente de características muy distintas al resto, definitivamente. ¿Qué forma tiene? Darío acostumbrado a encontrarle parecido a las cosas no lo define, pero con seguridad se puede ver que es ajena al material con que fue construido el puente.
Luego de quedarse observando con más detalle, la comparó con uno de sus puños, y es curioso cómo de inmediato el subconsciente le dio la proporción del órgano que late en su pecho.
Opina ahora que la piedra es como un tapón que, por la textura lisa y vidriosa, su color y brillo, pudiera ser algún tipo de obsidiana, él guarda algo parecido a eso en la colección de piedras raras que tiene en casa. Le intriga más porque al percibirla como un tapón incrustado allí a propósito, le recuerda algo recientemente leído sobre ciertos ritos de algunos pueblos antiguos, donde los chamanes usaban objetos para encerrar la maldad extirpada de algún pobre personaje recién liberado de esa influencia perversa.
Ya dijimos antes que la imaginación es envite de la aventura, pero en este caso se da la suma de eso con la eventualidad, aunque verdaderamente remota, de que tenga algo que ver con los mitos.
Inyectado por igual curiosidad era de esperar que Jorge corriera hasta Darío a indagar, naturaleza más común en aquél, lo raro es que no lo hiciese antes. Bajó y se encontró a Darío rascando cuidadosamente alrededor de la roca con una de sus pinzas para insectos, entonces toma de su mochila la navaja y comienza también a escarbar; pronto los alcanzó el Chepo y rascó, con las uñas tal vez, así los tres concibieron labor igual.
Nació en ellos un interés repentino por algo que a otros les hubiera parecido libre de importancia, un simple trozo de piedra diferente a las demás no tendría por qué ser motivo para tanto alboroto. Pero sólo pensar en aquello de que alguien con un propósito mágico la hubiera incrustado allí en un tiempo tan lejano como los orígenes mismos del puente, hacía más apasionante la experiencia.
Se presumían arqueólogos descubriendo vestigios de otras civilizaciones. El puente siendo viejo, no lo era suficiente como para sospechar algo así, pero también era emocionante suponerlo.
Lo más extraño radicó en lo que notaron después de hacerle los primeros rasguños. Su apariencia fue un poco distinta, como si dentro de la roca algo quisiera liberarse y se esforzara para conseguir fracturarla, esa conjetura emergió al ver las grietas radiales que sutilmente se fueron dibujando desde los bordes donde la piedra negruzca se apretujaba con la blanquecina roca caliza.

Jorge acerca el rostro y sopla sin precaución el exceso de polvo que va quedando tras cada raspadura de la herramienta y el polvo salta haciéndole estornudar en varias ocasiones. Rápido se puso de pié y forzó un estornudo más potente para poder quitarse la sensación de cosquilleo en la nariz.
Vuelve a la labor junto a los amigos y la herramienta que usa, ayudado por el golpe de una dura laja pica con decisión una de las grietas. Surge entonces un polvillo de tonalidad rojiza, que siendo más fino que el raspado proveniente de la piedra caliza, vuela hacia los ojos como el vapor de un minúsculo geiser. Sucedió tan rápido que José y Darío no participaron del acontecimiento y siguieron indiferentes. Entonces un ligero hormigueo recorre el cuerpo de Jorge y se estanca en el estómago, órgano capaz de anticiparse a las angustias. Su piel siente una caricia relente que la eriza, y la mente obra entonces como asaltada por una visión febril. No sabe por qué, pero cada rasguño que los amigos dan a la piedra se vuelve un latido más potente en su pecho. Los dos compañeros ni por enterados del azoro que va dibujándose en el rostro de Jorge.
Ocupada la concentración en esa búsqueda mental que le permitiese saber lo que pasa, algo iluminó de pronto el cerebro de Jorge con destello fugaz impregnando al instante la memoria.
Cada relampagueo de fugitiva aparición fue revelando los rasgos de un rostro cuasi humano que se concretaba de a poco: Boca, nariz y pelo, ojos escondidos tras unos párpados caídos, no los de alguien aparentemente dormido, más bien con esa rigidez que acompaña a los muertos. Y luego el ancho de la frente, lo pronunciado de los pómulos, lo corto del mentón, arrugas. Se definían arrugas en ese semblante, eran muchas y profundas como las grietas en la piedra, o como las arrugas en la corteza de un viejo árbol.
La conciencia acomoda las piezas cual rompecabezas pero rehuye decirle de qué se trata. Repentinamente, los parpados acartonados se alzan y se clava en él la mirada de ojos vacíos surgida de la expresión trágicamente fría…, afín, tal vez, a la mirada de la muerte misma.
Al instante cava un hueco en sus entrañas y trastoca los sentidos. Jorge palidece y la mano que ayudaba a escarbar junto a las de los compañeros queda tiesa rodando por el suelo la herramienta que sostenía.
Fue hasta entonces que El Chepo y Darío se enteraron de que algo no andaba bien en Jorge, vieron la cara nívea y supusieron su malestar como efecto de la comida, pero les asustó sobremanera la mirada perdida en la piedra, profundamente abstraída, acaso parecido a un epiléptico en crisis inconvulsa.
Con cierta reserva, José toma por el hombro derecho a Jorge y lo agita un poco, pero éste se queda mirando su mundo interno, Darío hace lo mismo pero más enérgico al tiempo que le grita de frente...
_¡Eh Jorge, que te pasa, estamos aquí!

