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La voz lejana del mensajero ateniense acabó por despertar a Diógenes, quien cerró los ojos para activar el muelle adherido a sus orejas y producir el último bostezo para renovar el aire de su cerebro. Todavía se dio un tiempo antes de levantarse de un impulso, palmeándose todo el cuerpo compacto cubierto de vellos, lo cual produjo una queja en la mujer que dormía a su lado.

Diógenes se incorporó para vestirse la túnica y las sandalias y se asomó al ventanuco que daba a la vastedad del Ponto Euxino donde ya zarpaban los pescadores; luego aguzó la oreja para atender la voz originada en el ágora, que invitaba a los ciudadanos más honorables a la celebración de los juegos olímpicos inminentes, que por consecuencia detendrían al menos unos días las hostilidades entre Atenas y Esparta por el dominio del Peloponeso.

Diógenes entrecerró los ojos y pensó que era triste conmemorar su décima olimpiada, o cuarenta años con la conciencia de que ni los honores a Zeus en Olimpia podrían ocultar la realidad de la guerra fratricida entre los helenos.

Con todo, si alguna ventaja tenía residir en la zona del Ponto nombrada Apolonia, era que de alguna forma los conflictos eternos en Atenas no tenían una repercusión muy acusada por esos rumbos, como bien lo podían atestiguar los ancianos que sobrevivieran a las guerras míticas de Darío y Jerjes de tanto tiempo atrás, que en su paso por el enclave milesio habían arrastrado sólo con los mercenarios que acudían por su voluntad.

Un perro hecho ovillo junto a un olivo alzó la cabeza alerta y de golpe se levantó y comenzó a ladrar. Diógenes aguzó la vista y distinguió a un grupo de personas que ya acudían para que les diagnosticara el origen de sus males, como hacía Diógenes desde diez años antes.

A consecuencia del alboroto, su mujer Hippamia se llevó las manos a las orejas en tanto apelaba a la piedad de los dioses para que aplacaran al “ingrato perro, hijo de Hades”. Diógenes hizo un mohín de fastidio y antes de salir sujetó del tobillo a Hippamia y le dio un tirón para que de una vez se levantara, lo que le ganó ser incluido entre la parentela del dios del Inframundo.


Poco después Diógenes ya atendía a una de las personas que aguardaban sentadas en piedras talladas dispuestas alrededor del patio. Se trataba de un anciano que abría la boca con docilidad en tanto Diógenes escrutaba el color y la textura de la lengua ayudándose con una rama sin corteza.

A pesar de su figura achaparrada y del pelambre que no había respetado ni los brazos o la espalda y que hacía pensar en un Minotauro cordial, Diógenes era considerado uno de los ciudadanos más importantes de Apolonia.

De hecho, en su adolescencia Diógenes había sido discípulo de Anaxágoras, con quien permaneció varios años en Mileto y aprendió sobre el Nous o Inteligencia suprema que regía el cosmos entero, según asentaba su maestro en sus escritos de un dracma.

Pero Diógenes no se había conformado con eso, pues también accedió a los textos de Heráclito el Oscuro, el misántropo que muriera en un estercolero cinco años antes de que él viera la primera luz en el Ponto. De aquel pensador que tanto despreciaba la dejadez intelectual de los griegos, Diógenes había aprendido sobre el Logos que regula los cambios en las cosas y que se manifiesta en el fuego y el calor.

Y aún más: Diógenes igual sabía sobre la doctrina ancestral de Anaximandro y su Ápeiron o Principio Original; pero sobre todo había adoptado la idea de Anaxímenes, el viejo filósofo a quien su padre Apolotemis conociera en Mileto, y que postulaba al Aire como el Principio rector de las cosas.

De hecho, Diógenes sabía que Anaxímenes había sido el primero en equiparar al Pneuma en su calidad de Viento con el Aliento de los mortales, ya identificado por Homero como la Psixé o alma que propiciaba la inteligencia Thimos.

Ya con todo ese bagaje, a nadie le extrañó que Diógenes un día de tantos hiciera públicos sus escritos sobre la Naturaleza del Mundo y del Hombre, donde realizaba una síntesis sorprendente de todo lo aprendido para proponer una Noesis o Inteligencia Suprema encargada de diferenciar los distintos estadios y manifestaciones del aire, sustento del Cosmos.

