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"Mi nombre es Goyo. Soy un enfermo mental”
Esta frase se podía leer en toda la celda, de arriba-abajo y de izquierda-derecha.
La pareja de psiquiatras no daba crédito a sus ojos.
—¿Cómo es posible que sepa que está enfermo? —Dijeron al unísono.
La doctora miró el expediente mientras dijo: —Este sujeto asesinó a su compañera de una forma brutal, después de abrirla en canal empezó a hurgar en sus entrañas. Según relató al tribunal. —Mientras hablaba un rictus de asco asomó a su delicado cutis— el doctor tomó la palabra —Horrible, estuve en el juicio y fue muy escabroso, al parecer el enfermo no paraba de repetir que le devolvieran a su hijo —una chica de buena familia, lástima que conociera a semejante individuo –continuó la doctora muy apesadumbrada por la trágica muerte de la muchacha.

Goyo, sabía muy bien que le espiaban. Mientras se hace heridas para sacarse algo de sangre, con la que escribe tenazmente su frase. Su mirada perdida, se dirige hacia el ventanuco por donde divisa a la pareja de galenos. Desde que se trastornó, le vino la facultad de leer los labios.
—¡No sabéis nada!, se repetía constantemente, ¡nada!, majaderos.

Alemania, año 1945.
Mientras a las afueras del bunker es todo caos y destrucción. Dentro del mismo Goyo está de fiesta. Mujeres, alcohol, sexo y cualquier actitud que sonrojaría al mismísimo Marqués de Sade, se está creando en las entrañas del suelo nazi.
Es la celebración de despedida, saben que más tarde van a morir. El veneno está a punto. Cuando ya falte poco para que lleguen los bolcheviques, a una orden suya, todos y cada uno de ellos tomaran la medida justa para el viaje final.
Pero, por desgracia para él la muerte le da esquinazo. Su cuerpo a una reacción involuntaria vomitó todo el licor que ingirió, más la ponzoña. Cuando entraron los comunistas, una escena digna del fastuoso Dante, se les presentó antes sus atónitos ojos.
Decenas de cadáveres, aquí y allá, grotescamente desnudos y en actitudes poco honorables, campaban por doquier.
Parece una idiotez, pero por lo visto no se puede ajusticiar a nadie que esté convaleciente, y Goyo no iba a ser menos. Así que los distinguidos vencedores esperaron a que se repusiera.
El cadalso era lo que más humanamente se le podía aplicar a un asesino de guerra. En aquellos tiempos tan difíciles, ya que empezaba la guerra fría decidieron, que un fusilamiento no era lo adecuado.

Goyo sufría terribles pesadillas, en donde un sujeto con máscara le ponía una soga alrededor del cuello, luego un ruido sordo, una trampilla que se abre y una violenta caída seguida de un ruido de vertebras que se rompen. Por último La nada.
Siempre se despertaba de madrugada, con la sábana y el pijama empapados de sudor. Acudió a médicos, psicólogos y psiquiatras. Después de los tratamientos de cada uno de ellos, el resultado fue desastroso. No evolucionaba en absoluto, las pesadillas en lugar de mermar, aumentaban de frecuencia e intensidad.

Lo despidieron de su trabajo, el panorama era insostenible, su violencia se le apoderaba y no hubo más remedio que internarlo en un lugar mal llamado. Casa de Reposo, que no era más que un psiquiátrico disfrazado.
Maite, por aquel entonces pasaba su enésima temporada de rehabilitación de drogodependencia. Hija de un conocido director de periódico, tenía los posibles para afrontar el excesivo costo del tratamiento.
El flechazo fue tremendo, algo había en ella que le atraía, le cautivaba, algo morboso que ni siquiera pudo explicar. El asunto entre los dos fue tan bien que a los ojos de los responsables decidieron, que si bien no estaban del todo rehabilitados, grandes esfuerzos hacían y era mejor reintégrarlos a la sociedad.

Maite quedó embarazada. La pareja no podía ser más feliz. Un hijo venía a este mundo para alegría de todos. Las pesadillas de Goyo cesaron, la rehabilitación de Maite era una realidad. Fueron pasando los meses, ese abultado vientre que parecía que fuera a estallar, tenía como vida propia. Los pies del niño daban de vez en cuando alguna patada.
A Goyo no le hacía gracias tocar el vientre de Maite, sensaciones muy extrañas acudían a su mente, desde hacía algún tiempo sus pesadillas parecían que quisieran resurgir del fondo de su mente. Cuanto más crecía la barriga. El sueño más vida cobraba. Cada noche avanzaba más. Primero lo sacaban de su celda, luego lo escoltaban a través de un larguísimo pasillo de color verde, hasta el mismísimo suelo estaba pintado de ese tono. El patíbulo tenía una larga escalera de madera, arriba un hombre encapuchado le esperaba, después de la letanía de cargos en su contra, le ponía la soga alrededor del cuello y más tarde, luego de unos interminable segundos. El ruido del contrapeso que cae, y el sonido seco de su vertebras que se rompen. ¿Quién era ese niño? ¿Su verdugo?
Aquella idea germinó en su mente y arraigó muy fuerte en su perturbada imaginación.
¡¡Imposible!!, ese verdugo no podía, ni debía nacer. ¡¡No volvería a ponerle de nuevo la soga al cuello!!

Alemania 1945
Fritz, nunca fue muy espabilado, pero sobrevivió a la segunda guerra mundial. Ahora como prisionero de los vencedores, y obedeciendo órdenes, hacia de verdugo ocasional. Le permitieron llevar capucha, una deferencia muy aplaudida por Fritz. Uno de sus últimos trabajos, fue un asesino nazi. En cuanto lo vio subir por las escaleras una electrizante sensación de conocerlo, le subió por los pies acabando estallando en su mente. Sus manos casi no le obedecían, le temblaban los pies. ¡¡Yo conozco a esa persona!! Se decía para sí mismo, pero no podía ubicar esa cara en sus recuerdos. Simplemente esa sensación era muy fuerte, nada más. Era como matar a un padre.
Después de la ejecución Fritz, ya nunca fue el mismo. Luego de un par de ejecuciones más, el alcohol se apoderó de su persona, dejándolo tirado en una inmunda cuneta. En donde lo encontraron muerto por hipotermia.

—Su tratamiento señor Goyo.
Eran unas horas muy intempestivas, no tocaba ningún medicamento. Sin mirar a la enfermera y en un acto muy habitual en él, tomó el preparado. En unos pocos instantes un fuerte dolor en el bajo vientre lo tiró al suelo, entre espasmos pudo ver a la sanitaria, llevaba una capucha y una soga en la mano.
—Recuerdos de mi padre señor Goyo…
Fin.
Dedicado a Audina
Un abrazo.
J.M. Martínez Pedrós.

Texto agregado el 13-06-2014, y leído por 118 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
19-06-2014 Es muy potente la imagen de los médicos observando a través del ventanuco la habitación inundada por esa rotunda declaración "me llamo Goyo. Soy un enfermo mental". Esa frase, tan esclarecedora y rotunda, y la imagen de la barriga de la embarazada creciendo mientras crece la paranoia de Goyo, sabiendo de antemano cómo va a acabar... magnífico. Mis respetos nayru
19-06-2014 Una auténtica pasada. He podido disfrutar la evolución de este texto desde el boceto que ideó Audina hasta tu visión única sobre su historia. Espectacular en fondo y forma. Me gusta cómo has jugado con el tiempo, los saltos, las historias que parecen aisladas y se entrelazan. Un cuento muy muy interesante nayru
 
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