El Chepo, entonces, le suelta un silbido estridente que salpica de saliva la cara de Jorge y obliga a Darío a pegar un brinco hacia atrás cayendo de espaldas,…pero funcionó. Jorge salió del estado hipnótico y quedó sentado en la tierra con los músculos flácidos.
Sus compañeros lo llevan a la sombra de los árboles humedeciéndole la frente con un poco de agua mientras le abanican con las manos para refrescarlo. Darío supone que lo sucedido pudo haberse debido a causa del intenso calor. José por otro lado guarda pertinentes reservas.

Al recobrar el aliento, aun sintiendo su cuerpo flotar en una bruma que se va despejando de a poco, encuentra dos lóbregos bultos invadiendo todo su campo visual, y en brusca reacción instintiva de su cuerpo empujó con la fuerza que ya le regresaba, a las oscuras siluetas que habían aparecido de repente y tan cerca. El movimiento cambió su ángulo visual liberándolo del contraluz y entonces reconoció los rostros de sus amigos con las caras más largas que les hubiera visto jamás.
Con la lucidez recuperada, Jorge no paró de preguntar qué sucedía mientras los otros no dejaban de preguntar qué le había pasado. Confuso el momento y confusas también las respuestas. En el revoltijo de sus dudas Jorge confirmó, al menos hasta donde él sabía, que no tenía epilepsia ni había sufrido nunca desmayo alguno. Quizás el calor, fue otra de las inseguras respuestas asumidas.
Por lo pronto Jorge no olvidó el rostro desencajado y la mirada penetrante aparecida en su mente, pero la sentía un recuerdo vago y lejano y sólo pudo menos que poco, relatar a los ansiosos acompañantes las difusas viñetas de una experiencia que ahora juzgaba como trozos de alguna historieta recién leída.

A estas alturas el trío se muestra intrigado con aquella piedra negra que los atrae, pero ninguno se atreve a tomar la iniciativa de continuar escarbando o de plano tomar el viaje de retorno.
Después de unos minutos de reposo que sirvieron para pensarlo un poco, Darío propuso avanzar y dejar aquello a medio descubrir pegado en su lugar. Ninguno percibió la relación del acontecimiento con el objeto en cuestión pero Jorge ahora con obstinada insistencia quiere seguir. Claro que mientras el convaleciente se sienta con suficiente ánimo para el trabajo no existe inconveniente para los demás.
Regresaron al sitio, a escasos dos pasos del pestilente arrollo negro que entre sus novedades intenta lucir un arcoiris dibujado sobre su superficie por los intensos rayos del sol. Mas no por ello deja de ser nauseabundo, por el contrario, parece una paradoja: el diáfano resplandor iridiscente persiste en regalar belleza al arroyo de líquido nefando, pero esa sustancia es, nada menos, la que lo viste para hacerlo visible, así que la luz en su hermoso abanico multicolor termina resignándose a vivir adherido a la inmundicia sin alcanzar jamás su noble pretensión.

