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¿Acaso es más extraña esta fantasía que la predestinación del Islam que postula un dios, o que el libre albedrío, que nos da la terrible potestad de elegir el infierno?

El acto del libro, J. L. Borges




En el ignorado Célebres discursos de asesinos seriales de Ettore Malor se lee, (luego de la maldición de muerte y enfermedad que arrojó el psicópata Alí Johnson a sus captores aquella tarde de cielo azul), que como falso confesor Ettore tuvo oportunidad de escuchar de viva voz los pormenores de las abominables vidas de los prisioneros de la Serafina antes de que éstos enfrentaran el misericordioso destino de la silla eléctrica. Los detalles de aquellas confesiones no alcanzaron la publicación al ser extirpados como un cáncer del libro por orden expresa del consejo editorial que vio en ellos “una innecesaria afrenta a sus lectores”.
A su muerte, Ettore heredó a su única nieta amplios poderes sobre su obra intelectual y propiedades. En las blancas e inmaculadas manos de Gema Malor, la insustituible biblioteca del falso abogado encontró su destino final, cuando ésta giró instrucciones precisas, firmadas, selladas y ratificadas con huella digital, para que los materiales bibliográficos del anciano, quién la había enseñado a leer, fueran destinados prontamente al fuego, al considerarlos “un peligro moral para la gente de buen corazón y nobles costumbres”.
La heredera subastó la amplia casa del centro de la ciudad y de inmediato donó lo recaudado a la iglesia, que por aquellos años carecía de una digna pila bautismal. Luego de reducir los bienes de su ancestro a no más de cinco velices, vino a descubrir en el interior de un cartapacio de folios y documentos que la relación filial que la unía con su presunto abuelo era apócrifa, una mera simulación, lo que provocó en su pecho una prolongada exhalación de alivio. Recién descubierta bastarda, por voluntad, se enclaustró para consagrar su vida al Señor. Nunca más el nombre de Gema Malor fue mencionado en sociedad sino para alabar su grandeza de espíritu y su ejemplaridad.
Las antigüedades del dudoso Ettore sirvieron de nido a ratas y polillas, por más de dos décadas estuvieron olvidadas entre los incontables cacharros de la beneficencia, hasta que la diligente caridad del hermano Daniele Serr dio con ellas aquel dieciséis de agosto, que se propuso vestir a lo limosneros con ropas decentes. Daniele bañó, vistió y repartió alimentos a los andrajosos hasta que el sol cayó como un plomo.
Aunque fiel a sus principios y leal en su servicio al Señor, Daniele no pudo resistir la tentación de leer, con secreta devoción, los documentos que encontró en el empolvado veliz marrón de broches de hierro. Tras sus faenas cristianas, dedicaba sus noches solitarias a la lectura del manuscrito original de Ettore, que extrañamente descubrió intacto. La ingenuidad y poca experiencia de espíritu del filántropo le permitieron disfrutar morbosamente las bajezas que los condenados narraron a su corrompida guía espiritual en las últimas y angustiantes horas de sus imperdonables vidas.
Si bien, de naturaleza intachable, Daniele experimentaba frecuentes culpas por los desenfrenados placeres que le provocaba la lectura del manuscrito: sudores, temblores, escalofríos, fiebres, delirios... Pero al cabo de unos días logró compensar su vida altruista con sus lecturas deshonrosas. De día lavaba las llagas de los enfermos y por la noche, con el cerrojo puesto, disfrutaba con los tormentos que Bastian L. W. infligió a las cinco mujeres que tuvo cautivas en el sótano de su casa; con el sol en lo alto afeitaba la gruesa y mugrienta barba de los sin techo, mientras que en las horas del sueño se entusiasmaba con las descripciones puntualizadas que hizo el pelirrojo Colin Swartz a su confesor respecto a su venganza de amor: “la amé tanto, que hasta la vida de su perro me hostigaba”. Al servir los platos de aguada sopa a los famélicos hombres que llegaban al albergue recordaba los detalles espeluznantes de la cacería de niños que organizó Corey T. Linson y de cómo logró esconder los treinta cuerpecillos: “una delicia, una delicia”. Las enfermizas acciones de los residentes de la Serafina alcanzaron, en momentos, extremos impensables que colmaban de una rara mezcla de terror y de frenesí la mente del virtuoso Daniele.
Transcurridas veintiuna perturbadoras noches de ardiente lectura, Daniele menguaba. La atención de su mente se apartó del compromiso con la humanidad, cabeceaba por la privación del sueño “hermano no olvide dar las gracias al Señor”; las delicadas manos de ángel que le caracterizaban encontraron la torpeza del temblor y aquellos ojos insondables como la negra superficie de un pozo sin fondo se enrojecieron diabólicamente.
Cuando el mamotreto se adelgazaba con la amenaza de un final, Daniele, atemorizado, repasaba lo ya leído con afán memorístico. No hubo desvelo en que dejara de lado agradecer a Dios por el olvido, consuelo del devoto lector.
Ya en las últimas páginas de los célebres discursos, en la seguridad de su habitación, envuelto en una meditación nocturna y atribulado por lo opuesto de su vigilia y de su insomnio, Daniele tomó entre sus manos el manuscrito, y de rodillas ante la imagen del Señor rezó, para que la omnipotente fuerza del Creador le arrancara de su interior el deseo animoso de la lectura de la reprobable obra de Ettore Malor. La apasionada oración se prolongó toda la noche.
Al día siguiente el padre Román visitó la celda del hermano de la caridad para recordarle que su café amargo se enfriaba. Encontró el catre tendido y la habitación vacía. Daniele se había ido. Sólo había dejado atrás su Biblia.


Antonio C. Cerda, Toluca, México, Mayo, 2014.

Texto agregado el 02-05-2014, y leído por 129 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
02-05-2014 Es un muy grato placer encontrar un cuento de este nivel y calidad. Sólo queda felicitar tu pluma, con la que escribiste un cuento para aplaudir. Y leer dos veces, como de hecho lo hice. vaya_vaya_las_palabras
 
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