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Despertó con el sonido del celular que había quedado bajo la almohada durante la noche. Lo tomó y salió del cuarto para leer aquél mensaje tanto tiempo esperado: “Ven por mí, te necesito”.
No de esa forma, se dijo. Él la recordaba feliz, coqueta, desenvuelta, rodeada de admiradores, aduladores de su juventud, de su belleza, de su risa.
Suspiró, mientras veía desde el balcón la avenida solitaria. Bostezó, con el sueño aún metido en aquel gesto involuntario de llevarse la mano a la boca tratando de ocultar el cansancio, la noche de desvelo, la rutina.
¿Debía apresurarse?... no había despertado la ciudad. Sus dedos resbalaron de la boca a la mejilla derecha, y al sentir la aspereza de la falta de afeitado se tocó también la izquierda y caminó hacia el baño. En el trayecto dejó el teléfono sobre el sofá atravesado en la sala. Siempre protestaba por aquella mala costumbre de cambiar de posición los muebles cada vez que pasaban la aspiradora, como una manía más, para que él tropezara en las noches cuando, como ahora, salía del cuarto para atender el celular sin molestar.
Y es que siempre estuvo pendiente de aquel momento, cuando “ella” le enviara un mensaje escrito.
Sólo que esta vez, él sabía que no era un llamado de amor.
En realidad, ella no ansiaba verlo. Era la necesidad de su ternura, de su apoyo, su comprensión que siempre estaba allí, sin pedir a cambio más que su mirada de aceptación…su tolerancia.
Estaba sola, deprimida, enferma, sin saber a dónde dirigirse en la ciudad desconocida, y no tendría siquiera a quien sonreír, a quien llorar. Se sentiría con el ego disminuido al saberse así, porque le había confiado en sus largas conversaciones nocturnas que deseaba cerrar los ojos y abrirlos varios años atrás, cuando el peso de su cuerpo no era tan grande, cuando la juventud no se había ido.
Decidió entonces que no se rasuraría. Se pondría la camisa y bajaría al estacionamiento. No salía el sol y su mujer dormía. Tomaría café en el camino.
Rápidamente recogió la prenda arrugada… tenía prisa. Ella ejercería su derecho a aquella devoción de esclavo, a quien le bastaba una palabra para claudicar.
Esperó inútilmente el ascensor y al fin se decidió por la escalera que bajó sorteando los peldaños de dos en dos…siete largos tramos que terminaban en una especie de recibidor con una planta marchita en un rincón. A la conserje no le gustaban las matas, evidentemente. Se dirigió a la reja que abrió sin necesidad de girar la llave. Alguien se olvidó de cerrar, pensó. Aquél edificio estaba lleno de encantos a los cuales no se acostumbraba. Nueve años de resignación.
Allí, al fondo, estaba su pequeño auto gris, el mismo que ella detestaba. Era otra época, claro, cuando salía con su larga melena suelta y su risa escandalosa, indiferente, engreída, y él se embelesaba con sus ojos negros, su piel morena y sus niñerías.
La más bonita de las muchachas que se graduaban esa tarde en el colegio lleno de padres felices. También él estaba feliz, muy elegante en su traje nuevo de corbata oscura, al llevarla del brazo a recibir su diploma de bachiller. Y esa noche, ella fue la reina, mientras de lejos la miraba con adoración.
¿Por qué le habría costado tanto llamarlo?... sabía bien que acudiría en cualquier momento, sin preguntar nada, obviando su indiferencia, su frialdad, su aparente egoísmo, su lejanía; que conservaría eternamente el recuerdo de su belleza, sus carcajadas, su caminar vivaz y desenvuelto, pendiente de sus gestos. Como aquél viernes, cuando lo plantó para irse con un patiquincito que apenas conocía, sin importarle el dolor ocasionado por su desplante, dejándolo sin otra alternativa que regresarse solo al apartamento, con su angustiado amor oprimiéndole el pecho y quitando de sus labios el sabor de la cena ausente, oyendo a través del balcón todos los ruidos que podrían indicarle su regreso.
No. No era que ahora deseara verlo. Pero él subió al coche sin tomar en cuenta la brisa helada que empañaba el retrovisor -¿o eran sus lágrimas?- y le dificultaba la visibilidad.
Ella tiene derecho a mi amor, se dijo, aún después de haber despreciado el que se lo ofreciera en demasía…tiene derecho a soñar con mi mano ayudándola a cruzar la calle, después de haber trenzado su largo pelo negro y arreglado su mochila durante tantos años.
Sentía que el tiempo no había pasado, que su pequeña estaba allí a las puertas del colegio, sujetando contra sí, bajo la llovizna, su chaqueta nueva con el escudo bordado de la escuela.
Entonces, con la prisa guardada en el tiempo, la urgencia desacompasada de tantos años idos, pasando la mano por su pelo blanco y escaso, dispuesto para asir las suyas –las de ella-, que lo había llamado confiando en su amor inalterable, pisó con fuerza el acelerador, y fue a buscarla.






Texto agregado el 17-04-2014, y leído por 172 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
07-09-2015 cosas terribles suceden con el amor, muy muy bien escrito, hace olvidar de todo su lectura, saludo y felicitaciones jaimeduardocastellanos
23-12-2014 FELIZ NAVIDAD Amiga, no nos niegues el fruto de tu talento! ZEPOL
22-05-2014 Ella sabe de su amor, no tiene que corresponderle ¿Eas esto estar perdido por amor? Pareciera, el no tiene remedio. ¿Cuantas veces vemos esto? Bien descrito, como siempre. za-lac-fay33
17-04-2014 Los amores no correspondidos hieren al que ama.No al amado.Buen cuento;excelente tu narración.UN ABRAZO. GAFER
 
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