De hecho, el hombre que en ese instante recomendaba la ingesta de unas pócimas al anciano que de paso era olisqueado por el perro inquieto, nunca se había mordido la lengua para aclarar cada punto de su pensamiento.

De modo que Diógenes declaraba varias ideas descabelladas: la Noesis se hallaba incorporada a todas las cosas; se manifestaba como aire caliente en su carácter de dios y en tanto aire de consistencia variable en los animales y las plantas; la Psixé es un aire más caliente que el de fuera, pero menos que el del sol; la sangre empuja al aire por todo el cuerpo, de manera que provoca el sueño si llena la panza, o la agudeza mental si se detiene en el cerebro…

Y como si no bastara, Diógenes igual decía que los cuerpos celestes detenidos sobre el círculo de la Tierra eran de la consistencia de la piedra pómez, pues se hallaban llenos de aire; y que viajaban acompañados por otras “estrellas pétreas” como aquella que Diógenes viera de niño en Egospótamos.


Pero con todo, de quien quizá Diógenes tenía más influencia era de un muchacho de Cos, cerca de Mileto y Halicarnaso: Hipócrates, cuyo tratado sobre “los aires, las aguas y los lugares” Diógenes ya había leído, así como acerca de la idea de las dolencias como algo inteligible y curable, y no una maldición de los dioses, como aquella “enfermedad sagrada” o epilepsia, que Hipócrates atribuía a la poca afluencia de aire al cerebro.


Diógenes fue sacado de su lapsus cuando el mensajero ateniense pasó corriendo cerca de su casa, seguido unos metros por el perro exaltado soltando ladridos como poseso; animal que retornó luego de unos minutos zarandeando la cola de contento.

Tocaba el turno a un hombre robusto, que pidió hablar en voz baja con Diógenes, a quien le confió que los dioses se negaban a bendecirlo con el nacimiento de un hijo.

Diógenes pidió detalles del asunto, ladeando un poco la cara para no recibir de lleno el aliento de ajos del hombre. Luego escrutó su lengua y le pidió que se descubriera la panza enorme que probablemente estaría ocasionando que el aire no avanzara con fluidez por las venas, de modo que no se irrigaba bien “el esperma aéreo portador del pensamiento”.

El diagnóstico que ofreció Diógenes al hombre fue que primero debía imitar a Heracles y desprenderse de la oquedad de su vientre, que luego tenía que ejercitar su cuerpo para abastecer de aire cada una de las venas, y que no se olvidara de alimentarse de carne de animales que no estuvieran tan impregnados por la humedad de la tierra.


Diógenes terminó de atender a sus pacientes hasta el mediodía, cuando fue llamado a comer por Hippamia, quien para entonces ya se había transformado en un dechado de ternura, seducida por la talega repleta de dracmas de su esposo. Así que Diógenes dedujo que en cualquier momento la mujer le obnubilaría el flujo de la razón valiéndose de los trucos ante los que él sucumbía con la docilidad de un mar succionado como vapor por el sol, y después cuajado sobre un Nilo tan impetuoso como el cuerpo húmedo de Hippamia.

Texto agregado el 22-04-2014, y leído por 261 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
24-04-2014 Gracias por el paseo por la historia, entretenidísimo. Carmen-Valdes
22-04-2014 Notable relato. Destacas la resistencia de Diógenes de Sinope "El Cínico" que a través de las palabras y la acción y con la libertad de los antiguos filósofos, criticó las costumbres impuestas por la aristocrática sociedad Helénica. lopecito
22-04-2014 Ahhh... no andaba tan perdido el buen Diogenes, me alimento de cantidades industriales de aire puro todas las mañanas en el bosque. Dos dracmas por tan bello escrito. Cinco aullidos atenienses yar
22-04-2014 Nos diste todo un paseo por la Grecia antigua y nos mostraste algunos personajes insignes con maestría y amplio conocimiento sobre el tema.Lo disfruté muchísimo.UN ABRAZO. GAFER
22-04-2014 Si algo le faltó a Diógenes fue un iógrafo como tú. ¡Excelente! rentass
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