Sobrellevando la frustración por herramientas incompatibles con la tarea, escarbaron con tesón durante un tiempo que no sintieron y del que tampoco supieron su holgura. Poco a poco fueron descubriendo que en efecto el objeto tenía la forma de un tapón de roca incrustado profundamente, que parecía afectado en lo intrínseco por una presión que lo desmoronaba conforme retiraban pedazos de la piedra caliza que lo tenía prisionero. Justo en el momento en que José lo tocó con el dedo índice cerca del borde donde ambas piedras se unían, la roca intrusa hizo ¡puff...!, como despanzurrar un huevecillo de lagartija, abriéndose un orificio de diámetro igual al dedo indiscreto.
Entonces saltó, esta vez de forma difícil de ignorar, el polvillo fino que pringó la nariz de todos. Brincaron en un salto coordinado a la par que afanosas manos restregaban sus ojos llorosos por la irritación. El resto de la piedra siguió allí en aparente solidez.
Lo sucedido caló en la curiosidad del grupo y cada quien tomando de la mochila de Darío una de las lupas se apresuraron a lanzarse, desde tres ángulos distintos pero a la misma distancia escasa, al abordaje de aquella pieza extraña que comenzaba a mostrar su intimidad. Y se estrecharon tanto las caras que el conjunto de narices y cachetes formó un solo talante de ojos saltones atisbando con ansiosa curiosidad a través de la herida recién abierta.
No alcanzaron a descubrir más, pues, casi de forma fantástica, la pieza perdió solidez, resbaló como si nunca hubiera estado oprimida y liberó tras de sí el contenido frente a sus atónitos ojos de lupa.
El tapón de roca negra rodó con rapidez hasta caer en el arroyo, y sus corazones rodaron a la par hasta lo profundo de sus cuerpos. Mientras Jorge hace vano intento por alcanzarla, un finísimo polvo rojo sale desde el recipiente de roca fluyendo en condición similar a un líquido, dejando completamente vacío el orificio. El hilillo arenoso se derramó hacia el suelo como la arena en un reloj, lenta pero inexorable la caída hasta las rodillas de los tres muchachos que permanecen hincados ante el inesperado acontecimiento.
El minúsculo afluente de arena llegó y se mezcló en la espesa sopa del arroyo, soltando al contacto infinidad de pequeñas pompas que juntas todas formaron una espuma efervescente, las burbujas al reventar saturaban el aire de un olor tan penetrante e irrespirable como el amoniaco.
Desde la orilla, los tres intrigados muchachos con los dedos impregnados por el polvo blancuzco de la caliza y el rojizo que se vertía, mantuvieron la atención al discurrir del hilo polviento hasta que terminó de condimentar aquel caldo inmundo.
Inmóviles, ya de pié, aguantando la respiración por acción de una pinza improvisada por los dedos índice y pulgar pellizcando las narices, parecían esperar la siguiente sorpresa. Esta no tardó en llegar. ¡Y fue doble… o triple su desconcierto!
De entre la espumilla que se agotaba emergió en repentino borbotón un líquido que con insólita velocidad se diseminó tornando lo negro en escarlata, devorando el arcoiris que se esforzaba en seguir brillando. Entonces vieron el caudal enrojecido del arroyo y asumieron que se trataba de una gran vena por la que se transportaba el mismo líquido que justo ahora el corazón suyo se esforzaba en bombear con tanta vehemencia por sus cuerpos.

Parados aún en la orilla distinguieron sus reflejos en el rojo viscoso y no se vieron ellos, a la silueta de sus cuerpos la cubría una oscuridad a la que sintieron siniestra, y les pareció que los brazos de esos reflejos que debían ser los suyos, y que no eran, se alargaron para tenerlos. Reaccionaron entonces con un respingo espontáneo de los cuerpos encadenado a un grito seco que rápido se quedó cosido a las gargantas.
Los brazos de los reflejos se estiraron dramáticamente hasta tomarlos, y entonces ya no fueron brazos sino manos de dedos tétricos los que quedaron plasmados en caras y cuerpos a manera de salpicaduras de sangre infame.
El grito de cada garganta se oyó entonces como el grito colectivo del miedo, de textura y timbre indescifrable, fue todo lo que se escuchó después, y un momento antes, de ver saltar mochilas y escuchar pasos presurosos alejándose del lugar.

Más adelante se detuvieron a tranquilizar los sentidos y enfriar las cabezas, Darío y Jorge soltaron a sus pies las mochilas que pesaban lo suficiente como para marcar la piel de sus hombros y magullar los embrionarios músculos; José apretaba la suya con fuerza en la mano derecha. Los tres se miraron azorados, asombrados, o esas y otras emociones en las combinaciones posibles. ¿Qué fue lo que paso allá atrás? Lo preguntaban los corazones y lo ansiaban responder los ojos. Ojos mirándose atónitos con pupilas ensanchadas a su máximo radio esperando encontrar en las otras la respuesta, no la que explicara el acontecimiento de forma contundente, sino la raquítica muestra que indicara que uno de ellos pudo someramente captar lo que acababa de ocurrir. Pero finalmente el sudor frío en las frentes y los labios partidos por la resequedad nerviosa evidenciaron en cada uno la imposibilidad para armar explicación alguna, ni siquiera en tentativa.
Ninguno habló. Durante varios segundos no se articuló palabra. Ni un hueso, ni un tendón, ni un músculo fueron llamados a movilizarse porque la capacidad de reacción quedó bloqueada. En esos instantes la mente vagó. Y divagó quien sabe a qué y nadie supo a donde.

Texto agregado el 09-08-2014, y leído por 135 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
25-08-2014 Lo prolijo del texto deja sin aliento amigo. Siento que es piedra angular del mismo este capítulo, Me recordaste la narrativa de Stevenson. Cinco aullidos secuenciales yar
15-08-2014 Leido, comentario al finalizar la obra. SOFIAMA
 
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